En los medios

Revista Ñ
22/07/20

En busca de la inmunidad de los cuerpos (y las cabezas)

La profesora de la Cátedra de Comprensión de textos y escritura reflexionó sobre el significado del concepto de inmunidad y la necesidad de resignificarlo en tiempos de la pandemia.

Por Solange Camauër


La inmunidad de los cuerpos. Una mujer ordena unos maniquís, este miércoles en San Salvador (El Salvador). Los casos de COVID-19 se dispararon más de un 200 % en El Salvador desde mediados de junio pasado, cuando el Gobierno implementó la primera fase de su plan de reactivación económica. Foto: EFE/Rodrigo Sura

En tiempos de pandemia, la noción de “inmunidad” debe ser urgentemente resignificada.

La raíz latina de la palabra “inmunidad” implica, al menos, dos significados: “exento” o “libre de algún mal” (por ejemplo, Plinio en el siglo I d.C., relacionaba immūnis con el padecimiento y dijo que si se enjuagan los dientes con sangre de tortuga tres veces al año estos quedarían exentos de dolor) y “defender desde dentro” (término militar).

La inmunología, en tanto rama de las ciencias biomédicas, estudia los mecanismos que defienden al cuerpo de elementos potencialmente dañinos. El cuerpo, que cuenta con distintos sistemas inmunitarios, puede “defenderse desde adentro” mediante, por ejemplo, barreras naturales (piel), reacciones (alergias, inflamaciones) o células específicas (las células NK, por ejemplo, son células asesinas naturales); mediante estos mecanismos, supuestamente, quedaríamos “exentos” de peligro y dolor. Aunque tal vez, y paradójicamente, buscamos defendernos y eliminar aquello mismo de lo que estamos hechos.

El concepto de “inmunidad” no se limita a la medicina y contamina el campo de la antropología. El filósofo alemán Peter Sloterdijk, por caso, coloca en el centro de su reflexión en torno al hombre, el concepto de inmunidad. El humano, constitutivamente desvalido, no cuenta con sistemas naturales de adaptación al ambiente (garras para la defensa, pelaje para el frío, velocidad para la huida, fuerza suficiente, etcétera) y para aumentar su inmunidad, sus chances de supervivencia, se crea una “segunda naturaleza” mediante sistemas protectores artificiales que van desde herramientas y construcciones climatizadas con las que domina el entorno, hasta sistemas simbólicos –narraciones, teorías– para optimizar sus características psicofísicas y, a la vez, amansar sus impulsos agresivos. La cultura forma una especie de invernadero o incubadora técnica y semiótica que pretende anular el exterior humanizándolo; las prácticas que se realizan dentro de la esfera cultural son prácticas psico–socio– inmunológicas que para defender al sujeto expulsan a la naturaleza. Ilusiones, claro está, que el Covid-19 frustra.

El panorama médico y antropológico basado en la noción de inmunidad se funda, sencillamente, en la guerra, en lo que se debe expulsar, dominar, defender y, finalmente, matar. Las metáforas de la “guerra” (defensa-ataque, lucha, combate, enemigo, aliado, conquista, derrota, etc.) con las que políticos, periodistas e infectólogos explican la relación humano-virus, si no tienen aviesa intencionalidad administrativa gubernamental (paralizar a la población mediante el miedo a la muerte), al menos desconocen la constitución propia del virus, de los humanos, y de su forma de ser en el mundo con lo otro.

Suponer que el virus es nuestro “enemigo” implicaría aceptar que debemos luchar contra un ejército ordenado y jerarquizado que responde a planes tácticos y estratégicos cuya intención es conquistarnos y matarnos. Cómico. Los virus son invisibles pero no astutos o esclarecidos como deberían ser, por ejemplo, ministros y diplomáticos, incluso los presidentes. Pero los virus son materia orgánica aunque ni siquiera pueden ser considerados completamente vivos ya que sólo subsisten a expensas de un huésped. El virus ni siquiera alcanza la complejidad de una célula si bien es un medio de transferencia horizontal de genes que hace posible la diversidad genética y promueve la evolución biológica. Los virus no se oponen al humano, son otra forma –espectral– de vida pero que horroriza al hombre porque se autopercibe excepcional respecto del resto de los seres, y así combate y lucha en su afán archidefensivo.

El peligro de esa lucha es, sin embargo, suicida. Si tenemos en cuenta que nosotros mismos estamos hechos y dependemos de bacterias vivas querer exterminar todo microorganismo en nosotros es provocarnos la muerte. Por ejemplo, la flora intestinal –unas 100 billones de bacterias que pueden pesar hasta un kilo– funciona como un órgano más en nuestros cuerpos.

El otro contrasentido inmunitario es que, en última instancia, no sólo el virus es el enemigo sino los portadores del mismo; esto es, nuestros vecinos, nuestros familiares, los niños, inclusive nuestras propias manos. La radicalización del paradigma inmunitario, llevaría a la guerra civil o a la automutilación.

Un peligro como el Covid-19 no se combate con las estrategias de la guerra sino con las del cuidado justo y la protección mutua que consiste en alianzas y consideración a la diversidad de lo viviente que constituye el fondo común de la existencia. Cuando Tarrou, personaje de La peste de Albert Camus, le pregunta al doctor si conoce el camino de la paz, el médico le contesta: “Sí, la simpatía” y ambos se encaminan al mar porque “después de todo, es tonto no vivir más que la peste” (y exterminar-nos en una guerra a muerte).

Solange Camauër es doctora en filosofía y escritora