En los medios

Clarín
19/06/21

Mundos íntimos. Soy hijo de una militante de los 70: tuve que dejar mi barrio para vivir parte de la infancia en la semiclandestinidad

El director del Licip y profesor del MBA escribió sobre su experiencia como hijo de una militante política en los años de la dictadura.

Por Ernesto Schargrodsky


Regreso. Como una forma de honrar otros tiempos, Ernesto Schargrodsky quiso visitar la canchita donde jugaba de chico. Foto Fernando de la Orden

¿Qué habría pasado si en 1977 no nos hubiésemos mudado de La Boca? ¿Habrían secuestrado a mi mamá?

                                                                            ***

Leo en una nota de Clarín de 2016 que Catalinas Sur es el mejor lugar de Buenos Aires para criarse. Los que crecimos ahí lo sabemos. No sé si por vivir como en un pueblo donde todos se conocían, aún adentro de la gran ciudad. O por la libertad de un espacio sin calles que cruzar en el que podíamos jugar solos. O si, simplemente, la mayoría siente de esa manera el lugar de su infancia.

Ahí nací en 1967, en un tres ambientes del monoblock 19 donde vivía con mis padres, mi hermana Laura y Elsa, nuestra empleada doméstica. Nuestro único lujo era una vista directa a la Bombonera, luego sacrificada cuando nos mudamos al edificio 18 (un maleficio gallina me condenó décadas después a que mi oficina tuviera vista directa al Monumental).

Campeones. Ernesto Schargrodsky (de pie, primero a la derecha), su papá (primer hombre a la izq.) y sus compañeros festejan el triunfo en un torneo del barrio de Catalinas Sur.

Campeones. Ernesto Schargrodsky (de pie, primero a la derecha), su papá (primer hombre a la izq.) y sus compañeros festejan el triunfo en un torneo del barrio de Catalinas Sur.

De chico pasaba semanas enteras sin salir de Catalinas, salvo para ir con mi papá a la cancha. Ni siquiera tenía que salir para ir al colegio. En el medio de los monoblocks hay una escuela pública donada por Carlos Della Penna, que lleva su nombre. Soy uno de los alumnos que inauguró el edificio en 1971 cuando empecé sala de 4 (no sería la última vez que mi vida se cruzaría con la filantropía de inmigrantes italianos). Y ahí comencé la primaria con mis compañeros Mario, Ramiro, Fernando, Fabiana, Alejandra, Pablo, Eduardo, entre otros, aunque no todos estuvieron desde primer grado.

De a poco la política se fue colando en mi vida. En el 73 aprendí de algún amigo a hacer la V con los dedos. En el 74 me acuerdo de estar jugando en la actual plaza Islas Malvinas (no recuerdo si tuvo un nombre anterior, seguro éste se lo pusieron después de la guerra), frente al frigorífico Pampa, y que la mamá de Mario nos gritase por la ventana que mejor cada uno se fuera a su casa porque había muerto Perón. También recuerdo a mi maestra Alicia llorarlo en clase, con esa impresión que nos causa a los chicos ver las lágrimas de los grandes.

En ese año mi vieja, que hacía unos años se había separado de mi papá, volvió a casarse (sin papeles; en Argentina todavía no había divorcio) y su marido, Juan José, vino a vivir con nosotros. Ambos militaban en el PCR, que en esa época no era todavía un test de detección de virus, sino el maoísta Partido Comunista Revolucionario.

Que yo sepa, el papá de Fernando y mi mamá eran los únicos padres de nuestro grado con militancia política. Contribuían, cada cual a su modo, al bienestar de la escuela. Cuando había excursiones, él, que era sindicalista, nos conseguía gratis los micros de su gremio. Mi mamá, médica, cuidaba lo sanitario: una vez llegó a hacer una llamada anónima a la escuela para avisar que teníamos piojos porque a mi hermana le daba vergüenza que mandase una nota.

Mientras tanto seguía transcurriendo mi vida en Catalinas con sus rutinas: ir a la escuela, almorzar y salir rápido a jugar a la pelota, andar en bicicleta, treparse a los árboles y juntar figuritas, hasta volver a casa para tomar la merienda y ver los dibujitos de la tarde. En los veranos íbamos con mis amigos a tirarnos del gran trampolín de la pileta de Boca o a la colonia de la Ciudad Deportiva.

Esa infancia en Catalinas se empezó a oscurecer el 24 de marzo de 1976, cuando mi mamá nos despertó a la madrugada y nos explicó que había habido un golpe de estado y que, por las dudas, teníamos que ir a la casa de mi papá, donde vivía con su esposa Carmen y mi hermana Cecilia. Me acuerdo de ver pasar, a través de las celosías, unos tanques por la esquina de Directorio y Hortiguera, y de que Carmen me dijera que no me preocupase, pero que no abriera las persianas. Allí pasamos unos cuatro o cinco días hasta que volvimos a Catalinas.

Otra época. Ernesto Schargrodsky, de niño, con su mamá y su hermana mayor un tiempo antes de la mudanza.

Otra época. Ernesto Schargrodsky, de niño, con su mamá y su hermana mayor un tiempo antes de la mudanza.

En esos primeros días del golpe secuestraron a César Gody Alvarez, dirigente del PCR, que conocía nuestra casa. En 2007, el Equipo de Antropología Forense reconoció su cadáver luego de que lo exhumaran como NN en el cementerio de Merlo con signos de torturas y quemaduras, sin manos y con un balazo en la cabeza. Nunca cantó nuestra dirección.

En agosto del 76 secuestraron en Tucumán a Angel Manfredi, miembro del Comité Central del PCR. Mi vieja me cuenta ahora que nuestro departamento era su casa “de bajada”, es decir, el primer lugar al que él se dirigía cuando venía a Buenos Aires y donde luego se enteraba de las reuniones a las que tenía que ir. No lo recuerdo personalmente, pero debía ser alguna de las personas que cada tanto llegaba tarde a la noche a mi casa y se quedaba a dormir en el living. Leo que Manfredi fue detenido y torturado en el centro clandestino Los Arsenales y que sus restos fueron identificados en el Pozo de Vargas. Como en el caso de Alvarez, mi mamá se enteró del secuestro varias semanas después, por lo que, según me cuenta ahora, evaluaron que ya no era necesario rajarse. Manfredi nunca dio nuestra dirección.

También en el 76 secuestraron a mi tío abuelo David y a su hijo Gabriel. Y después de torturas y simulacros de fusilamiento, los soltaron. Gabriel se exilió en Barcelona. David, aparentemente sano antes de su secuestro, desarrolló un cáncer fulminante y murió pocas semanas después. Mi mamá me explicó un día de septiembre que estaba muy triste porque habían muerto su tío David y Mao Tse Tung. También me contó que con mi tío Luis Carlos habían llamado a mi abuela Fanny, que vivía en Berlín Oriental, para avisarle de la muerte de su hermano.

Mientras tanto, mi vida seguía transcurriendo en el barrio, con su cotidianeidad de escuela, plaza, pelota, figuritas y bicicleta. Con alegrías, como ver por primera vez salir campeón a Boca. O como cuando, durante el festejo por ganar una competencia de preguntas y respuestas del Rotary Club, Alejandra -bautizada la Bubulina por mi tío, que sabía que me gustaba- aceptó ser mi fugaz primera novia.

Pero junto con esas alegrías, mi vieja nos advertía cada tanto que quizás nos íbamos a tener que mudar. También se hablaba de irnos a Venezuela, por entonces democrática. Pero parece que la orden del PCR era quedarse en Argentina. Empecé a tener mucho miedo por mi mamá cada vez que volvía tarde. Recuerdo una noche en que estábamos solos con mi hermana y mi vieja no llegaba y no llegaba. Con miedo le tocamos el timbre a una vecina y nos invitó a cenar. Como era la maestra de italiano de la escuela, llevamos un disco de casa para que nos lo tradujera. Cuando llegó mi mamá nos explicó que se había atrasado, nada más, pero que no tendríamos que haber llevado ese disco porque era “de izquierda”. Otro día discutí con mi amigo Mario porque él me decía que un diario se llamaba “Última Hora” y yo le decía que era “Nueva Hora”. Los dos teníamos razón. “Ultima Hora” era una versión vespertina de Crónica y “Nueva Hora” era el periódico del PCR, que mi vieja solía quemar misteriosamente en nuestro baño. Recuerdo mi miedo a haberme mandado una cagada cuando le conté a mi mamá esa discusión.

Y finalmente un día, algo después de las vacaciones de invierno del 77, mi vieja nos anunció que nos teníamos que mudar. Nos fuimos a un departamento en Alberdi y Miró, en Caballito, que siempre recordaré horrible, pero en Catalinas mentimos que nos mudamos a Villa Luro para cuidar de una tía ficticia del marido de mi mamá. Cuando ahora consulto a mi vieja para escribir esta nota, me explica que ningún nuevo secuestro cercano disparó finalmente la mudanza sino que, al ver que la mayoría de los secuestrados seguían desaparecidos sin luego “aparecer” como detenidos, habían terminado de entender la gravedad de la situación.

Como faltaba poco, igual terminamos el año escolar en el Della Penna. Me imagino ahora la angustia de mi vieja entre lo riesgoso de que, aún mudados, siguiéramos yendo un tiempo a la misma escuela y lo difícil para nosotros de un cambio antes del fin de las clases. También podía resultar sospechoso, en esa época, pedir un pase de colegio tan a fin de año y quizás requiriera informar en la escuela vieja cuál sería la escuela de destino.

La elección de Villa Luro fue a propósito porque ahí llegaba el colectivo 86, que pasaba primero por Caballito. Así no resultaría sospechoso que mis amigos me lo vieran tomar. Me aprendí de memoria esa dirección ficticia. Por un par de meses (nadie en mi familia logra recordar la fecha exacta de la mudanza) nos despertábamos bien temprano a la mañana con mi hermana para ir solos a la escuela en el 86. Algunos días volvía con ella apenas terminaba el turno. Otras veces, almorzaba en la escuela para quedarme a jugar a la tarde. Lo feo de esos días era cuando cada chico se iba a su casa a tomar la merienda y yo me quedaba esperando que alguien me invitase. Era rarísimo no tener más mi casa ahí, y después era triste y largo el viaje de vuelta en colectivo.

En diciembre terminaron las clases. En vez de ir a la pileta de Boca, me anotaron en las “Vacaciones Alegres” -irónicamente así se llamaba la colonia de Ferro, mi nuevo club. Sólo conocían la dirección de mi nueva casa mi papá, que no aceptó no saberla, y Elsa, al tanto de todo y entrenada por mi mamá para la clandestinidad (empatame esa, Cuarón). También venían a casa los dos hijos de Juan José. Me imagino los dilemas cruzados entre las familias ensambladas y la clandestinidad. Por un lado, mi viejo, que había dejado la militancia junto con su primer matrimonio y quería saber dónde vivían sus hijos. Y por el otro, el riesgo para él (y por tanto para su esposa y mis hermanas –a Cecilia se había sumado María) de venir a buscarnos a la nueva casa. A la vez, era peligroso para mi mamá que mi viejo conociera nuestra dirección (para chuparla a ella, lo podrían buscar a él), pero imposible negársela.

A Catalinas seguía yendo algunas tardes a jugar con mis amigos. En una de esas visitas, me enteré por otro amigo de que habían secuestrado al papá de Fernando. Mi mamá se sobresaltó cuando volví a casa y se lo conté. Años después leo que Eustaquio Peralta, que así se llamaba, era el secretario adjunto del Sindicato de Obreros Marítimos Unidos y que lo agarraron el 28 de diciembre de 1977 saliendo de Catalinas rumbo al puerto. No sé si es lo que pensé en ese momento o lo que reconstruí después, pero su desaparición me ayudó a justificar a mi vieja por habernos mudado. Esa fue la prueba de que el peligro era real.

De esa época, no recuerdo bronca ni reproches a mi mamá. Recuerdo miedo. Miedo si ella se demoraba, miedo a que no volviera. Me la pasaba imaginando una tecnología que me permitiese ver en un mapa en dónde estaba ella en cada momento. En aquel entonces era pura fantasía, pero ahora la condición para que mis hijos menores salgan solos es que tengan en su celular la aplicación Life360, que nos permite a mi mujer y a mí monitorearlos por toda la ciudad.

Cuando en marzo del 78 empecé sexto en la escuela República Oriental del Uruguay, era el “nuevo” del grado. De a poco me fui haciendo nuevos amigos, aunque no podía invitar a nadie a mi casa. En la escuela estaba anotado con la dirección de mis abuelos paternos, la que figuraba en mis documentos y me había aprendido de memoria. Al volver del colegio, en algún momento me tenía que separar de mis compañeros para caminar solo las últimas cuadras. El único chico con el cual jugaba en la nueva casa era Germán, el hijo de Juan José de mi misma edad y con quien hacíamos larguísimos partidos de T.E.G. hasta conquistar el mundo. Entre todo eso, al menos disfruté el Mundial en la cancha con mi viejo, final incluida, aún con la ambivalencia de mi vieja diciéndome que el triunfo fortalecía a la dictadura, mientras me mostraba unas calcomanías de protesta que su partido pegaba en los baños.

En el 80 entré al Pellegrini. Todavía eran años de miedo, disciplina, uniforme y pelo corto. Encontré compañeros de una intersección de mundos muy diversos, pero a ninguno del Della Penna. Todavía nadie podía venir a mi casa. Pero extrañaba mucho menos Catalinas, y también empecé a tener amigos de Ferro. Y cuando mi mamá nos preguntó si queríamos volver a La Boca, con mi hermana le dijimos que ya no. Entonces dejamos ese departamento transitorio y nos mudamos, ya en forma permanente, a una casa sobre la avenida Alberdi. Por primera vez vivía en una casa con teléfono, pero todavía no le podía dar el número a nadie.

En 1982, después de Malvinas, mi hermana intentó afiliarme al PCR pero resistí. Aunque muy joven, no compartía sus ideas, pero sobre todo desconfiaba de la obediencia de formar parte de un partido político. Mi vieja no se metió. Pero me gustaba ir con mis amigos del Pellegrini a todos los actos, desde las marchas de Derechos Humanos hasta los de la campaña electoral del 83, como cuando Bittel en Vélez -entre la liberación o la dependencia- eligió la dependencia, el acto de Alfonsín en Ferro y los dos cierres de campaña en la 9 de Julio, quema de cajón incluida. También empecé a participar, siempre como independiente, en el centro de estudiantes. El 30 de octubre me alegré con mi viejo por el triunfo de Alfonsín, sin comprender cómo mi vieja y su partido habían apoyado a Luder. Al otro día, el vicerrector más temido y odiado del Pellegrini, Guerra, nos reunió en el patio del colegio para darnos un discurso prodemocracia. Los alumnos de 6to. comenzaron a murmurar: “El camaleón, mamá, el camaleón, cambia de colores según la ocasión”. El canto se generalizó y terminamos todos gritándoselo en la cara a Guerra, que tuvo que interrumpir su discurso. Desde esos días me siento parte de una generación que no busca la revolución sino la democracia.

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Nunca supimos que hubieran ido a buscar a mi mamá a Catalinas. Y yo no me encontré con ningún excompañero del Della Penna durante todo el colegio secundario. En mis 20, se me llenaron los ojos de lágrimas en Cabo Polonio cuando reconocí a la hermana de Ramiro y me contó que había muerto en un accidente. Luego, en un Ferro-Boca que ganamos 1-0 de visitantes con gol de Apud, un grandote con voz gruesa se me acercó en el entretiempo. Era Mario, que me había reconocido. También por esa época, la novia de un amigo me presentó a una chica que resultó ser mi compañerita Fabiana (y poco después supe que falleció de un cáncer). Y antes de irme al doctorado a Harvard, me crucé en un largo viaje en micro a Rio de Janeiro con Eduardo. No me acuerdo si en alguno de estos encuentros conté la verdad de por qué nos habíamos tenido que mudar de Catalinas.

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Inspirado por el libro de un amigo que estuvo exiliado, en 2019 pensé en escribir esta nota. De los hijos de los 70, creo que primero escribieron los hijos de los desaparecidos y después los hijos de los exiliados. Quizás la urgencia por la escritura es proporcional al tamaño del trauma y nosotros la sacamos muy barata. A fin de cuentas no nos pasó nada, sólo la mudanza forzada y la clandestinidad. Sí me quedaron algunos TOCs de los que se ríe mi esposa: siempre evito dar mis datos personales y, cuando me subo a un taxi, en lugar de darle al chofer la dirección de destino, para su fastidio voy marcándole de a poco el camino. Me quedó también un rito de melancolía: busco con la vista los monoblocks de Catalinas Sur cada vez que estoy en un edificio alto del centro.

Después de más de 40 años sin verlo, un día lo busqué a Fernando por las redes sociales. Nos juntamos a tomar un café y lo encontré muy parecido a como lo recordaba: un buen tipo, simpático, su misma cara pero más gordo. Me contó poco sobre la desaparición de su viejo, que los primeros años después del secuestro habían sido muy duros, incluso económicamente. Casado, sin hijos, estuvo en política, pero no tanto. No estudió. Fernando seguía viendo cada tanto a Eduardo y a Pablo, y aunque no eran mis más amigos del grado, me invitaron a una de sus cenas. Eduardo estudió sistemas, tiene un hijo, está separado y nunca se mudó de Catalinas. Ahora vive, para mi envidia, justo en el monoblock 18 donde vivíamos nosotros. Pablo es quizás quien tiene una vida más parecida a la mía. Vive cerca de mi casa, está casado, tiene tres hijos y una casa de fin de semana como la que yo tengo. Cuando les pregunté qué me perdí al no terminar la primaria en el Della Penna, me contaron riéndose del día en que a Fernando casi lo expulsan por revolearle un copo de leche por la ventana de la escuela a un señor que pasaba y del viaje de egresados de un día a la isla Martín García.

Como Fernando estaba trabajando en Boca, hasta la pandemia me lo empecé a cruzar yendo a la Bombonera con mis chicos. Y durante la cuarentena, cada tanto nos mandamos algún mensaje. La última vez fue el 24 de marzo de 2021, cuando me mandó una foto plantando un árbol en homenaje a su viejo en la plaza Islas Malvinas de Catalinas. Días después supe que estaba en terapia intensiva con coronavirus y luego la terrible noticia de su muerte. No llegó a vacunarse.

Mi vieja ya tiene las dos dosis y a su marido le acaban de dar la segunda. Supongo que pronto van a empezar a salir de vuelta, aunque él está en silla de ruedas. Y, como son grandes y se pueden desorientar, ya le dije a mi hermana que, sin que se den cuenta, les tenemos que instalar de prepo el Life360 en el celular. Así voy a poder saber siempre dónde está mamá.
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Ernesto Schargrodsky es economista. Realizó su doctorado en la Universidad de Harvard. Es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, de la que fue rector (2011-2019) y antes decano de la Escuela de Negocios (2006-2011). Es investigador del CONICET y miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y de la Econometric Society. Fue profesor e investigador visitante en Stanford y Harvard. Sus áreas de investigación son el desarrollo económico y la economía del delito. Casado, tiene tres hijos varones. Disfruta de viajar, y sufre con Boca y el país.


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