En los medios

Clarin.com
9/06/20

Ni infectadura ni concentración de poder: sólo más democracia

El profesor de la Escuela de Derecho opinó sobre las políticas gubernamentales adoptadas para lidiar con la pandemia.

Por Roberto Gargarella



Quisiera reflexionar sobre las dos posturas que han ido consolidándose en estos días, desde círculos de intelectuales, académicos, y científicos, en torno de las políticas que viene llevando adelante el gobierno frente a la actual emergencia sanitaria. Aunque voy a concentrarme en ciertos desacuerdos que guardo en torno a las dos visiones, quisiera comenzar señalando mi parcial coincidencia con ambas, sobre todo (pero no sólo) a partir de las dos “cartas” (en tensión entre sí) que se han publicado sobre el tema. Ocurre que desde ambos lados se hacen afirmaciones con las que hoy es difícil estar en desacuerdo.

Por un lado, parece claro que el gobierno ha venido haciendo esfuerzos genuinos para controlar la pandemia; ha reaccionado muy tempranamente frente a ella; ha buscado consenso político; ha tomado en serio a la ciencia y ha hecho un enorme esfuerzo por atender la suerte de los más vulnerables, en un contexto de dificultad económica extraordinaria. Por otro lado, también resulta innegable que, institucionalmente, el gobierno ha quedado básicamente reducido al accionar del Ejecutivo; que en estas largas semanas, desde el poder, se cometieron faltas y errores importantísimos (desde compras con sobreprecios a intentos ilegales de controlar a la población, como en el caso del “cyber-patrullaje”); o que su política se muestra “estancada” en la inercia de una estrategia de cuarentena que dilata y no resuelve el problema sanitario de fondo, mientras no ensaya caminos alternativos (¿Uruguay?), y genera, a través de sus acciones y omisiones, problemas psicológicos, sociales y económicos.

Dado lo anterior (hay “buenas razones en ambos lados”), resulta absurdo e injusto que se diga que “los del otro bando” están “del lado de la muerte;” o que forman parte de “la derecha más rancia”; o que “son los que se entregaron al gobierno”; o que “dicen lo que dicen porque están cobrando bien”. Según creo (y me lo repito a mí mismo), tenemos que presentar los argumentos del otro en la versión que más nos desafía: la que los deje en una posición más difícil, y no la que nos refuerce en el lugar en que estamos. Necesitamos poner “en su mejor luz” los argumentos que nos da el otro, sobre todo en la medida en que –como es el caso– el otro nos ofrece argumentos.

Tal vez en ese punto, referido al “tomar la mejor versión del otro” es donde encuentro anclados mis desacuerdos con ambas posturas. Por un lado, debiera resultar claro que es un grave error referirse a “los otros” dando lugar a entender que ellos defienden un sucedáneo de la dictadura (la “infectadura”, término infeliz si los hay); como lo es asociar a los “contrarios” con la “Doctrina de la Seguridad Nacional” (sino con “el comunismo” u otras aseveraciones igual de viejas e improductivas). De modo similar, encuentro un problema en la ansiedad de tantos “científicos” por salir a “blindar al gobierno” frente a las primeras críticas que con razón recibe. Lo cierto es que siempre, el gobierno, todo gobierno, merece ser sometido a crítica: la crítica que nos molesta, no la que nos gusta o la que auspiciamos. La preferencia que muestran tantos intelectuales por “proteger” al poder resulta entonces asombrosa, sobre todo tomando en cuenta el supuesto que parece mover a muchos de los defensores del gobierno: las críticas crecientes servirían para “fortalecer a la derecha”y no, en cambio, para “mejorar al gobierno”, ayudarlo a pensar, y contribuir a que decida mejor la próxima vez. Pensar en los firmantes de la “primera carta” como “la derecha más rancia, la que odia a los pobres” resulta no sólo engañoso, sino también demasiado tranquilizador y autocomplaciente. (Tengo una mala noticia para los firmantes de ambos documentos: más allá de que cada uno debe hacerse responsable de las propias faltas, lo cierto es que somos todos demasiado parecidos).

Expresados algunos vínculos y diferencias con ambas posiciones, quisiera cerrar este escrito dando cuenta de una línea de reflexión desatendida desde los dos lados, y también desde ambas “cartas” publicadas. Me refiero a la perspectiva jurídica relacionada con el tratamiento de la pandemia.

Diría brevemente, y en primer lugar, que la Constitución sólo admite dos vías para limitar derechos: una ley o un decreto, pero –en este último caso– sólo luego de declarado el estado de sitio. Dado que esto último es algo que no se quiso hacer (por traumas, por miedo al control público, y también por buenas razones), entonces sólo quedaba la posibilidad de limitar derechos por ley. Sin embargo, durante estos meses, se restringieron los derechos más importantes y del modo más grave posible (empezando por la libertad de movimiento), por decreto, es decir de un modo contrario a derecho. Decir esto es compatible con defender el confinamiento, y aún la prolongación del confinamiento. Pero hay razones importantes para recordar por qué, desde hace dos siglos, la Constitución no permite que se limiten derechos sino a través de la ley: necesitamos que esas medidas, las más extremas, se apoyen en el mayor consenso, y gocen de una amplia legitimidad democrática. Dicha legitimidad democrática no queda satisfecha proclamando, simplemente, “muchísima gente apoya” (al gobierno, al confinamiento): proclamas de tal tipo son propias de gobiernos autoritarios que temen y resisten el control democrático. Alguien podrá decir: “durante la pandemia, el Congreso no se podía reunir sin poner en riesgo la vida de sus miembros”. Falso: buena parte de las democracias que conocemos (desde España a Uruguay), extremaron recaudos y permitieron que, aún en el peor momento de la pandemia, sus legisladores siguieran reuniéndose y tomando las decisiones relevantes.

En segundo lugar, llegamos hoy a una concentración de poderes mucho mayor de la que ya teníamos. Al drama del híper-presidencialismo argentino lo llevamos ahora al extremo (y este es sólo un ejemplo) de autorizar al Jefe de Gabinete –alguien no elegido por el pueblo– a tomar control total sobre el presupuesto (¿lo requería la pandemia?). Esta situación está en tensión con los requerimientos de la Constitución, pero también con las exigencias de la democracia: la democracia se expande cuando decidimos entre todos, y se contrae cuando decide unos pocos, en nombre de todos.

Para apoyar lo anterior, subrayo tres puntos. El primero: necesitamos atarnos a procedimientos pre-establecidos –en lugar de decidir rápido y entre pocos– para minimizar los errores que, previsiblemente, tienden a aparecer en las situaciones de crisis. Ejemplo: el “viernes negro” para el pago de jubilados. El segundo punto es sobre el conocimiento. Necesitamos volver sobre procedimientos democráticos horizontales e inclusivos, particularmente en situaciones de crisis, por una cuestión “epistémica”: si no consultamos con los propios afectados (“pero consultamos a los expertos”), tendemos a ignorar o malinterpretar las necesidades de aquellos en cuyo nombre queremos decidir. Ejemplos: el más reciente es el de Villa Azul; el más importante, el sacrosanto consejo de “lavarse las manos y confinarse” ofrecido a poblaciones que viven hacinadas y sin agua. El tercer punto nos refiere a la historia latinoamericana. Los latinoamericanos tenemos una trágica historia, que nos ha enseñado lo que significa que se restrinjan derechos; se concentra el poder político-económico y se nos rodea de controles policiales. Se nos dirá otra vez: “pero ahora es diferente: gobiernan pensando en todos nosotros.” Agradecemos los esfuerzos, y no dudamos de la buena fe del gobierno. Pero la historia regional nos enseñó que siempre, pero sobre todo en épocas de crisis, necesitamos de la discusión democrática, de procedimientos constitucionales, de la crítica política y de la protesta social.