En los medios

Clarín
20/05/20

Cómo decidir en emergencia sanitaria

Los profesores investigadores de la Escuela de Derecho consideraron las implicancias morales que acarrean las decisiones oficiales tomadas durante la pandemia.

Por Horacio Spector y Ezequiel Spector


15/3/2020. Primeros anuncios sobre la cuarentena. Presidente Alberto Fernández, junto al jefe de Gobierno de la CABA, Horacio Rodríguez Larreta y el gobiernador bonaerense Axel Kicillof. Foto: Xinhua/Maximiliano Luna/TELAM.

En emergencia sanitaria, los gobiernos toman decisiones que, por un lado, tienen implicancias morales y restringen derechos constitucionales y, por el otro, producen vastas consecuencias que impactan en objetivos de interés público.

Además, por su carácter perentorio, a menudo tales medidas no pueden ser profundamente debatidas en los cuerpos legislativos. Esta complejidad en las decisiones públicas sólo es comparable a la que los gobiernos enfrentan durante las guerras, los ataques terroristas y las calamidades naturales.

Esto, sin embargo, no quiere decir que todo valga. Las medidas adoptadas durante el estado de excepción sanitario están sujetas a límites constitucionales. Si no hubiera tales límites, podríamos trasplantar a nuestro país medidas adoptadas en países no democráticos. Pero una democracia liberal tiene que prevenir el abuso de poder, incluso cuando su ejercicio está guiado por buenas intenciones.

Además de los límites constitucionales, las decisiones públicas tienen que adecuarse a principios éticos. La ética seguramente jugó un rol importante en las decisiones que tomaron el gobierno nacional y los gobiernos locales para contener la propagación de la pandemia.

Pero los principios morales pueden influir en las elecciones públicas de maneras diferentes. Max Weber distingue entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. La ética de la convicción exige que las elecciones se adecuen a preceptos morales. La ética de la responsabilidad, en cambio, requiere considerar los resultados de las conductas.

Seguir ciegamente la ética de la convicción no es viable en muchas decisiones de carácter institucional. Un precepto moral básico, por ejemplo, es no matar o no dejar morir. Pero cumplir con este precepto en forma absoluta puede conducir al gobierno a decisiones que podrían ser consideradas extremas o impracticables.

En efecto, muchas políticas públicas “dejan morir” o “matan” (en un sentido amplio que incluye riesgos de daños serios a la salud). Así, las normas sobre el tránsito automotor (por ejemplo, la velocidad máxima) pueden influir en la cantidad de víctimas de accidentes de tránsito.

En el límite, un gobierno comprometido con el valor de la vida podría concluir que debe prohibir el tránsito automotor a menos que se conduzca para salvar una vida. Análogamente, muchas actividades económicas tienen efectos medioambientales muy dañinos para la salud.

Por ejemplo, llevando el argumento al extremo, la exigencia moral de proteger la salud de los habitantes podría fundar la prohibición de la explotación de shale gas y shale oil por la técnica de fracking en Vaca Muerta.

Esto muestra que no muchos estarían dispuestos a ir al extremo en la defensa de la salud, ni al extremo opuesto en pro de continuar con la actividad económica como si nada estuviera sucediendo. El debate, en cambio, es entre diferentes combinaciones o soluciones intermedias.

A diferencia de la ética de la convicción, que enfatiza las intenciones, la ética de la responsabilidad exige al gobernante anticipar, valorar y sopesar las consecuencias sociales de diferentes medidas.

Por ejemplo, el aislamiento obligatorio prolongado reduce los contagios por coronavirus, pero, como contrapartida, posiblemente afecte la salud de otras formas (como la medicina preventiva, el tratamiento de otras enfermedades, la salud mental y la vida sana en general). Estas consecuencias afectan a la población en forma socialmente desigual (por ejemplo, según las ventajas residenciales de cada ciudadano).

Asimismo, dependiendo de la sociedad, la predisposición de la ciudadanía al aislamiento puede ser más o menos limitada. Un aislamiento obligatorio muy estricto cuando todavía hace calor podría agotar la paciencia de la gente demasiado pronto, antes de que baje la temperatura y el aislamiento estricto se vuelva indispensable.

Por otro lado, aunque algunos valores tienen más fuerza que otros, ninguno tiene un peso infinito. La ética de la responsabilidad exige ponderar valores diferentes, como la reducción de la indigencia, el desempleo y la violencia doméstica, y la promoción de la educación y la recreación. Esto crea una gran incertidumbre normativa.

No hay una fórmula o algoritmo que determine una solución óptima para estos problemas. Más que una alternativa obligatoria, hay una gama de equilibrios permisibles que se ubican entre los dogmatismos extremos.

Ningún comité de expertos, moralistas o científicos podría pretender que tal o cual es la verdadera solución, sencillamente porque no la hay. Los epidemiólogos (no sin ayuda de expertos en políticas públicas) podrían a lo sumo indicar qué medidas pueden reducir el número de contagios, pero cómo ponderar ello con otros valores, especialmente cuando la información disponible es incompleta, es una decisión esencialmente política.

Esta situación ya se había contemplado de algún modo en la teología escolástica. En tanto que los moralistas tradicionales pensaban que todo problema moral tiene una solución correcta, los probabilistas del siglo XVI (como el dominicano Bartolomé de Medina y el jesuita Gabriel Vázquez) sostenían que en condiciones de incertidumbre debemos escoger una política probablemente correcta (o sea, una política razonable). En estos casos, la indignación por las opiniones diversas, cuando éstas se sitúan dentro del margen de desacuerdo razonable, no sólo es absurda sino una barrera adicional para escoger sabiamente.

Horacio Spector y Ezequiel Spector son profesores e investigadores en la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella.


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