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Clarín
2/06/19

Europa: el día después

"Lo más grave fue la ausencia de un debate serio y profundo acerca del tema que tal vez más influyó en la reconfiguración política del viejo continente, las migraciones", comentó Carlos Pérez Llana, profesor del Dpto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales UTDT, sobre las elecciones legislativas en la Unión Europea realizadas días atrás.

Por Carlos Pérez Llana

Cuando apenas se conocieron los resultados de las elecciones para integrar el Parlamento, Europa registró la primera batalla asociada a la recomposición del sistema político: la elección de sus nuevas autoridades.

El efecto, hasta el domingo pasado las instituciones europeas, básicamente la Comisión, el Consejo, el Parlamento y el Banco Central, estaban en manos de una alianza fundacional integrada por los partidos de orientación conservadora y por la socialdemocracia. El resto del universo ideológico no contaba. Ahora la voluntad popular sumó tres nuevos protagonistas: los liberales, los verdes y los partidos soberanistas.


Esta primera pulseada produjo perdedores y ganadores. La constelación conservadora históricamente giró en torno al eje alemán. Fue el “mundo Merkel”. Ahora ella se retira y las ideas económicas que inspiraron el modelo germano, que lideró en el viejo continente, han perdido consenso.

La cuarta revolución industrial, la inteligencia artificial, la emergencia de China y el repliegue americano no lo tienen como protagonista. Berlín, es sin duda, un claro perdedor, y por esa razón le costará imponer a su candidato, M. Weber, como presidente de la Comisión, la institución estratégica del proyecto europeo. Ahora, social demócratas, liberales y verdes tratarán de imponer un candidato que refleje la nueva correlación de fuerzas en sintonía con el voto de la gente.

Una vez cerrada esa etapa de armado institucional, dos preocupaciones ocuparán la centralidad de la agenda europea: terminar el capítulo del Brexit y pensar el futuro de la Unión, a la luz de un nuevo proyecto.

Es aquí donde aparece la tercera dimensión del voto: los partidos soberanistas. Estas fuerzas nacieron profesando un sentimiento antieuropeo y anti Euro, pero a la luz de las nuevas realidades cambiaron de estrategia. El Brexit espantó a sus clientelas, provocando la aversión al riesgo, y el surgimiento de una sensación de inseguridad también contribuyó a revalorizar el proyecto europeo. Así, en marzo del 2019 el Eurobarómetro marcó que el 61% de los europeos estimaban que “Europa era una buena cosa”.

El pragmatismo de esta derecha los impulsó a definirse como soberanistas y en vez de rupturas plantearon dar su batalla dentro de Europa. Esto implica, entre otras cosas, el bloqueo sistemático del armado de una nueva agenda, moderna y plural.

En este nuevo contexto surgen los grandes interrogantes acerca de la viabilidad a futuro del proyecto integracionista. Es cierto que el nacionalismo soberanista no logró imponerse; es cierto que mucha más gente concurrió a votar y es cierto que resistieron las defensas de Bruselas.

Pero también es cierto que los ganadores expusieron pocas propuestas; que no existen liderazgos fuertes -ni de países ni de personas-; que no se aludió a las implicancias que para el futuro de Europa tiene el avance irrefrenable chino; que se hizo sentir el silencio acerca del retraso tecnológico y de las implicancias de un dato no menor: en el ranking de las 100 primeras empresas mundiales, por capitalización, en Europa sólo residen 12. Hace diez años eran 29.

Lo más grave fue la ausencia de un debate serio y profundo acerca del tema que tal vez más influyó en la reconfiguración política del viejo continente, las migraciones. Los soberanistas no dejaron de levantar las banderas anti-inmigrantes.

Es el único gran espacio que une a los húngaros seguidores de V. Orban; a los polacos que votan por el Partido Ley y Justicia; al Frente Nacional de Le Pen en Francia y al neo-fascismo de la derecha italiana liderada por M. Salvini. En otras cuestiones están divididos; por ejemplo, en torno a cómo relacionarse con la Rusia de Putin y con el trumpismo que habita en la Casa Blanca.

Pero el bloque pro-Europa soslayó el debate, sin intentar introducir elementos racionales en las pasiones que impulsan estos populismos.

Cuesta comprender porqué los partidos vencedores casi no abordaron dos de los problemas centrales que aquejan a Europa: el envejecimiento de la población y la emigración intra-europea. Los jóvenes búlgaros, rumanos, polacos, portugueses e italianos - los recursos humanos más calificados- que emigran en busca de empleo, particularmente a Alemania y Gran Bretaña, adhieren a un imaginario demográfico que colisiona con los designios de gobernantes que conservan muchos hábitos soviéticos. De la despoblación no se habló, pero el peligro de una verdadera desaparición étnica existe.

Decididamente Europa sale debilitada de las elecciones parlamentarias. Las fuerzas más dinámicas, en términos de direccionamiento de los cambios, adhieren a la derecha.

El espacio del progreso resiste, pero le será difícil impulsar una dinámica de reformas porque muchos de sus votos se han reorientado hacia el pensamiento nostálgico y reaccionario. Un ejemplo es Francia, donde gran parte de los “chalecos amarillos” y la izquierda optaron por el Frente Nacional.

Existe, claro está, un resquicio para el optimismo. La socialdemocracia no murió, pudo debilitarse en Alemania pero creció en España y revivió en Italia. Los liberales han resurgido y eso va en favor del europeísmo. Los partidos verdes han logrado fortalecerse en Francia y Alemania.

Pero también existe un contexto global desfavorable e insoslayable: el sueño europeo padece la soledad estratégica, debido a que el mundo no es kantiano.

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