En los medios

Clarín
22/12/19

La fisonomía del poder

"Si, por lo general, el presidente es el gran elector de su vice en estos días observamos el escenario inverso. Así se selló la unidad del peronismo", escribió el profesor emérito del Dpto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales en su análisis acerca de la morfología del Gobierno actual.

Por Natalio Botana
Elija el lector entre estos dos el calificativo que más le guste: bicéfalo (de dos cabezas) o bifronte (de dos caras). A simple vista, nos basta con leer comentarios domésticos y ajenos, el poder político hoy adquiere en nuestra democracia esta fisonomía.

El asunto es sugestivo en términos históricos porque nunca conocimos semejante circunstancias. Habría que remontarse al año 1868, cuando se impuso en el colegio electoral la formula Sarmiento-Adolfo Alsina, para destacar el peso en la vicepresidencia del poderoso caudillo de Buenos Aires y rival de Bartolomé Mitre (sin el apoyo de los electores bonarenses Sarmiento no hubiese sido elegido). Este acuerdo soportó duras oposiciones y se mantuvo durante el periodo presidencial de seis años debido a la lealtad de Alsina y a la personalidad de Sarmiento, imbuida de un concepto de la autoridad presidencial que abrevaba en la conducta de Abraham Lincoln en los Estados Unidos durante la Guerra Civil.



Los casos siguientes en los siglos XIX y XX no son comparables a esta experiencia; tampoco los que se sucedieron a partir de 1983 en que predomino la autoridad presidencial, salvo el momento crítico de la presidencia de De la Rúa que desencadenó la renuncia de su Vicepresidente Chacho Álvarez.

La novedad es por tanto relevante. Si, por lo general, el presidente es el gran elector de su vice en estos días observamos el escenario inverso. Así se selló la unidad del peronismo. En esta composición el polo de la vicepresidencia, con el apoyo de la Provincia de Buenos Aires, se recorta en el Senado, con menos impacto en la Cámara de Diputados y ocupa puestos estratégicos en el Poder Ejecutivo. Por su parte, el polo de la presidencia dispondrá de entrada de unas leyes de emergencia (un típico rasgo de las presidencias peronistas) que, merced a la delegación de superpoderes, darán más recursos al Poder Ejecutivo.

Los signos de esta dialéctica se han insinuado en estos días. Al llamado del Presidente para instalar una política superadora de grietas y antagonismos se ha sumado el estilo de la vicepresidenta que conjuga el ánimo agonista con un poder de veto en la conformación del gabinete de ministros. Hubo por tanto una tensión entre las propuestas que emanaban del Poder Ejecutivo y al veto que ejercía la vicepresidenta: otra dialéctica entre impulso y repulsa o, visto de otro modo, entre la acción del Presidente y la enérgica palabra de CFK con la cual ella apuntala su papel protagónico.

Habrá que ver si, dentro del peronismo gobernante, estos mecanismos de acción y reacción van estableciendo restricciones a la convocatoria en pos de la unidad del Presidente. Por lo pronto, esos límites se irán trazando en dos campos: el de la constitución económica de la democracia y el de la constitución moral de la república.

El primero no admite mayores dudas frente a nuestra incapacidad para establecer un equilibrio macroeconómico que nos libre de la astenia fiscal, de la inflación ligada entre otros motivos a la emisión monetaria, del endeudamiento crónico y de la decadencia exportadora. Una y otra vez este drama, que exige respuestas, vuelve a la palestra. Como parecen indicar los proyectos de ley enviados al Congreso, la fórmula que se ensayaría no difiere mayormente de otras ya conocidas: subsidios y bonos compensatorios para mitigar el hambre y la indigencia, aumento de la presión fiscal sobre la producción y los bienes personales, control de cambios, desdoblamiento de la moneda, recomposición de la capacidad de compra de los sectores mas postergados junto con la desindexación de los pagos correspondientes a la seguridad social y negociación de los vencimientos de la deuda. Los hechos ratificarán la coherencia o incoherencia de estos propósitos.

Con respecto a este último punto, las perspectivas que se abren en Washington y Wall Street están vinculadas a los lineamientos de la política exterior. Una política supuestamente independiente de las presiones de Washington sobre Venezuela o Bolivia no tiene mayor asidero cuando se efectúa sobre la base de una economía mendicante que no puede pagar sus deudas y reclama, con tal objetivo, el apoyo exterior. Es hora, por consiguiente, de alinear los objetivos y avanzar con prudencia en este campo minado.

Por fin, las incógnitas acerca de la constitución moral de la república son tan persistentes como la plasticidad de la administración de justicia para acomodarse al nuevo tiempo político. Estos acomodamientos, sin ser afortunadamente homogéneos, no disipan el interrogante de saber si el proyecto de reforma judicial que el Gobierno esta elaborando no será contaminado por la impunidad que sobrevuela los procesos en curso (algunos ya con doble sentencia).

Tal vez sea este el desafío mayor al temple ético del nuevo Gobierno porque justo cuando hablamos de superar la grieta estaríamos cavando otra no menos divisoria con de nuevo dos bandos a punto de ebullición: para unos los procesos judiciales en curso son el producto necesario de un sistema de corrupción entre agentes estatales y privados que se habría montado a lo largo de los gobiernos kirchneristas; para otros, en cambio, esos procesos son el ejemplo más acabado de una guerra judicial armada por el anterior Gobierno con la asistencia de jueces complacientes, de servicios de inteligencia y de medios de comunicación. Los procesados por delitos comunes de asociación ilícita o de cohecho se convierten de este modo en presos políticos, víctimas inocentes sujetas previamente a persecución y venganza.

En ese choque de visiones irreductibles la administración de justicia sufriría otro daño tanto mas trascendente que los anteriores. Despojados de su papel de árbitros legítimos, no contaríamos más con tribunales de carácter neutral pues, según ambas visiones en pugna, los estrados judiciales serían un mascarón de proa al servicio del poder de turno. Este es el posible panorama derivado de un relato en curso que, deseamos fervientemente, no llegue a mayores. No vaya a ser que, tras el generoso ideario de un nuevo contrato social, se esconda un pacto de impunidad.

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