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Diario Perfil
28/09/19

Nuevos y viejos debates sobre la gratuidad universitaria

En este análisis, el profesor e investigador del Área de Educación de la Escuela de Gobierno UTDT sostiene que, si bien es importante acceder a una educación pública, también lo es el hecho de equilibrar el desajuste que existe entre la oferta de diferentes profesiones y la demanda laboral, como en el área científico-técnica.

Por Marcelo Rabossi
A través de un decreto presidencial y como parte de su Plan Quinquenal, el 22 de noviembre de 1949 el presidente Perón establece la gratuidad universitaria y el compromiso de financiar a los 70 mil alumnos que pueblan las aulas de las siete universidades con las que contaba el país, todas públicas. De importancia fue asimismo la creación de la Universidad Obrera en 1948, hoy conocida como Universidad Tecnológica Nacional. En ambos casos, el objetivo fue abrir el espacio universitario a una población de bajos ingresos y con escasas posibilidades de acceso al mundo académico superior.


En aumento. A fines 1949 eran unos 70 mil alumnos que estudiaban en los espacios universitarios de manera gratuita. En la actualidad, son 1,5 millones. (FOTO: AFP)

A setenta años de dicho logro, Argentina, a pesar de ciertas interrupciones durante las cuales la universidad no fue gratuita, se presenta como un país dispuesto a mantener en práctica el concepto de inclusión en los niveles más altos de la pirámide educacional. Aunque la aspiración se cumple a medias. Hoy, más de la mitad de los jóvenes de entre 20 y 22 años de los sectores más vulnerables no ha completado su educación secundaria. Como contracara, cerca del 90% del tercio más favorecido de la sociedad sí lo ha hecho. De cualquier manera, y a pesar de esta marcada inequidad en la distribución de conocimientos, nada justifica cuestionar el logro obtenido, independientemente del grupo social que más lo aprovecha.

Si bien abundan justificativos que al defender la gratuidad posan su mirada sobre aspectos que hacen a la democratización del espacio universitario, o que la educación superior es un derecho humano, pocos de quienes la resguardan se detienen en cuestiones económicas que por sí solas la fundamentan. Por otro lado, los que reclaman su arancelamiento pecan en general de visión corta y mercantilista, sin tener en cuenta que la universidad se paga sola y un poco más. Por eso, repasemos esto último.

Beneficios. Diversos estudios hacen hincapié en las externalidades, o beneficios, que un graduado universitario comparte con la sociedad toda, con quienes han o no asistido a la universidad. Por ejemplo, en comparación con un trabajador con solo estudios secundarios, aquel con una educación terciaria trabaja tres semanas más por año. La razón es simple: se enferma menos. Para estos últimos, la medicina no solo tiene carácter curativo sino preventivo. Por supuesto que hablamos de promedios. Podríamos sumarle la menor probabilidad de quedar desempleado. En el primer trimestre de este año en el país, el 10% de la población que solo cuenta con estudios secundarios se hallaba desempleada contra el 6% de la universitaria. Asimismo, estos últimos obtienen mayores salarios producto de emplearse en trabajos más calificados y productivos. Un estudio del Banco Mundial de 2017 evidenció que en Argentina un trabajador con estudios superiores obtuvo en promedio un salario 40% superior al de aquel con solo educación media. Así, los que más estudio acumulan están más empleados, producen más y, por ende, pagan más impuestos y prácticamente no reciben planes sociales. Digamos, devuelven con creces lo que la sociedad ha invertido. Pero existen más razones para justificar la gratuidad.

Por ejemplo, un análisis hecho en EE.UU. a fines de los 2000 demostró que durante el período 1960-1990, un año de educación redujo en un 11% la cantidad de arrestos. En el Reino Unido, la probabilidad de ser detenido por robo o vandalismo es ocho veces menor entre la población de 21 a 25 años que cuenta con estudios universitarios. En Argentina, el 80% de los detenidos solo tiene educación primaria o menos. Evidentemente, el acceso a estudios superiores no solo hace a la dignidad de las personas sino que, mirándolo con ojos fríos y calculadores, le ahorra gastos al Estado al utilizarse menos el sistema judicial y carcelario. ¿Llegará el día en que el país cierre sus cárceles ya que la totalidad de la población se encontraría empleada en trabajos productivos? No es una utopía, Suecia lo logró en 2012 y Holanda seis años después. Ambos países son modelos educativos a imitar. En definitiva, la gratuidad se autojustifica.  

Tres décadas. Volviendo a los cerca de 70 mil alumnos que inauguraron la gratuidad a fines de 1949, hoy contamos con 1,5 millones. Claramente, la gratuidad fue de gran ayuda para poblar los espacios universitarios, y el compromiso del Estado para financiar el sistema, evidente. Solo basta repasar las cifras de las tres últimas décadas, cuando el esfuerzo fiscal para sostener a las actuales 66 universidades públicas pasó del 0,5% del PIB al 1%. Por otro lado, es también cierto que la población universitaria creció a tasas más rápidas que la población. Hace setenta años, cuando se decidió la gratuidad, solo 4,5 de cada mil habitantes asistían a una casa de altos estudios. Hoy lo hacen 35. Así, en relación a quienes sostienen el sistema gratuito, la proporción de los que estudian en la universidad se multiplicó por ocho.

¿Justificaría este mayor peso fiscal el arancelamiento del sistema universitario aun en tiempos de necesidades presupuestarias? No, y no solo por lo antes mencionado; la gratuidad por sí sola alienta la demanda de estudios superiores. El país necesita más y no menos graduados. Pero no cualquier tipo de graduados. Por eso, urge planificar el espacio para que la universidad sea el gran motor de desarrollo. Pero esto no ocurre. No es posible que dejemos al mercado de voluntades de corto plazo de los alumnos ser el único decisor de qué estudiar, dónde y cómo. El desajuste que el país presenta entre la escasa oferta de profesionales con competencias científico-técnicas y la creciente demanda laboral con habilidades de este tipo, consecuencia de una economía mundial que ha ingresado en la cuarta revolución industrial, es un precio que el país viene pagando. La baja competitividad de nuestras industrias y la consecuente dificultad para exportar productos de alto valor agregado son un subproducto de una universidad que no se ha actualizado. Y esto sí es un peso, no la gratuidad.

En definitiva, hagamos de la gratuidad virtud, pero no a cualquier costo.

Tema de agenda
Varios países han extendido la gratuidad a parte importante de sus estudiantes. Tal vez un caso emblemático, por ser un sistema altamente privatizado, sea el de Chile. Desde 2016, uno de cada cuatro alumnos es beneficiado por la gratuidad. Son los pertenecientes a los tres primeros quintiles del ingreso. Desde 2017, el Estado de Nueva York ofrece educación universitaria gratuita a estudiantes residentes de familias con ingresos inferiores a $ 100 mil dólares anuales. A partir de 2014, Alemania quitó los aranceles en sus 16 estados, independientemente del ingreso del alumno. Uruguay, si bien su universidad nacional es gratis, cuando finalizan los estudios les cobra un pequeño impuesto a sus graduados contingente a sus ingresos. Las alternativas son múltiples, pero el principio de gratuidad es ya un tema de agendas. 

*Profesor de Economía de la Educación y de Política Comparada en Educación Superior de la 
Universidad Torcuato Di Tella (UTDT). Referente educativo de Argentinos por la Educación.

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