En los medios

Clarín
24/03/20

Frente al coronavirus, ¿es necesario restringir las libertades compulsivamente?

El profesor de la Escuela de Derecho reflexiona en torno a las restricciones que sufrieron las libertades constitucionales para cobatir la pandemia.

Por Roberto Gargarella

Controles en los accesos a la Ciudad de Bs As. (Foto Guillermo Rodríguez Adami)

Una mayoría parece estar de acuerdo con afirmaciones como las siguientes: nos encontramos frente a una situación inédita y gravísima; esta situación exige que se adopten medidas excepcionales; algunas de esas medidas implican la restricción de libertades constitucionales. Todo entendible.

Sin embargo, es crucial que estemos alertas frente a tales restricciones y reflexionemos críticamente sobre ellas, a la luz de nuestros derechos fundamentales, y de la historia social y política que conocemos. En nuestro país, el Presidente de la Nación, a través del decreto de necesidad y urgencia 297/2020, ordenó el “aislamiento social, preventivo y obligatorio”. Se trata, por lo que vemos hoy, de algo demasiado parecido a una declaración de “estado de sitio,” aunque con otro nombre.

En efecto, sabemos que, justificadamente o no, se han impuesto las máximas restricciones posibles en nuestra libertad ambulatoria; no podemos reunirnos en los espacios públicos; las avenidas aparecen transitadas casi exclusivamente por la policía; las fuerzas armadas se encuentran interviniendo en asuntos internos (i.e., realizando tareas de asistencia social); y se garantiza un derecho amplísimo a los organismos de seguridad para detener, interrogar, y arrestar a quienes deambulan sin autorización expresa.

¿Cuáles son las grandes diferencias que existen entre lo que hoy existe, y lo que especifica el artículo 23 de la Constitución (sobre “estado de sitio”)? Otra vez: lo que ocurre puede resultar completamente justificable (no asumo que no lo es), pero ya deberíamos hacer sonar algunas alarmas. Más aún, cuando se anuncian e implementan reforzamientos en los controles y restricciones de derechos, y se insinúa la posible declaración efectiva del “estado de sitio” (repito: como si a esta altura fuera necesario).

Mi sugerencia es, simplemente, que pensemos sobre la cuestión, en lugar de tomarla como obviamente justificada o dada (“lo decidieron los expertos”). Ello, en particular, a partir de la posibilidad de que las medidas vigentes (y las que se anuncian) sean “sobre-inclusivas” -es decir, que abarquen más conductas o impliquen más prohibiciones que las necesarias para alcanzar los fines legítimos que se proponen-; en un área particularmente sensible -el alcance de nuestros derechos constitucionales-; y con todos los riesgos propios de tales medidas limitativas.

Ante todo, conviene recordar que no nos ha ido bien, sino pésimamente, con las restricciones a las libertades. Conocemos al “estado de sitio” desde apenas luego de sancionada la Constitución, cuando Urquiza lo declaró en 1854. A partir de entonces, la medida volvió a imponerse regularmente, en más de 50 ocasiones, muchas veces durante años. El balance de las restricciones fue siempre muy malo. Se dirá: “las circunstancias ahora son diferentes” (siempre se dice esto), “aquí se actúa por urgencia, no por antojo.”

Sin embargo, basta con mirar alrededor (a Trump, a Bolsonaro), para encontrarnos con acciones que parecen resultado del puro capricho y oportunismo. Se dirá: “las limitaciones son necesarias e impostergables.” Es muy probable, pero nadie debe privarnos del derecho a la sospecha. Con la excusa del virus, en Chile las autoridades se apresuraron a postergar la consulta popular sobre la reforma de la Constitución; en Bolivia, el gobierno de facto en ejercicio pospuso, una vez más, la convocatoria a elecciones nacionales.

Probablemente, tales limitaciones políticas resulten imprescindibles, pero es obvio que el apuro mostrado por las autoridades del caso (ansiosas desde el primer día por conseguir dichas postergaciones) debe generarnos sospechas. Desde el parroquialismo” argentino se responderá: “los otros países no importan ahora, somos distintos y en la Argentina las restricciones están aplicándose bien.”

Seguramente es así, pero no podemos negarnos a pensar críticamente sobre lo que se hace. Sólo por dar algunos ejemplos: dado que buena parte de la población vive en situación de hacinamiento grave ¿el cuidado de salud de los más pobres requiere su confinamiento absoluto, o exige su mayor acceso a espacios públicos/ aire puro?

O, frente al derrumbe social inevitable que traerá la parálisis económica: ¿no es desaconsejable delegar tanto control sobre nuestras libertades a las fuerzas de seguridad? (conocimos ya, en estos días de relativa calma, algunos abusos policiales). Insisto: no se trata de “buscar problemas donde no los hay” (los hay, y refieren a nuestros derechos constitucionales más básicos); ni basta con proclamar “el derecho a la salud exige restringir otros derechos” (muchas veces se dijo lo mismo con “la seguridad nacional”); ni sirve gritar “es que estamos en emergencia!”. Es en la emergencia, justamente, cuando los abusos resultan más fáciles y los errores se pagan más caros.