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1/12/19

Cómo se “inventó” Mar del Plata

De puerto minúsculo a gran balneario nacional. Un adelanto del libro "Mar del Plata, un sueño de los argentinos" (Edhasa), escrito por Juan Carlos Torre, profesor emérito de la UTDT, y por Elisa Pastoriza, historiadora, profesora emérita de la Universidad de Mar del Plata.

En todas las coyunturas hay un momento clave que anuncia el comienzo de los nuevos tiempos. A veces sus contemporáneos lo descubren después, cuando advierten que algo había empezado a cambiar, subrepticiamente, en su existencia; en otras, en cambio, el acontecimiento se impone de inmediato y no deja dudas sobre las novedades de las que es portador. Este fue el lugar que ocupó la inauguración del Bristol Hotel en 1888 en la historia de Mar del Plata.


Un bañero asiste a bañistas saliendo del mar (1920). (Fotos: AGN, Archivo Municipal Barili y "Mar del Plata, un sueño de los argentinos").

En Buenos Aires no se habla de otra cosa, se lee en los diarios del mes de enero. En los grandes salones, en el teatro, en los paseos, en todas partes, el tema era el mismo. Decíase, y con razón, por cierto, que el nuevo hotel estaba destinado a ser el preferido y la cita de la élite argentina:

“(...) Cien elegantes cartas de invitación, enviadas por el fundador del Bristol, circularon por personas de alta significación social. Y el viernes 7 de enero, a las 8 de la noche, una flamante locomotora del Ferrocarril del Sur ponía en movimiento sus potentes músculos de acero y haciendo rechinar sus ejes y sus palancas, se lanzaba hacia el sur, más veloz que Eolo, llevando su carga humana, ansiosa de agradables sorpresas. La primera sorpresa de los viajeros que acudieron a la cita no fue nada agradable y, en verdad, tampoco fue una sorpresa: el tren arribó a las once de la mañana en un día de lluvia y viento, tan característico del clima destemplado del verano en Mar del Plata.”

Por la crónica de La Nación nos enteramos que el desembarco en la estación de Mar del Plata fue un completo desastre.

“Figuraos a nuestras bellas acompañantes, vestidas con sus frescos trajes veraniegos, sombreros de tules y botines de género, corriendo desde los vagones a los coches que aguardaban en la estación sobre el piso fangoso de un suelo resbaladizo y escurrido del agua 16 Mar del Plata que Dios mandaba. La lucha por los carruajes tenía forzosamente que ser, como fue, sin condiciones. Todas las reglas de la galantería quedaron por tierra: había necesidad de salvarse del chubasco. (...) Por fin llegamos al Bristol Hotel, siempre bajo la lluvia, tomando las habitaciones por asalto.”

​El elenco de los viajeros estaba encabezado por Carlos Pellegrini, el vicepresidente de la República, e incluía al gobernador de la provincia, los directores de los principales diarios, y un selecto grupo de amistades y parientes de los dueños del hotel.

Las primeras actividades en el lugar, a mediados del 1800, consistieron en la instalación de un saladero y un minúsculo puerto destinados a abastecer de carne salada o tasajo a la mano de obra esclava de las plantaciones brasileras.

Una vez que salieron de las habitaciones con sus mejores galas, el gran comedor del Bristol Hotel les abrió las puertas por primera vez. El banquete de recepción, al cuidado de los veinticuatro chefs, cocineros y mozos contratados en París, seguramente contribuyó a que olvidaran las tribulaciones de su llegada.

Más tarde, como era frecuente en las reuniones sociales de la época, se les ofreció una velada artística en la que jóvenes de las familias asistentes se lucieron al piano y el canto.


Antigua Rambla, a principios del siglo XX. (Fotos: AGN, Archivo Municipal Barili y "Mar del Plata, un sueño de los argentinos").

Días después, bajo un tiempo más apacible, tuvo lugar el otro esperado evento de la temporada estival, el estreno de la primera rambla en la playa próxima al Bristol Hotel.

Presidida por Pellegrini y amenizada por los acordes musicales de una banda llegada desde Buenos Aires, la ceremonia congregó junto con los distinguidos visitantes la presencia entusiasta de los habitantes del pequeño poblado.

Entre vítores y aplausos, unos y otros pasaron las horas de la tarde paseando animadamente en el flamante entarimado levantado frente a las casillas de baños.

Por la noche, la fiesta se reanudó en el ambiente más exclusivo de los salones del Bristol Hotel; y allí, antes que empezara el baile, Pellegrini improvisó unas palabras profetizando el grandioso desenvolvimiento de Mar del Plata.

Pueblo de campaña

Los veinticinco kilómetros de playas, muchas de ellas enmarcadas por barrancas sobre el mar, que le daban a Mar del Plata un perfil distintivo en la costa bonaerense, no habían sido inicialmente apreciados por sus potencialidades turísticas.

Las primeras actividades en el lugar, a mediados del 1800, consistieron en la instalación de un saladero y un minúsculo puerto destinados a abastecer de carne salada o tasajo a la mano de obra esclava de las plantaciones brasileras.

La iniciativa conoció sucesivos fracasos; luego de uno de ellos, Patricio Peralta Ramos, gran terrateniente de la zona, reorientó sus esfuerzos hacia un nuevo negocio: la conversión de tierras rurales en lotes urbanos.

Subdividió algunas parcelas de su propiedad, las puso en venta y solicitó a las autoridades permiso para fundar allí un pueblo. Mar del Plata surgió, así, en 1874 como pueblo de campaña.

En 1877 la cría del lanar, por entonces en auge en la provincia, atrajo a otro gran propietario rural, Pedro Luro, que daría un nuevo impulso al proyecto. Pocos años después, el destino agropecuario del enclave costero experimentó una radical transformación cuando se vislumbró la posibilidad de hacer de Mar del Plata una villa balnearia para la recreación de la elite social porteña.


Clases de natación en la pileta del balneario Negro Pescador (1912). (Fotos: AGN, Archivo Municipal Barili y "Mar del Plata, un sueño de los argentinos").

(…) Una vez esbozado el proyecto de construir un centro de recreación estival, se puso en marcha una iniciativa complementaria: insertar el veraneo en Mar del Plata en el calendario social de la alta sociedad de Buenos Aires.

Con ese fin, Pedro Luro apeló a las vinculaciones sociales y políticas que había forjado en el curso de su formidable ascenso económico.

Piezas centrales de ese ejercicio de relaciones públicas fueron sus hijos, por entonces de tránsito fluido en los círculos dirigentes. Recordemos que uno de ellos, Santiago, acompañó al gobernador Dardo Rocha en su gira por la provincia, de tan decisivas consecuencias para el futuro balneario.

Además de su actuación política, Santiago Luro tenía una distinguida carta de presentación: era propietario del bien pronto famoso Haras “Ojo de Agua” y había integrado el núcleo inicial de los quince turfmen que suscribieron en abril de 1882 el acta de fundación del Jockey Club.

Sus hermanos, Pedro Olegario y Rufino, también se incorporaron en la primera conscripción de socios y, llegado el momento, encontraron allí el ámbito para movilizar figuras de prestigio a favor del proyecto turístico de su padre.

Cuatro meses después de la llegada del primer tren a Mar del Plata, otro tren arribó por la flamante extensión del Ferrocarril del Sud en la Semana Santa de 1887.


Casillas de baño en la Playa Bristol en 1908. (Fotos: AGN, Archivo Municipal Barili y "Mar del Plata, un sueño de los argentinos").

Entre sus pasajeros se hallaba, invitado por la familia Luro, quien fuera el entusiasta gestor de la creación del Jockey Club, Carlos Pellegrini. Recién designado vicepresidente en la fórmula encabezada por Miguel Angel Juárez Celman, Pellegrini combinaba sus afanes políticos con una obsesión paralela: la difusión de códigos refinados de gusto y decoro dentro de una elite social todavía bastante rústica en sus estilos de vida.

Como agente de propaganda de la incipiente villa balnearia, sus credenciales no podían ser mejores, y durante los cinco días que duró su estadía fue el centro de múltiples agasajos.

Pedro Luro no pudo ser parte del comité de recepción: unos meses antes, enfermo, había sido llevado para su atención médica a Francia, adonde habría de morir en 1890 en el balneario de Cannes.

El escritor Paul Groussac integraba la comitiva de Pellegrini y a él debemos la descripción elocuente del impacto del descubrimiento del mar y sus orillas:

“A las siete de la mañana estábamos todos de pie, mirando por la ventanilla del vagón la pampa infinita, con su verde tapiz reavivado por el rocío nocturno. Los rebaños formaban marchas parduzcas en la pradera; las vacas alzaban su cabeza tranquila y más allá los potros airosos disparaban locamente con las crines al viento, como si escucharan por primera vez el trueno prolongado del tren en marcha. El terreno perdía poco a poco su aspecto de llanura monótona e inconmensurable, acentuándose más y más la ondulación de la serranía que llena el poniente..."

"Pasa una hora más de charla alegre, alternando con la muda contemplación: la locomotora lanza sobre el rumor del tren un silbido prolongado; estamos llegando a Mar del Plata. En un cerrar de ojos están ocupados los diez o quince carruajes que volverán repletos, de la estación a la playa por la ancha avenida central..."

"La brisa del mar nos llega de frente, impregnada de humedad salina. Alzamos los ojos y desde el coche abierto, muy lejos al confín del horizonte, divisamos un segmento más claro entre la tierra oscura y el cielo matutino: es el Atlántico, el océano cuyas olas, quizás traídas por la corriente, van entibiándose bajo el sol africano y lamiendo las arenas. La sensación es brusca, extraña y grandiosa. Después de la pampa inmensa, del desierto eternamente inmóvil, la vista del mar agitado y mudable aparece como la perpetua y universal comprobación de nuestra vida planetaria... "

"Luego recorremos la playa de norte a sud, trepando rocas, bajando por las estrechas grietas de granito, admirando los tonos ricos y variados de los arrecifes cubiertos de aterciopelado musgo. Es una fiesta perpetua para los ojos...” 

En los tramos finales de su relato, Groussac retribuye las atenciones que los Luro han prodigado a los distinguidos huéspedes y, con la mirada puesta en sus lectores de Buenos Aires, anticipa que la Laguna de los Padres “será el paseo que nadie dejará de repetir cuando lo haya hecho una vez y del cual llevará el visitante una de las impresiones más gratas, entre tantas que puede recibir en el único ‘resort’ marítimo de la República”.
Aquellos veraneos
Los destinatarios de la convocatoria pasaban los meses de verano en las quintas que rodeaban a Buenos Aires o frecuentaban la playa de Pocitos en las cercanías de Montevideo.

Para conquistar a unos y otros, las postales literarias a la manera de Groussac fueron secundadas por una estrategia de certera eficacia: su comparación con las estaciones de baños de las costas europeas en notas periodísticas y avisos de ferrocarril.

Los nombres de Biarritz, Trouville, Brighton, a los que se asoció Mar del Plata, sirvieron para atraer a las familias de una clase alta por entonces inscripta en un curso rápido de refinamiento social y, por consiguiente, atenta a referencias prestigiosas.

Los veraneantes que comenzaron a afluir a la villa balnearia debían sobrellevar, con todo, no pocas incomodidades. La distancia habría de ser la menor de ellas.

Mar del Plata estaba localizada en un paraje caracterizado por un clima con frecuencia fresco, ventoso, propenso a días nublados, lloviznas, y fuertes oscilaciones de la temperatura.

Las doce horas que inicialmente tomaba el ferrocarril para recorrer los cuatrocientos kilómetros que separaban a Buenos Aires de Mar del Plata no eran inusuales en un país cuya geografía acostumbraba a los viajeros a largas, interminables travesías. Por lo demás, que el trayecto se realizara por la noche, desde 1888 en coches-dormitorio, contribuía a hacer menos cansadora la excursión.

Después de la apertura del ramal hacia el Atlántico, los ingenieros ingleses de la compañía ferroviaria continuaron con los trabajos de mejoramiento y en febrero de 1902 pudieron anunciar con satisfacción la entrada en operaciones de “el tren más rápido que ha corrido jamás en América del Sud”, el expreso diurno que reducía el viaje de los veraneantes a sólo siete horas.

Menos sensibles a las proezas del ingenio técnico resultaron ser, en cambio, las condiciones climáticas. Mar del Plata estaba localizada en un paraje caracterizado por un clima con frecuencia fresco, ventoso, propenso a días nublados, lloviznas, y fuertes oscilaciones de la temperatura. “El mal tiempo” fue entonces, como lo es hoy, un episodio recurrente durante los meses de verano y un tema familiar de las crónicas marplatenses.

Durante estos primeros años, las opciones del veraneo se repartieron: en las secciones dedicadas a la “Vida Social” en los diarios de Buenos Aires, la nómina de los pasajeros de los vapores hacia y desde Montevideo era no menos numerosa que la de los que hacían el viaje en tren hacia y desde Mar del Plata.

A la vista de esa distribución de las preferencias es comprensible, a la distancia, que los propios cronistas no se pusieran de acuerdo sobre las playas de moda.

En la edición del 2 de febrero de 1889 del diario Sudamérica hubo quien afirmó rotundamente que Pocitos “es el punto de reunión de todo Buenos Aires mundano”; seis días más tarde, en las páginas del mismo periódico, se pudo leer una opinión muy diferente: “La aristocracia porteña ha localizado sus reuniones veraniegas en Mar del Plata”.

Ese estado de cosas no duró demasiado. Desde un principio, los Luro y las amistades que se sumaron a su proyecto turístico fueron claros en el objetivo: emular cuanto de confortable y de distinguido tenía en la época la moda del veraneo en el mar.

A las inversiones simbólicas en publicidad y en relaciones públicas le siguieron otras, materiales, que fueron acondicionando el enclave costero para dar acogida a la sociabilidad lujosa y elegante de los balnearios famosos de la Belle Epoque.

A medida que esas inversiones comenzaron a rendir frutos, y creció en número y sofisticación la oferta de comodidades y entretenimientos, la promoción de la villa balnearia contó con un segundo y persuasivo argumento.

Quizás nadie lo expresó mejor que Pellegrini cuando en 1899, en carta a uno de sus amigos, sostuvo que “Mar del Plata es, sin duda, lo más civilizado que tenemos”, resumiendo en esa sentencia la clave de su ya indiscutible supremacía como lugar de veraneo.

El libro y los autores


Portada de "Mar del Plata, un sueño de los argentinos".

Mar del Plata, un sueño de los argentinos (Edhasa) fue escrito por Juan Carlos Torre, sociólogo, profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella, y por Elisa Pastoriza, historiadora, profesora emérita de la Universidad de Mar del Plata.

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