En los medios

La Nación
25/07/19

Las asambleas ciudadanas, eficaz instrumento de la democracia

"Desde hace 20 años, este tipo de encuentros se realizan en distintas partes del mundo y refuerzan la participación cívica en temas fundamentales", afirma el profesor de la Escuela de Derecho de la Di Tella.

Por Roberto Gargarella


Desde hace al menos dos décadas, se han venido realizando exitosas asambleas ciudadanas en las latitudes más diversas y en torno a las cuestiones más difíciles y controvertidas. Menciono algunas de ellas para someter estas experiencias a un primer balance. Uno de los primeros ensayos ocurrió en Australia en 1998, con una asamblea constitucional que por primera vez resultó compuesta, en partes iguales, por ciudadanos de a pie y políticos profesionales. La asamblea, que tuvo por misión determinar si Australia se convertiría en una república, obtuvo un amplio reconocimiento internacional en razón de su buen funcionamiento.

A los pocos años, se produjeron dos hitos en este desarrollo: las dos primeras asambleas ciudadanas desarrolladas Canadá, en la Columbia Británica, en 2005, y en Ontario, en 2006. Estas experiencias -que se extendieron varias semanas- introdujeron tres variaciones fundamentales en relación con el antecedente australiano. Por un lado, las asambleas fueron conformadas exclusivamente por ciudadanos; por otro, sus miembros fueron escogidos a través del sorteo. Además, el procedimiento con que se organizaron las convenciones resultó muy distinto del que fue seguido en Australia (estas asambleas contaron con una "fase de aprendizaje", en la que los participantes recibían aportaciones de "expertos", seguida por una fase de consultas públicas y luego una etapa de debate y elaboración de propuestas). Notablemente, ambas asambleas se dedicaron a reformar un tema técnicamente complejo -el sistema electoral- que resultaba en los hechos inmodificable cuando los que quedaban a cargo de tal modificación eran los mismos que luego podían resultar perjudicados por los eventuales cambios (los políticos profesionales). Ambos procesos de reforma fueron seguidos (como en el caso australiano) por la convocatoria a un referendo general sobre el tema discutido, destinado a permitir la intervención directa del resto de la ciudadanía.

Más tarde, apareció el foro ciudadano holandés, de 2006, que mostró dos cambios significativos en relación con los casos de Canadá, que fueron tomados como modelos. El foro tuvo una dimensión nacional, más que local. Y, en el ejemplo holandés, las recomendaciones de la asamblea se presentaban ante el Parlamento, que tomaba la decisión final al respecto, en lugar de quedar sujeta a un referéndum popular. Más acá en el tiempo, ocurrió el excepcional proceso de reforma constitucional de Islandia (2009-2013), que, como en otros ejemplos citados, tuvo como origen una situación de crisis política y económica muy fuerte. En este caso, luego de varios pasos preparatorios, se organizó una asamblea informativa, compuesta por 950 ciudadanos, que se encargó de determinar los temas a ser tratados en la reforma constitucional. Esa asamblea fue seguida por otra, encargada específicamente de la reforma. Fue integrada también por ciudadanos escogidos por procesos de "lotería", pero en los que el puro azar fue corregido de forma tal de asegurar siempre que mantuviera ciertos rasgos distintivos (miembros provenientes de las distintas secciones del país, equidad de género, etc.). El proceso resultó notable por el modo en que los debates sobre la reforma fueron informados permanentemente por las demandas y propuestas enviadas por la ciudadanía ( crowdsourcing). El producto final de las deliberaciones también fue sometido a un proceso de referendo.

Finalmente, corresponde citar las experiencias ocurridas en Irlanda, con la convención constitucional de 2012 y la asamblea de 2016. En esos casos, los procesos de discusión fueron organizados de modo diferente de los anteriores, debido al papel que volvió a dárseles a expertos y a legisladores profesionales. Aquí, los ciudadanos de a pie (dos tercios de la asamblea) debatieron junto con políticos tradicionales (el tercio restante) en procesos que fueron informados por expertos, pero en los que siempre se dejó la última palabra a los ciudadanos y políticos elegidos. Además, en ambos casos, las asambleas se organizaron de modo tal de recibir los puntos de vista y críticas provenientes de ciudadanos organizados en asambleas a lo largo de todo el país. En un país de amplia mayoría católica, la primera asamblea concluyó con un referendo que aprobó el matrimonio igualitario, y la segunda, con otra consulta que aprobó la adopción de una postura más liberal en cuanto a la legislación sobre el aborto.

Casos como los citados nos ayudan a despejar prejuicios habitualmente asociados con las iniciativas de este tipo. Por un lado, las asambleas no se llevaron a cabo, exclusivamente, en países pequeños y homogéneos (Islandia), sino también en otros muy poblados y multiculturales (Australia, Canadá). Por otro, no se ocuparon, solamente, de temas en principio abstractos y ajenos a los intereses de la mayoría (monarquía-república), sino que también fueron capaces de abordar los asuntos más conflictivos y socialmente divisivos (aborto, matrimonio igualitario). Además, en tales debates no participaron solo técnicos y personas expertas, sino mayoritariamente una multitud de personas sin estudios superiores ni actividades profesionalmente calificadas. Otra de las notas salientes de estos procesos fue el modo en que -en todos los casos, y luego de un proceso de información y discusión colectiva- personas del común terminaron convirtiéndose en expertas en cuestiones de relevancia pública, a veces de complejo contenido técnico (sistemas electorales, reforma constitucional).

Merece subrayarse, además, de qué forma todas las asambleas mencionadas se contrapusieron a los dos modelos de decisión colectiva más comunes en nuestros países: el modelo de la deliberación elitista, en el que los grandes "expertos" sociales -jueces, científicos o como se los llame- deciden en nombre de todo el resto y sin consultar con la ciudadanía, y el modelo de la participación sin diálogo -un modelo cada vez más habitual en América Latina-, en el que se empuja a la ciudadanía a decidir abruptamente, por sí o no, sobre cuestiones de interés público, descuidando por completo todo el proceso previo de discusión y esclarecimiento mutuo.

Por lo demás, las asambleas ayudaron a desmentir un supuesto muy extendido dentro de las ciencias sociales contemporáneas según el cual la mayoría de las personas son apáticas y están poco motivadas para involucrarse en cuestiones políticas complejas. Más bien, las personas desconfían de la política partidaria y se resisten a participar activamente en política cuando advierten que sus voces o aportes no van a ser tomados en serio, o van a considerarse solo un respaldo a lo ya decidido por otros. Sin embargo, cuando los ciudadanos reconocen que su palabra puede ser tomada en cuenta en la decisión de los asuntos que les interesan, procuran hacerse escuchar y se motivan para lograrlo.

Las asambleas demostraron, además, que no es verdad que frente a cuestiones que involucran la propia identidad o creencias profundas las personas no puedan cambiar sus opiniones luego de confrontarlas con las de otros. La evidencia con la que contamos demuestra que aun en países de fuerte conformación religiosa, y luego de procesos de amplio debate público, muchos cambiaron de posición o matizaron sus posturas iniciales sin mayores problemas. Lo mismo comprobamos en la Argentina en la discusión sobre el aborto. Reconocimos entonces, además, el sentido y el valor de seguir discutiendo, aun en contextos de fuerte polarización política. Tal vez haya llegado la hora de dejar de lado muchos de los prejuicios que ayudaron a que no viéramos o a que negáramos aquello de lo que no queríamos hacernos cargo. La discusión y la decisión ciudadanas sobre temas de primera importancia pública resultan, además de deseables, perfectamente posibles.