En los medios

Clarín
5/09/19

Que la democracia no se agote en el voto

El profesor de la Escuela de Derecho UTDT defiende en esta columna una concepción más robusta y decente de la democracia que no se agote en el voto. "Mucho de lo más importante de la democracia comienza justamente el día después de las elecciones", señala Gargarella, y agrega: "Necesitamos muchas más oportunidades de participación, decisión y control democráticos".

Por Roberto Gargarella

Las recientes elecciones primarias en el país volvieron a dejar en evidencia el carácter gravemente fallido de nuestro sistema democrático. Para quienes concebimos a la democracia como un ideal que exige la inclusión, participación y deliberación de “todos los afectados”, la práctica real de la democracia comienza a convertirse en su caricatura. Menciono a continuación sólo algunos de los muchos problemas que el sistema padece.

El primer problema al que voy a referirme tiene que ver con lo que en ocasiones se llama una “concepción minimalista” de la democracia. Se trata de la reducción de la idea de democracia a los procesos de elecciones periódicas. Esta visión tan estrecha de la democracia es asumida como natural, sin embargo, por buena parte de nuestra dirigencia: el matrimonio Kirchner siempre insistió con la idea de que “si no le gusta lo que hacemos, arme su propio partido político y gánenos en las próximas elecciones”; mientras que el actual Presidente nos mandó recientemente “a dormir”, porque ya habíamos cumplido con la única tarea que nos tocaba: ya habíamos votado.


Una concepción más robusta y decente de la democracia afirmaría exactamente lo contrario, esto es, que mucho de lo más importante de la democracia comienza justamente el día después de las elecciones.

Un segundo problema tiene que ver con el modo en que los sistemas de elección, que prometen ayudarnos a “revelar” nuestras preferencias, sirven, en verdad, a fines contrarios. Ilustro este problema (del tipo “caballo de Troya”) con un ejemplo tomado de la actual historia latinoamericana. Recientemente, en varios países de la región se sometió la aprobación de un nuevo texto constitucional a consulta popular.

Un primer gran problema planteado por tales comicios tuvo que ver con la cantidad de cuestiones que estaban en juego (pongamos, nuevos artículos sobre derechos económicos, sobre derechos de la naturaleza, etc.), frente a las cuales se le otorgaba a la ciudadanía un solo voto.

En una situación semejante, cualquier persona medianamente involucrada en la discusión puede pretender decir varias cosas, mucho más allá del “sí” o “no” al paquete completo y cerrado que se le presenta. Alguien podría decir, por ejemplo: “me parece excelente este artículo, pero no tanto este otro, y me hubiera gustado que incluyeran a este también”.

Sin embargo, la elección a la que se los enfrentaba servía para aplanar su voluntad, en lugar de expresarla o expandirla. Cuando un ciudadano, entonces, “aprobaba” la Constitución, automáticamente terminaba dando luz verde a una cantidad extraordinaria de cuestiones sobre las que no había opinado.

El tercer gran problema que quiero mencionar se encuentra íntimamente vinculado con el anterior. Me referiré a él hablando de la extorsión democrática. La dificultad en cuestión aparece cuando –en esa elección que en realidad es sobre muchas cosas diferentes, y frente a la cual cada persona cuenta con un solo voto- el votante tiene mucho interés en respaldar una de las cuestiones en juego, pero a la vez está muy interesado en rechazar alguna otra.

En el ejemplo anterior, muchos ciudadanos querían respaldar de modo entusiasta la Constitución reformada, porque ella incluía derechos que antes no eran reconocidos y que consideraba que debían aprobarse (derechos indígenas; nuevos derechos sociales).

Sin embargo, al mismo tiempo, muchos de esos ciudadanos aparecían interesados en votar en contra de la Constitución, porque ella incluía algún tipo de cláusulas que rechazaban fervorosamente (típicamente, la re-reelección presidencial). La elección los colocaba entonces frente a un dilema dramático.

En los hechos, millones de personas se vieron en la disyuntiva de votar a favor de la Constitución, teniendo que aceptar y votar también, para conseguirlo, cláusulas que rechazaban enfáticamente. Es decir, se nos fuerza a aceptar paquetes cerrados, a todo o nada, que nos ponen en el dilema de resignarnos a lo que repudiamos, para lograr lo que pretendemos (en el ejemplo: “más derechos, entonces re-reelección”; “no-re-reelección, entonces no hay derechos”).

Éste es el problema que denominé el de la “extorsión democrática” –un problema que, para el caso de las reformas constitucionales, la profesora australiana Rosalind Dixon resumió con la idea de los “derechos como sobornos” (Presidentes que ofrecían a sus votantes “nuevos derechos,” a cambio de su re-elección).

En definitiva, necesitamos que la democracia no se agote en elecciones. Necesitamos muchas más oportunidades de participación, decisión y control democráticos. Necesitamos de la posibilidad de conversar; de poner matices, de discernir entre lo que aprobamos y lo que rechazamos; de responsabilizar a todos los funcionarios públicos por cada una de sus acciones y omisiones.

Alguna vez, el cientista político Adam Przeworski sostuvo que los comicios democráticos permitían dejar atrás los tiempos en que los conflictos políticos se dirimían arrojando piedras desde atrás de las barricadas. Aludió entonces de las votos como piedras de papel. Es tiempo, según creo, de que la democracia recupere ahora el lenguaje: reemplazar las piedras de papel por palabras, que nos permitan –a nosotros, y no a quienes actúan en nuestro nombre- criticar, dialogar y tomar decisiones sobre nuestro destino común, cada día.

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