En los medios

Cenital
19/09/20

¿Por qué no soy un meritócrata?

El profesor del Área de Educación de la Escuela de Gobierno e investigador asociado del CEPE reflexionó en torno al concepto de meritocracia.

Por Mariano Narodowski


Comencemos con un ejemplo.

Un caso exitoso de meritocracia argentina es el CONICET: tiene un mecanismo de selección al que solo accede una élite científica y no necesariamente los que más se esfuerzan. Así, los recursos para la investigación y la tecnología rinden los mejores resultados. Yo mismo doy fe de ello: intenté ingresar al CONICET y no fui seleccionado a pesar de mis enormes esfuerzos por contribuir con libros y artículos científicos al conocimiento pedagógico. Y no estuvo mal, porque los que ingresaron seguramente eran mejores que yo. La excelencia no se negocia.

La meritocracia, entonces, no es otra cosa que una forma de organización de la sociedad que adjudica más recursos (materiales o simbólicos) a los que hacen algo mejor que los demás; no a los mejores (eso es una aristocracia) sino a los que generan mejores resultados. La meritocracia no reconoce el esfuerzo sino sus efectos. Con menores esfuerzos y mejores resultados, mayor va a ser la recompensa.

En una sociedad democrática, la meritocracia reconoce una contribución al aumento de la riqueza y al mejoramiento de las condiciones de vida -material, cultural, simbólica- a la sociedad en su conjunto o al propio individuo. Pero su gran problema es que el esfuerzo puede ser un modo de obtener mejores resultados, pero no el único. Por ejemplo, los que nacen en un hogar con menores problemas económicos y mayor nivel educativo tienen más chances de conseguir mejores resultados que los que, producto de la suerte,  les tocó nacer en la pobreza. Esto es un inconveniente para la democracia: el mérito individual finalmente está asociado al azar, a la suerte de donde te tocó nacer. Un hogar de Recoleta o de Caballito con padres profesionales universitarios, biblioteca y vacaciones ofrece más chances que nacer en el Bajo Flores.

Esto es la gran falla de la meritocracia: ser mejor no es para cualquiera sino, mayoritariamente, para los suertudos beneficiados por la lotería del nacimiento. Los mejores son los habilitados por su origen para llegar a ser mejores. 

La cura para esta falla es la equidad: asignar más recursos a quienes consiguen los peores resultados por estar en las peores situaciones sociales causadas por el azar. Alguien podrá reprocharme que los pobres no lo son por azar sino por sus propias decisiones de vida. Si bien no acuerdo, dejo la discusión para otro momento para centrarme en una idea incontestable incluso para el más libertario de los libertarios: los chicos de familias pobres no tuvieron la oportunidad de decidir ser pobres (nadie elige dónde nacer) por lo que la equidad debe aplicarse al menos a ellos sin ningún margen de duda. 

La equidad, al contrario de la meritocracia, sí implica valorar el esfuerzo de las personas y asignarles recursos aun sabiendo que es probable que no consigan buenos resultados. La educación pública gratuita y obligatoria es la mayor tecnología social pro-equidad jamás creada: ahí sí se reconoce el esfuerzo, muchas veces por sobre el mérito. 

La equidad es más efectiva que la beneficencia porque ella difícilmente deje de reproducir los privilegios obtenidos por el azar de haber nacido en mejores condiciones. Excepto Francisco de Asís y pocos más, los benefactores van a donar una cantidad que no ponga en juego su posición privilegiada. Eso no impugna a la beneficencia, sino que la sitúa como mecanismo compensatorio pero que no evita la reproducción de la pobreza.

La decisión por la equidad no solo responde a un principio moral o de derechos sino también a la consolidación de una mejor meritocracia, aunque no lo parezca. Si las clases favorecidas se convencen de que nadie de afuera podrá competirles, se achanchan y generan una cultura rentista, de acomodo, clientelar, de cuña, contactos familiares, escolares, de vecindad, de apellido y de beneficios heredados. Este rentismo, patrimonialismo y nepotismo típicos de la Argentina  estatal y privada retrasa el desarrollo  y en ese caso sí aplica bien lo que dijo el presidente Fernández: el más tonto de los ricos tiene más posibilidades de progreso que el más inteligente de los pobres, a causa –completo la idea yo- de haber nacido en una familia rica. 

Al contrario, la equidad sostenida en el tiempo hace surgir más y mejores talentos que desafían a los antiguos poseedores del mérito y amplían los márgenes de debates como este. Los recién llegados al mérito, como mi caso, suelen ser vituperados por los viejos núcleos rentistas por su falta de modales, de apellido, de roce o de clase, o por aportar ideas nuevas y disruptivas. ¿Y a este quién lo conoce? Si se trata de una recién llegada mujer, el conflicto es mayor aún. Pero esa nueva meritocracia “grasa” pero mejor, irremediablemente va a ir ocupando lugares de mérito hasta que una nueva y mejor grasada los (nos) cuestione. Ese es el ideal de una sociedad abierta, plural y democrática donde nadie tiene la vaca atada.

A mi, que me fue bastante bien y que a pesar del CONICET tengo reconocimiento material y simbólico de la sociedad, tal vez me convendría ser un meritócrata anti equidad, como tantos otros de los que estamos en la mitad de arriba de la pirámide social. Pero ese razonamiento además de mezquino puede volverse en contra: congelar lo que hay nos hace disputar una torta más pequeña que, como se ve en la Argentina, también se va  achicando para los que nos fue bien y ahí sálvese quien pueda. Por eso propongo que dejemos de lado esta idea de la meritocracia aplanada: si no es por solidaridad que sea al menos por conveniencia.

Como igualitarista defiendo un punto de equilibrio razonable y productivo entre equidad y meritocracia. El problema en la Argentina es la forzosa situación de tensión entre ambos, lo que los economistas llaman trade off. Los recursos para la equidad sacrifican los recursos para el mérito pero la equidad necesita los recursos que produce la meritocracia y la meritocracia será más efectiva con los efectos de la equidad. No hay escapatoria.

Por eso, la Argentina exige un equilibrio consensuado entre meritocracia y equidad. Necesita meritocracia en el Estado y en el sector privado para reconocer profesionales del más alto nivel y así sostener el desarrollo y la excelencia y a la vez aplicar recursos a los vulnerados por el azar para igualar oportunidades, romper el círculo vicioso de la reproducción intergeneracional de la pobreza y ampliar las opciones de desarrollo.

Propongo respetuosamente revisar la frase del presidente Fernández que suscitó estas líneas: lo que nos hace evolucionar es el mérito pero también, como dijo, el “garantizar condiciones para el desarrollo a los más pobres”; no “las mismas que a los ricos” –como afirmó el Presidente– sino mejores.