En los medios

Clarín
25/01/21

El estallido del momento reaccionario

El profesor emérito del Dpto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales detalló los principales aspectos de la crisis de la tradición republicana en Estados Unidos.

Por Natalio R. Botana


Ilustración: Mariano Vior

El 20 de enero de 1997, el senador John Warner, maestro de ceremonias de la toma de posesión del presidente Clinton, afirmó que los EE.UU. conformaban “la más vieja e ininterrumpida democracia republicana del mundo”. El miércoles pasado, la ceremonia se repitió con la solemnidad debida, en una ciudad de Washington vacía por la pandemia y militarizada para contener la agresión de los violentos.

No es necesario comentar de nuevo la escena que registró la televisión. Aquello que jamás se imaginaba, estalló; pero el acontecimiento de las turbas azuzadas por Trump, no cobra su real dimensión si no atendemos al comentario de aquel senador hace 24 años. Entonces, la pacífica y festiva transmisión del mando representaba la virtud duradera de una democracia republicana (el mismo concepto que nosotros empleamos para aludir a un frágil proyecto cívico) que manifestaba una legitimidad abonada por la tradición.

En estos días, daría la impresión de que esa creencia bascula, aunque no es una novedad si revisamos la historia.

La tradición republicana en los EE.UU. no supone una navegación sin sobresaltos. Todo lo contrario pues para conservarla hubo que dar cara a toda clase de conflictos.

En ese turbulento desarrollo sufrieron los estadounidenses el estigma de la esclavitud y el exterminio de las poblaciones indígenas, padecieron una cruenta guerra civil y el asesinato de presidentes y líderes sociales, se lanzaron a una aventura imperial, destronaron a nazis, fascistas y comunistas, atravesaron las persecuciones ideológicas del macartismo, sufrieron derrotas militares, soportaron crisis económicas y, pese a esas inclemencias, atrajeron a millones de inmigrantes mientras transformaban su sociedad y al planeta con sucesivas revoluciones industriales.

Aquella bien ganada estabilidad no debe por tanto dejar de lado un contrapunto entre el orden republicano y una dinámica en la cual chocan la razón reformista y la pasión reaccionaria. Este choque es el que afrontan el presidente Biden y el partido Demócrata, ahora en control de ambas cámaras del Congreso.

Excuso repetir lo que venimos diciendo desde que asumió la presidencia: Trump fue un emergente y un agente disruptivo. Encarnó el sordo momento reaccionario de unos sectores sociales que experimentaban un deterioro de su estatus mediante una polarización extrema; instaló así otra versión de la dialéctica amigo-enemigo y configuró un movimiento deslegitimante que creció en intensidad.

A la violencia de la palabra sucedió la violencia de los hechos. Nosotros conocemos algunos rasgos de este estilo: CFK no entregó en 2015 los símbolos del mando y Trump no concurrió a la inauguración de Biden. No hubo auto indulto, pero sí una despedida en que esbozó su deseo de continuar el combate. Volveremos, dijo: la voluntad deslegitimante podría entonces prolongarse.

No obstante, será difícil para Trump permanecer en el centro de la escena. No solo porque hay un nuevo gobierno en funciones sino por los juicios —político y ordinarios— que se avecinan. Los EE.UU. siempre demostraron que la república es un régimen que, en grados variables, reclama el consenso y aplica la coerción legal debido a la excelencia de un sistema judicial que contrasta con nuestros procesos blandos y laberínticos.

A su vez, el consenso es una partida que Biden debe ganar. En su discurso inaugural el flamante presidente llamó a la unidad, combinando la piedad hacia los muertos por la pandemia con la esperanza fundada en el pasado de que esta crisis, como tantas otras, será superada.

Las invocaciones a la verdad volvieron a resonar sobre el trasfondo de un temblor en los valores básicos de la democracia republicana y de una abdicación hacia ellos en un buen número de legisladores.

Este es un drama típico de los autoritarismos del siglo XX que hoy se actualiza: millones de sufragios a favor de un carisma de ruptura y una porción de la dirigencia que renuncia a defender un histórico pacto constitucional. En el Capitolio asediado, esos tribunos del extremismo apoyaban indirectamente la acción subversiva.

A simple vista, parecería que Von Papen, el conservador que apoyó a Hitler y le dio mayoría en el Parlamento, hubiese vuelto al ruedo. En rigor, conviene no exagerar porque sin duda en esta comparación sobresale una diferencia fundamental: en Alemania el tirano prosperó; en los EE.UU. prevalecieron las instituciones republicanas.

A partir de esa reafirmación de valores se abren varios caminos. El partido Republicano tiene por delante el desafío de prescindir de un liderazgo contestatario y de volver al carril de un conservadurismo moderado; por ahora, de no aclararse ese rumbo, se podría poner en cuestión un clásico bipartidismo.

Por otra parte es evidente que la democracia republicana enfrenta nuevos desafíos, acaso un declive. Tal declive, como vengo apuntando desde hace dos largas décadas, responde a un déficit interno; viene de adentro porque denota la presencia de movimientos de intención hegemónica que impugnan los sistemas establecidos de representación partidaria.

Esta circunstancia recorre parte de la geografía de la democracia, se la engloba bajo el concepto ómnibus de populismo y se intensifica en elecciones cruciales.

Como se ha comprobado en los EE.UU. y también entre nosotros, la alternancia pacífica entre gobierno y oposición se transforma en un combate que pone en juego los fundamentos del régimen democrático: no compiten proyectos de gobierno alternativos que reconocen un marco común de convivencia, sino proyectos de regímenes alternativos que proponen la exclusión del contrario.

La democracia republicana requiere, por consiguiente, inclinar hacia arriba ese declive. Será una tarea ardua que demanda un “nuevo trato”, como anunció Franklin D. Roosevelt hará pronto 90 años, y que por cierto no se agota en la mera enunciación de fines deseables.

La inteligencia para seleccionar los medios conducentes para satisfacer dichos fines, será pues determinante. Algunos países más pequeños ya lo han hecho; es hora de que este reto lo levanten naciones grandes y medianas,

Natalio R. Botana es Politólogo e historiador. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella.


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