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13/07/22

Hablemos de derechos: cuatro episodios con un común denominador

Pablo Benegas, director del programa Negociación, de Educación Ejecutiva, reflexionó sobre los derechos y sobre qué pasa cuando chocan dos derechos.

Por Pablo Benegas



Cuatro polémicas del último mes

La semana pasada, apenas asumió el Ministerio de Economía, Silvina Batakis formuló una frase, a raíz del tema de la disponibilidad de divisas, que causó un gran revuelo: “El derecho a viajar colisiona con la generación de puestos de trabajo”, entendiendo que, si bien todos tenía derecho a vacacionar, el hacerlo en el exterior requiriendo divisas se subordinaba a las necesidades del Banco Central. Inmediatamente fue cruzada por dirigentes opositores, que la tildaron de “sommelier de derechos”, afirmando que estas declaraciones eran “peligrosas y autoritarias” y que, para el caso, “el derecho de limpiarnos el traste colisiona con el derecho a trabajar”.

Una semana antes, en el marco de una exposición que realizó para el comienzo del año académico de la Universidad de Chile, el Vicepresidente de la Corte Suprema Carlos Rosenkrantz, invirtió la famosa frase de Eva Duarte para decir que “no puede haber un derecho detrás de cada necesidad” ya que no hay suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades. Tampoco pasó desapercibido. Se criticó su discurso por ser “antiperonista” y un medio llegó a decir que sus dichos eran “repudiables”.

Chile justamente es un terreno fértil para la discusión sobre la relación entre necesidades y derechos, pues apenas un día hábil después de estas declaraciones, el presidente Gabriel Boric recibió de parte de la Asamblea Constituyente la nueva Constitución en la que vienen trabajando desde el año pasado, que ahora deberá ser aceptada o rechazada en un referéndum. Mientras el documento se presenta en la lógica (ya conocida por nosotros) de “ampliación de derechos”, en una reciente nota de The Economist se habla de esta propuesta como “una lista de deseos de una izquierda fiscalmente irresponsable” y se critica que no se explique quién financiaría  la plétora de los derechos que se presentan (entre los que se encuentran el “derecho al deporte” o a la atención de la cuna a la tumba) ni la viabilidad de otros, como el derecho de los sindicatos a representar a los trabajadores, en un documento que incluso habla de la naturaleza como poseedora de derechos.

Y mientras en Chile piden más derechos, en Estados Unidos se quejan de tener menos derechos. La sentencia de la Corte Suprema que declaró que el aborto –como parte del derecho al respeto de la vida privada- no es un derecho constitucional, y que es competencia de cada Estado legislar sobre el tema, generó otra explosión. La mayor parte de los medios hablaron del tema directamente refiriéndose a la anulación de la sentencia del caso Roe vs Wade como la “derogación de un derecho”. También aquí en Argentina se suele acusar a los que están en contra del aborto como “antiderechos”.

Cuatro casos. Cuatro temas aparentemente diferentes. Cuatro postulados diferentes. El mismo tema de fondo: los derechos. Es difícil tener una discusión sobre cualquiera de estos temas si antes no contestamos las preguntas de fondo: ¿Qué es un derecho? ¿Qué permite consagrar algo como un derecho o negar que lo sea? Y, a partir de ahí, todas las consecuencias prácticas que se derivan: ¿Qué debe reconocerse como derecho y que no? ¿Qué pasa cuando colisionan 2 derechos?


Qué es un derecho

Aun a riesgo de generar una temprana decepción, hay que decir que no hay un acuerdo sobre el origen de los derechos. Podríamos dividir, más allá de los matices, las respuestas en 2 grandes escuelas jurídicas: el iusnaturalismo, que hunde sus raíces en la cultura de la antigua Grecia, y el positivismo, de gran desarrollo especialmente en el siglo XVIII.

Para el primero, hay derechos que son anteriores a cualquier ordenamiento jurídico, pues son intrínsecos del hombre por una dignidad originaria que es de hecho la fuente del derecho positivo, no su consecuencia (de ahí que muchas Cartas Magnas, como la Argentina, comiencen con la apelación a Dios, “fuente de toda razón y justicia”); para el segundo, tiene que ver con los pactos a los que los países se comprometen de acuerdo a normas que han identificado como necesarias, útiles, funcionales o simplemente históricas (el preámbulo de la declaración de los Derechos Humanos de la ONU habla de que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” y que la protección de estos derechos evita que “el hombre se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”).

Más allá de la identificación de la fuente, sí hay un acuerdo en distinguir lo que es un derecho humano (más fundamental, como el derecho a la libertad o a la igualdad frente a la ley) de un derecho constitucional (que incluye los anteriores, pero también otros que no necesariamente todos tienen, como el derecho a voto). El derecho a la vida, a la libertad (de circulación, de culto), a la propiedad… se ordenan (por esencia o por consenso) en una jerarquía vital para el funcionamiento de una sociedad sana. 


¿Y con esto qué hacemos?

¿Es importante distinguir esta “jerarquía” de derechos? En el día a día, muchas veces encontramos que hay derechos que parecen chocar con otros. El derecho a la libertad de un delincuente no parece ser absoluto, en tanto se opone al derecho a la justicia, la vida o la propiedad de otros; desde hace años venimos discutiendo, sobre todo en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires, hasta que punto el derecho a la protesta choca frontalmente contra el derecho al libre tránsito; lo que unos entienden como el derecho a una educación más integral otros lo ven como una vulneración al derecho de los padres a educar a los hijos de acuerdo a la propia conciencia. Para algunas discusiones, basta con ponernos de acuerdo sobre qué derecho consideramos más importante o fijar criterios (centralidad para el desarrollo de la vida de los involucrados, cantidad de afectados, si el efecto buscado puede conseguirse de otra manera, si hay espacio para satisfacer ambos de alguna manera…).

Ahora bien, para otras, no parece haber tanto camino intermedio; parece que se trata de hacer opciones entre una cosa y su contrario; y es aquí cuando esta diferencia en la fuente -que parece una distinción más digna de quién está estudiando Cívica para rendir o preparando la materia Filosofía del Derecho- debería tomarse más en cuenta. De hecho, cuando se analiza (y discute) sobre temas tan relevantes, este ejercicio puede hacer que muchas de las discusiones más candentes que encontramos en los diarios se vuelvan todavía más incómodas. Porque ya no se trata sólo de cuál derecho debemos privilegiar o cuidar más, sino de preguntarnos por qué un reclamo se instala como un derecho reclamable.

¿Podemos hablar de derechos LGBT en un ordenamiento jurídico –como el del mundo árabe- que no los acepta? ¿en nombre de qué? Con un esquema positivista, no me puedo quejar sobre lo que no es parte del acuerdo y, desde un esquema iusnaturalista, me toparé con la dificultad de que un derecho natural implica una naturaleza, que implica un orden previo, que implica un ordenador. Algo similar pasa al tratar de hablar del derecho al aborto. “Antiderechos” sería una frase sin sentido, pues sólo aplicaría a la oposición a los derechos consagrados en el ordenamiento vigente. Es un tema de balance de poder, no de bondad.

Un autor neomarxista, Max Horkheimer, de la Escuela de Frankfurt, es quizás quién más crudamente lo puso en palabras:  “Nociones como las de justicia, igualdad, felicidad, tolerancia que, según dijimos, en siglos anteriores son consideradas inherentes a la razón o dependientes de ella, han perdido sus raíces espirituales. Son todavía metas y fines, pero no hay ninguna instancia racional autorizada a otorgarles un valor y a vincularlas con una realidad objetiva. Aprobadas por venerables documentos históricos, pueden disfrutar todavía de cierto prestigio y algunas de ellas están contenidas en las leyes fundamentales de los países más grandes. Carecen, no obstante, de una confirmación de la razón en su sentido moderno.

¿Quién podrá decir que alguno de estos ideales guarda un vínculo más estrecho con la verdad que contrario? Según la filosofía del intelectual moderno promedio, existe una sola autoridad, es decir, la ciencia, concebida como clasificación de hechos y cálculo de probabilidades. La afirmación de que la justicia y la libertad son de por sí mejores que la injusticia y la opresión, no es científicamente verificable y, por lo tanto, resulta inútil. En sí misma, suena tan desprovista de sentido como la afirmación de que el rojo es más bello que el azul o el huevo mejor que la leche”. 

Horkheimer nos recuerda que, en medio del caos de las discusiones que se suceden, con una multitud de derechos que son reclamos como autoevidentes, aparece de fondo, casi en voz baja, un principio contundente: Occidente ha olvidado -y aun rechazado- sus raíces espirituales y eso tiene un costo. El problema es que empieza a llegar la cuenta y podemos tomar conciencia de que no hay con qué pagarla.