En los medios

Clarín
24/06/21

La “conversación entre iguales”

El profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal opinó sobre la necesidad de un diálogo más democrático y pluralista en las cuestiones sociales.

Por Roberto Gargarella


Ilustración: Daniel Roldán

Quienes pensamos al derecho en términos de una “conversación entre iguales,” nos vemos razonablemente enfrentados a preguntas como las siguientes: ¿Qué significa esa conversación? Y ¿por qué sería relevante para pensar sobre la Argentina de hoy?

La “conversación entre iguales” nos refiere a un ideal sobre lo que el derecho debería ser: un derecho cuyo contenido discutamos en conjunto, y cuyo contenido sea -por tanto- capaz de expresar nuestras necesidades y convicciones.

Se trata de un punto de mira que pretende ayudarnos a pensar mejor, y críticamente, al “derecho real” que tenemos, y a entender más acabadamente sus carencias. Veamos de qué modo ese ideal en apariencia tan abstracto puede hablarnos sobre los problemas actuales de la Argentina.

Ante todo, la “conversación entre iguales” contribuye a que reconozcamos el tipo de esclerosis que afecta a nuestro sistema institucional, en cada una de sus áreas.

Para comenzar por un lugar reconocible y relevante: el ideal señalado objeta que siempre -y también, por tanto, en tiempos de pandemia- las decisiones que afectan a todos (desde la presencialidad escolar a las principales medidas económicas) sean tomadas por uno -el Presidente o la Vice- y resueltas por unos pocos (llámense éstos expertos, epidemiólogos, o científicos), sin considerar de ningún modo relevante la opinión de cada uno de los restantes.

Por citar sólo un ejemplo: que la voz de la comunidad educativa (que incluye a estudiantes, padres, maestros) no haya tenido un papel protagónico a la hora de evaluar las dramáticas decisiones tomadas en el área, representa una abierta afrenta al ideal de la “conversación entre iguales”.

Por supuesto que cuestiones sociales tan serias no deben quedar nunca -como quedaron- en manos de elite alguna: ni las del “saber científico”, ni las del poder burocrático. Finalmente, las catastróficas decisiones tomadas en el área son un resultado esperable de un proceso decisorio arbitrario, caprichoso, excluyente y poco conversado.

Lo dicho sobre el Ejecutivo vale también -aunque con implicaciones diferentes- para el Congreso. La justificación del Congreso siempre fue -en línea con lo que exige el ideal de la “conversación entre iguales”- su capacidad para representar y expresar a la diversidad social existente: “ser la voz del pueblo”. Allí reside el sentido y valor de tener un Congreso plural y democrático: ése era el sueño de la representación plena.

Lamentablemente, sin embargo, hace muchos años que el órgano legislativo se muestra radicalmente incapaz de cumplir con su misión originaria. Pensado para una sociedad menos numerosa, dividida en pocos grupos internamente homogéneos, el Congreso se enfrenta hoy con una sociedad numerosa, multicultural, y dividida en infinidad de grupos internamente heterogéneos.

Hoy, la imposibilidad de representar y expresar la diversidad social es estructural e irreversible. El sueño de la representación plena se terminó para siempre.

Ello explica, por un lado, el tremendo desapego social que hoy existe (en nuestro país, como en tantos), hacia los legisladores (la justificada distancia que sentimos hacia nuestros representantes), a la vez que nos ayuda a entender el atractivo que ganan los ocasionales episodios de la “conversación extendida” -episodios como los que se dieron en la Argentina en el 2018, con el debate sobre el aborto; o en Chile hoy, con el debate constitucional.

En los hechos, la totalidad del esquema constitucional -la estructura de “frenos y contrapesos”- fue pensada para canalizar y evitar la guerra civil, y no para promover el diálogo. En nada sorprende, por tanto, la falta de ductilidad de ese sistema para favorecer la “conversación entre iguales”.

Por ello es que las decisiones del Poder Judicial -la rama del poder, en términos relativos, menos democrática- generan, razonablemente, más resistencia, cuando pretenden tomar el lugar de las decisiones colectivas; a la vez que ganan sentido y valor cuando custodian o contribuyen a definir las reglas de juego de la “conversación colectiva”.

Por ejemplo: los jueces no hacen bien si quieren determinar por sí el contenido de la política sanitaria o económica, pero se orientan a hacer lo que deben cuando señalan quién está habilitado y quién no, para definir esa política sanitaria (i.e., no la Nación, sí la CABA); o tomar tal medida económica (i.e., para el caso de la 125 o una expropiación, no el Presidente o un Secretario de Estado, pero sí el Congreso).

Frente a las exigencias de la “conversación entre iguales”, nuestro tiempo nos ofrece una mala noticia y una buena.

La mala noticia se advierte en lo ya expresado: debemos aceptar que nuestro sistema político-institucional padece de una degradación extrema, y a la vez irrecuperable. La buena noticia es que los procesos de toma de decisiones más democráticos, dialogados e inclusivos ya no forman parte de la utopía: se trata de alternativas posibles y al alcance de la mano, que pueden ser promovidas y activadas en la medida en que lo queramos.

Deberemos enfrentar, eso sí, las resistencias que, sin duda, impondrán las viejas elites partidarias, económicas y burocráticas. No es poco, pero vale la pena: una salida democrática para este laberinto de arbitrariedades y abusos.

Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional (UTDT-UBA)


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