En los medios

La Nación
12/11/22

El interés común. La construcción de una sociedad sin privilegios

Eduardo Levy Yeyati, decano de la Escuela de Gobierno y director académico del Cepe, escribió sobre la calidad democrática argentina.

Por Eduardo Levy Yeyati y Alejandro Katz

La exención fiscal y otros beneficios a empresas de Tierra del Fuego supone privilegios discutibles. Gentileza Mirgor.


Después de décadas de desacuerdos sobre la cuestión fundamental del régimen político bajo el cual ordenarnos, en 1983 los argentinos optamos por la democracia como forma de vida en común.

El propósito fundamental de aquella decisión fue desplazar a la violencia de la escena pública, instaurando la palabra como el modo privilegiado de resolución de diferencias. La experiencia traumática de la dictadura, pero también la evidencia del daño provocado por la violencia revolucionaria, contribuyeron a establecer un consenso democrático que se ha mantenido inalterado durante cuarenta años, a pesar de las crisis que atravesó el país y de la insuficiencia del sistema político para proveer mínimos de bienestar a un porcentaje alto de la población.

Ese no fue el único logro de nuestra vida democrática. La extensión de derechos, desde el divorcio vincular al matrimonio igualitario y, más recientemente, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, contribuyeron a que muchas personas puedan desarrollar proyectos de vida más autónomos y satisfactorios. Así, la democracia probó ser un instrumento adecuado para resolver de un modo pacífico cuestiones que también afectan las creencias más íntimas, morales y emocionales, de sus ciudadanos y de sus ciudadanas.

Sin embargo, no fue suficiente para revisar concepciones del poder profundamente enraizadas en la cultura política argentina que continúan distorsionando la búsqueda de justicia social, sin la cual el futuro del orden democrático se verá amenazado.

La democracia no es solo un dispositivo de selección de representantes o de resolución pacífica de desacuerdos. Es también un régimen que expresa una idea de sociedad, uno de cuyos fundamentos es lo que en la Grecia clásica se denominaba isonomía: la igualdad de derechos civiles y políticos de los ciudadanos. Esta igualdad, limitada en la democracia ateniense a un núcleo reducido de personas, era el modo más claro de caracterizar un régimen opuesto a una tiranía en la que el gobernante ejerce un poder ilimitado. Como observa el jurista italiano Luigi Ferrajoli, “el principio de igualdad es el principio político del que, directa o indirectamente, pueden derivarse todos los demás principios y valores políticos”.

A pesar de las evidentes virtudes de nuestra democracia, no es la igualdad uno de sus rasgos notorios. No solamente por la capacidad de sustraerse al imperio de la ley que disfrutan quienes acumulan cuotas extraordinarias de poder (como dijo uno de ellos, “el poder es impunidad”), sino por la capacidad que los gobernantes conservan para asignar beneficios de modo arbitrario, creando una trama de privilegios que cuestiona los principios mismos de la democracia.


Desiguales

El privilegio es contrario al derecho: si este es resultado de la igualdad de las personas ante la ley, aquel es la excepción de una obligación o la posibilidad de hacer o disfrutar de algo que a los demás les resulta prohibido, el beneficio que recibe alguien como resultado de una concesión otorgada desde el poder.

Desde sus orígenes en la era moderna, la democracia ha pretendido ser un régimen de supresión de privilegios, para ciudadanos en condición de igualdad.

Ciertamente, la idea de igualdad fue y es objeto de intensas controversias, políticas y filosóficas, tanto en su definición (igualdad de qué para qué) como en sus alcances políticos (entre quiénes). Pero, más allá de las discrepancias, su aparición introduce una exigencia siempre presente en las sociedades democráticas: la de justificar la diferencia entre las personas, argumentando en qué situaciones y por qué razones es justo que algunos tengan o reciban algo distinto que otros.

No cuesta mucho entender de qué modo el privilegio no solo es lo opuesto del derecho, de la igualdad y de la justicia, sino que además corroe esos principios fundamentales de una sociedad democrática. Y, si bien ninguna sociedad es perfectamente justa, entre otras razones porque hay numerosas concepciones de justicia, para todas ellas la limitación o erradicación de los privilegios es un principio compartido.

Por supuesto, hay discusiones sobre qué constituye un privilegio. Pero, también aquí, las buenas sociedades han establecido algunos acuerdos bastante robustos. Así como hay privilegios (por ejemplo, los obtenidos por nacimiento) cuya preservación es materia de discusión, no hay ninguna duda de que los beneficios otorgados arbitrariamente, sin una justificación pública aceptada socialmente, son inaceptables.

En este sentido podría decirse que la democracia argentina ha relegado la pretensión de justicia al convalidar una dinámica en la que la búsqueda, obtención y naturalización de privilegios se volvió moneda corriente.


Taxonomía preliminar

Por su misma naturaleza, resulta difícil realizar una tipología de los privilegios existentes. Alfonso V de Aragón nos ofrece un buen punto de partida histórico: durante su reinado en Italia, entre 1442 y 1458, estableció el registro Privilegiorum, quizás el listado más completo de privilegios que podamos consultar, y que establece, entre otros, derechos de explotación de recursos y exenciones fiscales. Sustraer a alguien de la obligación de pagar impuestos era la principal prerrogativa de la nobleza y del clero durante el Antiguo Régimen, y de esos privilegios gozan, en la Argentina contemporánea, individuos, empresas, corporaciones y regiones particulares. No se trata, desde luego, de todos los individuos ni de todas las empresas: lo propio del privilegio es que se otorga a unos y no a otros.

Las dos modalidades establecidas en el Privilegiorum de Alfonso V –exenciones fiscales y derechos de explotación– son los modos principales en los que el poder concede privilegios también entre nosotros. Son conocidos los casos más emblemáticos y en alguna medida también los más costosos: el régimen fiscal especial de Tierra del Fuego, que según diversos cálculos equivale a un porcentaje de entre 0,5 y 0,8% del total de la riqueza producida en la Argentina cada año, o la exención del pago del impuesto a las ganancias a la corporación jurídica, tanto a los magistrados y fiscales como al personal administrativo.

La exención fiscal a las empresas de Tierra del Fuego es también un régimen de privilegios previsionales para los trabajadores: los empleados provinciales se pueden jubilar a los 55 años con un haber del 88% de los ingresos que tenían en actividad; y los de las empresas alcanzadas por el régimen de promoción a los 50 años las mujeres y a los 55 los hombres. También a los 50 años pueden jubilarse las y los docentes de la provincia de Buenos Aires, igual que los aeronavegantes y los metalúrgicos. Los gráficos, los ferroviarios, el personal de servicios eléctricos y otros muchos pueden hacerlo a los 55 años. Muchos de esos regímenes previsionales especiales se originan en decretos o leyes que tienen medio siglo o más de antigüedad, y fueron dictados en tiempos en que las condiciones de trabajo de esos oficios o profesiones eran totalmente diferentes de las actuales.

Es interesante observar el régimen de Tierra del Fuego porque no solo implica beneficios fiscales y previsionales para las empresas y para los empleados, sino que también entrega a las empresas el privilegio de un mercado cautivo, necesitado de lo que allí se produce; en términos de Alfonso V, el derecho de explotación de un recurso; en términos económicos, rentas oligopólicas que los beneficiarios captan gracias al lobby político.

Privilegios también se conceden a algunas regiones del país; por ejemplo, mediante tarifas especiales para ciertos bienes o servicios fundamentales, como la energía en zonas frías que, contra las tendencias climáticas, se extendieron recientemente a la costa bonaerense.

También es privilegiar a alguien darle un empleo en el Estado sin un concurso público de oposición, ya que esa contratación le dará estabilidad laboral durante toda su vida. O permitir la competencia desigual y las extendidas prácticas comerciales no competitivas, con el consiguiente desplazamiento de otros agentes económicos y la vulneración de los derechos de los consumidores. Son privilegios las zonificaciones y excepciones en los códigos y permisos de construcción, o la defensa corporativa de determinados trabajos de nula utilidad social. Por no mencionar la prioridad para la obtención de un empleo a los familiares de los trabajadores –¡cargos hereditarios!–, por ejemplo en el subterráneo de Buenos Aires, en el Banco Nación o en el Banco Central. Como lo son los contratos de obra pública concedidos en los márgenes de la legalidad a grupos económicos a los que se quiere favorecer.

También es un privilegio la concesión de un servicio por parte del Estado, dado que se trata de la entrega a un particular del derecho de explotar un recurso. Evidentemente, en muchos casos resulta imprescindible hacerlo, dado que el Estado no puede y posiblemente tampoco debe ocuparse de todas las tareas que están bajo su responsabilidad. Pero cuando esa concesión, como en el en caso de los registros públicos del automotor o el servicio de recolección de vehículos mal estacionados, se parece más a una patente de corso que a la asignación de una tarea específica a un tercero a cambio de la remuneración adecuada, lo legal deja de ser legítimo.

Porque los privilegios son legales: se confieren de acuerdo con las potestades para hacerlo del órgano que los asigna, trátese del Poder Ejecutivo o del Legislativo, en cualquiera de los niveles de gobierno. Pero su legalidad no los vuelve legítimos. Para ser legítima, la ley (o resolución, o decreto, o reglamento) que establece el privilegio debe apelar al ideal de ética y de justicia que toda norma debe incorporar. La legalidad pertenece al orden del derecho, la legitimidad pertenece al orden de la ética pública. La legalidad genera obligación, la legitimidad genera reconocimiento. Al conceder privilegios sin una fundamentación pública adecuada –o, por decirlo de otro modo, contra el ideal de ética y justicia de la sociedad– la democracia pierde legitimidad.


(Casi) todos sacan

El origen de la inmensa red de privilegios es diverso. En algunos casos, bajo argumentos racionales, en otros discutibles, en otros insostenibles. Indagar en ellos excede el propósito de estas líneas. Importa, sí, contribuir a poner en el debate público la necesidad de revisar esa dinámica, que parece haberse vuelto irrefrenable. Las dirigencias políticas, cada vez más aisladas de la sociedad, han resignado la práctica de la negociación para adoptar la de la transacción. La negociación supone el reconocimiento de las intenciones y de los intereses del adversario, exige persuadir y ceder. Persuadir de que los intereses propios tienen valor colectivo, y ceder en aquello que no se pueda probar de interés general. Negociar no implica saber ganar sino saber perder. La transacción política es de otro tipo: se efectúa sin ceder nada propio, sino entregando lo ajeno: los bienes colectivos, el futuro común.

Aprobar una exención impositiva exigida carece de costo para quien la pide y para quien la otorga. A cambio de aquella exención, se obtiene, por ejemplo, un beneficio previsional para una corporación aliada, y tampoco el costo de este nuevo beneficio va a la cuenta de los involucrados. Ambas partes de la transacción, que en definitiva controlan los parlamentos, las legislaturas y los concejos deliberantes, o que desde los Ejecutivos tienen capacidad de dictar decretos y resoluciones, conceden beneficios que no les cuestan nada.

En esta versión moderna del problema de los commons, los beneficios son privados pero los costos –que existen, claro– son comunes, públicos. De todos. Y, en última instancia, de aquellos que, al carecer de representación y de voz, no pueden proteger sus propios intereses ni extraer sus propios beneficios: el impacto neto del predominio de los privilegios no es solo injusto; también es, casi por definición, sumamente regresivo.

Los costos económicos de los privilegios contribuyen, en su conjunto, al déficit crónico, a la inversión insuficiente, a la falta de trabajo decente y a la desigualdad regional y social, la pobreza y la desesperanza. Pero estos costos son sólo un aspecto del problema. Tan importantes como ellos son los efectos que la “privilecracia” provoca en la conducta individual y colectiva, promoviendo una cultura de buscadores de rentas a expensas del desarrollo. Los incentivos de los agentes económicos se distorsionan ante la evidencia de que los beneficios de largo plazo son mayores si los esfuerzos y las capacidades se dedican a obtener un privilegio en lugar de a desarrollar una actividad socialmente necesaria o económicamente útil. Una sociedad de privilegios es una sociedad bloqueada para la cooperación. Es una sociedad que ha perdido conciencia de que el destino de cada uno depende del destino de los demás, hecha de privilegiados y desposeídos, carente de las formas más elementales de la cohesión, incapaz de actuar en favor del interés común, ineficiente e injusta.

El privilegio, lo hemos dicho, es lo contrario del derecho, el imperio de la arbitrariedad. Así, cuestiona el principio universal que consiste en el derecho a tener derechos que, según lo expresó Hannah Arendt, es el estatus del ciudadano. La regla es inflexible: a más privilegios menos ciudadanía.


La punta del ovillo

Este equilibrio centrífugo de no cooperación no se resuelve con gestos o acciones individuales, fugaces o inverosímiles. La solución, si existe, requiere de decisiones políticas coordinadas en un proyecto político capaz de persuadir de que cooperar (“poner”) producirá mejores resultados colectivos que depredar. También requiere liderazgo para contrarrestar la percepción, habitual en el beneficiario de un privilegio naturalizado, de que el privilegio siempre es el del otro. Liderazgo para ir contra la corriente.

En la salida de la dictadura nuestro país subió un peldaño de la escalera civilizatoria al decidir que los conflictos se resolverían, de allí en más, con los instrumentos de la política y no con los de la violencia. Desde entonces, no ha sido posible avanzar el horizonte colectivo: hoy debería haber menos pobreza, precarización y desigualdad, mayor calidad educativa, mejores servicios de salud, y protagonismo en las agendas urgentes del presente, desde la climática hasta la digital.

Ello ocurrirá solo cuando la ley y las normas, en lugar de designar beneficiarios, sirvan para el propósito fundamental que tienen en una sociedad democrática: hacer que todas y todos sean iguales en su calidad ciudadana. Que la nuestra sea, por fin, una sociedad sin privilegios y sin privilegiados. Ese es el próximo escalón civilizatorio al que debemos aspirar.