En los medios

Clarín
25/06/22

Vigencia de la ética reformista

El profesor del Doctorado y la Maestría en Historia escribió sobre la introducción de reformas en el sistema electoral.

Por Natalio Botana


Ilustración: Mariano Vior


Habitualmente reclamamos reformas. Se comprueba que la economía no da más, que el populismo agobia a una sociedad empobrecida, que cunden la desconfianza y la incertidumbre. Las reacciones en este escenario de frustraciones dan cuenta de una palabra que es emblema de la oposición: cambio.

Pero el cambio es un concepto variable; quienes lo enarbolan critican los descalabros del Gobierno, proponen un repertorio de fines sin atender demasiado a los medios para hacerlos efectivos y suelen recomendar una terapia de shock que, en el pasado, no pudo prosperar.

Por ejemplo el plan Austral, después las devaluaciones del gobierno de Duhalde, pasando antes por la convertibilidad, el ensayo más exitoso, aunque concluyó desatando la crisis de hace dos décadas.

En esto estamos al promediar el año. Entre tanto, tal vez no se advierta que no solo debemos afrontar los síntomas de coyunturas repetidas —alta inflación, endeudamiento, aumento de la pobreza— sino una ya evidente declinación histórica.

Este retroceso está aboliendo la promesa colectiva del progreso y la movilidad social, acumulando obstáculos que bloquean los mejores proyectos. Son estructuras difíciles de doblegar, tan hondo es el pozo y tan penoso el desperdicio de recursos.

Basta una breve enunciación, por lo demás bien conocida, para ilustrar estos fenómenos concomitantes: el derrumbe de las instituciones propias de una constitución económica (orden fiscal, moneda, previsibilidad jurídica de reglas y contratos); la fragilidad del Estado en sus tres niveles —nacional, provincial y municipal— para desempeñar las funciones básicas de justicia, defensa, seguridad y educación; sin cerrar la lista, la conformación corporativa de una sociedad de masas sembrada de privilegios sindicales, económicos e impositivos, a los cuales ahora se suma el nuevo actor de los movimientos sociales.

Estas estructuras han derrotado durante al menos medio siglo a todos los programas de corta y mediana duración que intentaron torcer este curso decadente. El destino de estos experimentos es, pues, circular: a un momento de euforia debido a los logros inmediatos sucede la amenaza de la crisis y, al cabo, la explosión social.

Este juego perverso de idas y vueltas muestra con crudeza las deficiencias de la política. Es cierto que nuestra democracia ha tenido la virtud de no sucumbir frente a las crisis. Si proseguimos estas reflexiones tras la ruta teórica que abrieron Schumpeter, Dahl, Bobbio y ahora recorre Adam Przeworski, a partir de 1983 hemos satisfecho unas condiciones mínimas de la democracia consistentes en celebrar elecciones competitivas con alternancia entre candidatos rivales y vigencia de las libertades públicas.

Vista de esta manera y próxima a cumplir cuarenta años, ha germinado entre nosotros una democracia que se asienta sobre esa indispensable plataforma. Sin embargo, la visión se oscurece si observamos al régimen democrático por el lado de sus resultados económico-sociales y de su pobre rendimiento institucional. Aquí las falencias abundan y pueden llegar al extremo de erosionar esa democracia mínima que aún sostiene nuestra convivencia.

Semanas atrás señalamos en esta página que soportamos los brotes de la polarización y el faccionalismo. Asimismo conviene apuntar que, si bien este impacto se advierte en la megalópolis del AMBA, en el orden federal la imagen es acaso más estable al compás de una coparticipación que premia con transferencias directas a la Provincia de Buenos Aires y, en los distritos más pequeños, abona el clientelismo y respalda a gobiernos hegemónicos (otro obstáculo difícil de superar por la unanimidad que se requiere en el Congreso para modificar este reparto de recursos fiscales).

Estos datos atañen tanto a las costumbres como las leyes e indican la importancia de los condicionamientos institucionales en el caso de afrontar cambios en profundidad.

Entre ellos, uno de los más significativos es la intensidad electoral de comicios intermedios cada dos años que, junto con las PASO y las elecciones escalonadas en las provincias, dejan poco espacio para llevar adelante un plan extendido de reformas.

Mientras el ritmo electoral está atento al corto plazo y desata pasiones y ambiciones, los cambios en profundidad, animados por la racionalidad, deben encaminarse hacia el mediano y largo plazo.

Hay, en efecto, poco tiempo para levantar el guante de semejante reto cuando se dispone de apenas un año sin presiones electorales. De este modo, según se ha comprobado, las elecciones intermedias más las PASO pueden respaldar al gobierno en funciones o, en un contexto polarizante, pueden también ser el instrumento más potente para debilitarlo en una suerte de final anticipado, lo que hoy acontece.

Este marco constitucional y legislativo es hasta el momento rígido. Una reforma constitucional es impensable en estas circunstancias y quizás una reforma de las PASO podría hacerlas más flexibles sin eliminarlas. Cabe por consiguiente aceptar lo dado para ir delineando una coalición que supere faccionalismos y polarizaciones, formule una estrategia reformista y, de ser ganadora, mantenga el timón a través de sucesivas pruebas electorales.

En verdad, este es el gran desafío. Los Estados Unidos, cuya Constitución estableció desde 1787 las elecciones intermedias (nosotros, salvo una excepción, siempre las adoptamos) pudieron sobrellevar la intensidad electoral pactando políticas de Estado.

Ahora que la polarización apaga aquel estilo convergente y bipartidista, las elecciones intermedias son más dramáticas. Curiosamente, una situación parecida a la nuestra.

Razón suplementaria para afinar el arte asociativo, reconocer que las coaliciones electorales son insuficientes si no las complementan coaliciones de gobierno, rehacer con el debido apoyo parlamentario la unidad del Poder Ejecutivo, afianzar liderazgos constructivos y robustecer la templanza en defensa de una ética reformista que supone beneficios futuros y costos en el corto y mediano plazo. Todo ello en medio de un régimen electoral que no da respiro.