En los medios

Clarín
26/12/21

La danza de las crisis

El profesor del Doctorado y la Maestría en Historia analizó las consecuencias del estallido social de 2001.

Por Natalio R. Botana


Ilustración: Mariano Vior

La metáfora del título alude a la trayectoria circular de nuestra política. Entre estas idas y vueltas, la coincidencia de fechas, invita a volver atrás. Con notas, entrevistas y una movilización en Plaza de Mayo (cuándo no) rememoramos durante estos días lo que pasó hace 20 años en aquel verano del descontento, un tiempo agónico atravesado por la furia colectiva.

Por mi parte, comprobaba en aquel momento la presencia de cuatro crisis contenidas en un mismo acto de rebelión. Al grito de “que se vayan todos” soportamos entonces una crisis económica, una crisis social, una crisis de representación y una crisis de autoridad.

Derrumbe de la convertibilidad; conciencia generalizada de la privación de justicia al paso de saqueos, víctimas y descontrol de la coacción; fractura del régimen bipartidista que se inauguró en 1983; acefalía del Poder Ejecutivo con la renuncia del presidente De la Rúa (en octubre de 2000 ya lo había hecho el vicepresidente Álvarez).

Incógnitas enormes de cara a lo que vendría. En el año 2001 se planteaba el desafío que consignó Jean Monnet, uno de los padres de la Unión Europea: “los hombres no aceptan el cambio más que en la necesidad y no ven la necesidad más que en la crisis”.

A no dudarlo, cambio hubo. Sucumbió el radicalismo, surgieron liderazgos desgajados de su tronco, el transformismo peronista ensayó otra versión exitosa tras el liderazgo del matrimonio Kirchner, triunfaron nuevos partidos con eje en la Ciudad de Buenos Aires y el país, de la mano de un aumento explosivo de los precios de nuestras commodities, salía rápidamente de aquella ciénaga en que parecía que todo se hundía.

Sobresalto del naufragio, sobresalto de la reconstrucción en un lapso muy breve: vértigo típicamente argentino. En la superficie el cambio era palmario; en la hondura de la historia, que cala en tendencias duras, la resistencia al cambio fue asimismo evidente.

En las décadas subsiguientes hasta llegar a la actualidad predominaron en el plano político dos tendencias opuestas: la tendencia hacia la hegemonía, o la tentación del mando a perpetuidad, y la tendencia hacia el faccionalismo que se cifra en la división de los partidos.

Si la primera de estas tendencias abrió curso a la experiencia kirchnerista de tres períodos presidenciales (la más larga desde 1983), la segunda flageló la representación del campo no peronista e incidió también sobre el bloque peronista-kirchnerista. Entretanto, la inclinación hegemónica condujo a la polarización y el declive faccionalista atentó contra la gobernabilidad.

¿Cómo se resolvió este intríngulis en la clave de lo que decía Jean Monnet? La necesidad impuso al cabo una réplica contraria a la dispersión. Uno y otro campo llegaron a la conclusión de que había que ensayar un régimen de coaliciones para, al menos, conquistar el poder; retenerlo era otra historia, como ocurrió con la estrepitosa caída de la Alianza en 2001.

Al fracaso de la Alianza sucedió la coalición peronista-radical del Presidente Duhalde y más tarde ese estilo se confirmó en 2015 y 2019 con Cambiemos y la presidencia de Macri, y hoy con el Frente de Todos. En la perspectiva que nos sugieren estas dos décadas, hemos pasado de una democracia de partidos a una democracia de coaliciones, a su vez productora de candidatos ganadores.

Dicho esto, cabría preguntarse cuáles han sido las consecuencias de esta trama que conjuga cambio y continuidad. Sin desconocer el acelerador negativo de la pandemia, digamos que las secuelas son desoladoras: pobreza, marginalidad, pulverización de la juventud y de la educación, incapacidad para poner en forma una economía sustentable y, junto con el aumento de la presión fiscal, el desarrollo de una malla de contención social mediante la presión de movimientos sociales concomitante con la gama de subsidios que, a modo de respuesta, otorga el Estado.

Con estos resultados, agravados por una inflación sofocante que aplica el peso de los ajustes sobre la población más vulnerable, se ha invertido en la Argentina el sentido del cambio. Del ascenso hemos transitado a la declinación; del cambio que conduce al progreso al cambio que desemboca en decadencia.

Luego de tanto andar, ha quedado pues en claro que, si bien la política se reconstituyó a los golpes y porrazos de la crisis y con ello salvó la legitimidad de origen de los gobiernos libremente elegidos, los efectos de estos arreglos, que tocan el corazón de las políticas públicas, son francamente negativos. A la vuelta de 20 años, la legitimidad de ejercicio en nuestra democracia sigue a los tumbos en procura de un rumbo constructivo.

Debido a este déficit de gobernabilidad y a los recurrentes fracasos de gestión, regresan una y otra vez los fantasmas del pasado. Es difícil asegurar que las cuatro crisis de diciembre del 2001 sean definitivamente abolidas. En verdad no lo están porque, ante la fragilidad de la legitimidad de ejercicio, las crisis acechan, amenazan, perturban las creencias sociales y siembran desconfianza.

Crisis en el pasado y potencial de crisis en el presente: ¿Podrá este régimen de coaliciones recuperar el espíritu constructivo en el trance de la acumulación de crisis? Este es el gran interrogante que tenemos de aquí en más. En tal contexto hay un aprendizaje pendiente.

Si la tentación hegemónica está por ahora en baja presa de la derrota electoral, las tendencias hacia el faccionalismo siguen gozando de buena salud. Da muestras el Gobierno, empeñado en una batalla sorda o abierta que deshace la unidad del Poder Ejecutivo, y da muestras la oposición que, por el lado de la UCR, escenificó un lamentable episodio, luego oportunamente enmendado.

Estos signos no son alentadores y requieren pronta rectificación. En línea con este interrogante, el asunto consiste en saber si la voluntad capaz de apuntalar coaliciones, o el arte de mantener unida una asociación voluntaria, podrá vencer la propensión faccionalista. Si el Gobierno fracasa en esta empresa, lo cual está por verse, es hora que la oposición entienda de qué se trata y desde ya organice su conducción.

Natalio R. Botana es politólogo e historiador. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella.


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