En los medios

Clarín
4/10/22

¿Un país sin futuro?

El profesor de las Especializaciones y Maestrías en Educación escribió sobre el estado de la educación en Argentina y la inversión en Ciencia y Tecnología.

Por Marcelo Rabossi


Ilustración: Daniel Roldán


"Predecir es muy difícil, especialmente si se trata del futuro”, reflexionaba Mark Twain. La buena noticia, según Peter Drucker, es que la mejor manera de predecirlo es creándolo. ¿Cómo país, lo estamos haciendo?

El anclaje que ha detenido a la Argentina en el pasado, consecuencia de su lucha estéril contra lo intrascendente, es pesado y de difícil escape. “En este momento en realidad no estoy aquí, debería haberme ido ayer, aquí no soy más que mi propio retraso”, reflexiona Kundera en “La Despedida”. Tamaña afirmación no sentaría mal en boca de tantos de quienes día a día legislan y administran la cosa pública, aquellos que innecesariamente nos siguen negando el futuro. Culpar a la pesada herencia es la evasiva de quien fracasa.

Si hay algo que como sociedad tenemos a mano para crear futuro es el conocimiento. La educación crea conocimiento. La escuela, los institutos, la música, las artes, son ellas usinas que desde la antigüedad han iluminado al hombre en su paso a través del tiempo. Los conceptos de Academia y Liceo se remontan a la Atenas democrática del Siglo V A.C. Estudiantes del mundo helénico-parlante recorrían grandes distancias para escuchar a Platón, filósofo que diferenció y contrapuso las nociones de opinión y saber.

El conocimiento gana valor. Su alumno Aristóteles, durante sus caminatas por los jardines junto a sus discípulos, destacaba la importancia de la observación en la ciencia. Se formaliza el conocimiento. Bastante antes, Pitágoras identificaba patrones matemáticos en la música. Demostró que los intervalos entre notas musicales podían ser representados como fracciones de números naturales. Nacía la afinación pitagórica, la que unos 1200 años más tarde serviría de base para el canto gregoriano. Grecia se convertía en música y luz para la modernidad.

Ya sin irnos allá lejos en el tiempo, en la Argentina de la segunda mitad del Siglo XIX se produce un cambio epistémico que transforma la fe en razón, la creencia en ciencia. Se le abren las puertas a la modernidad. El 11 de Septiembre de 1869 se promulga la Ley que permite contratar profesores en el extranjero.

En ese mismo año se crea la Academia Nacional de Ciencias. Se invita a científicos de los países más avanzados a compartir sus saberes en aulas universitarias y laboratorios de ciencias. Nos preparábamos para construir un capital humano que sentara las bases de un crecimiento sostenido y más justo.

“Las Señoritas” de Sarmiento son el otro gran ejemplo de una generación que pensaba al ritmo del futuro, un país que buscaba saberes. Hoy parece expulsarlos. Danzamos al compás del pasado.

Los países que avanzan construyen modernidad. La inversión en Ciencia y Tecnología es la herramienta para edificar el futuro. Hace muy poco el actual gobierno anunciaba con bombos y platillos que en 2023 destinará el 0,34% del PBI en Ciencia y Tecnología. Aún sumándole el aporte privado, las naciones que progresan invierten al menos cinco veces más que nosotros. No es cuestión de montos, es materia de esfuerzo. Más que un anuncio, lo dicho retrata la mueca grabada en el lastre que nos hunde en el pasado. En lo que hace a inversión en Ciencia y Tecnología, el país no se esfuerza. Bajó los brazos ante el futuro.

Abrir universidades no necesariamente crea futuro. Sí crear futuro es una de las tareas de la universidad. Sin embargo, esta institución próxima a cumplir diez siglos – se considera a la Universidad de Bologna, fundada en 1088, como la primera en otorgar títulos académicos --, avanza solemne y poco reactiva. Es así jaqueada por las transformaciones tecnológicas que propone la Revolución 4.0. Klaus Schwab, autor del libro “La Cuarta Revolución Industrial”, caracteriza a la actual dinámica de producción como una en la que la fusión de tecnologías está haciendo desaparecer los límites entre lo físico, lo digital y lo biológico. Los cambios ya no toman siglos o décadas sino semanas. El futuro se parece cada vez menos al pasado.

Los trabajos para los que la universidad forma no siempre desaparecen. Lo que cambia son las maneras en la que los mismos se operacionalizan.

Si bien estas transformaciones no implican necesariamente destrucción de empleo, sí requieren de un trabajador con nuevas capacidades y una universidad que modifique su actitud. Se necesita una que mire hacia el futuro y que interactúe de manera colaborativa con mentalidad globalizada.

Dicha adaptación clama por carreras de grado más cortas, una currícula que incorpore las llamadas habilidades blandas, un uso de las modalidades híbridas y prácticas personalizadas. Asimismo, ante la necesidad de actualizar las competencias laborales para responder al futuro, el principio de educación permanente se vuelve aún más relevante. Sin el afán de que reemplacen a las carreras extendidas, los microcréditos se proponen como un complemento que vincula de manera ágil el mundo académico con las nuevas demandas productivas.

Según Sócrates, el secreto del cambio es enfocar toda la energía no en luchar contra lo viejo, sino en construir lo nuevo. Quienes nos gobiernan no lo construyen. Perdidos, siguen mirando el pasado, librando batallas saldadas y que solo a pocos importan. Mientras tanto, la pobreza hace estragos.

De acuerdo al INDEC, casi seis de cada diez menores, futuros sostenes del aparato productivo del país, son pobres. Y ante estas situaciones que nos desangran, la Universidad, aunque se adapte a los cambios y alumbre el camino, difícilmente por sí sola podrá guiarnos en su afán de crear un mejor futuro para todos nosotros.