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Clarín
6/05/19

Europa: una incertidumbre paralizante

"Sin eje franco-germano, a Europa le cuesta encarar una nueva utopía, por esa razón continúan en ascenso las utopías regresivas", apuntó Carlos Pérez Llana, profesor del Dpto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales.

Por Carlos Pérez Llana

El 2019 es un año decisivo para la supervivencia de la Unión Europea. Esto es inédito. El escenario de la desintegración siempre resultó algo impensable y aún en los momentos más dramáticos, la crisis financiera del 2008 y la tormenta desatada contra el Euro en torno a la deuda griega, nunca estuvo en duda la integración europea construida sobre las cenizas de la posguerra. Ahora, cuando esa arquitectura institucional trastabilla, resulta pertinente observar qué factores están definiendo la dirección de la historia que está detrás de esta incertidumbre.

Un triángulo externo novedoso condiciona y asfixia a Europa. Trump es el primer presidente americano que no considera a Europa un socio estratégico. La Rusia de Putin es una potencia revisionista que busca revertir la devaluación estratégica sufrida cuando desapareció la Unión Soviética.


Por último, China es una potencia emergente que está perforando el tejido productivo europeo mientras seduce a los países euro-centrales y balcánicos con créditos para infraestructura de la Iniciativa OBOR (One Belt, One Road). En ese contexto, agudos observadores como Ivan Krastev (“After Europa”) pronostican para Europa un futuro similar al Imperio Austrohúngaro: la disolución de un imperio multiétnico.

Tensiones internas y presiones externas, ligadas a la emergencia de los populismos anti-europeos y a la desaparición de la matriz geopolítica global, constituyen la principal amenaza al contrato democrático y comunitario sobre el cual se construyó la Europa moderna.

También están definiendo el futuro de la Unión los nuevos formatos políticos que condicionarán los resultados de las elecciones para el Parlamento Europeo a celebrarse el 26 de mayo. Los partidos populistas ampliarán su presencia en el recinto y continuarán creciendo geográficamente. La rebelión de las clases medias, el cuestionamiento al multiculturalismo, que está detrás del rechazo a los inmigrantes, y la influencia de la post-verdad, en sectores que se informan en redes crecientemente manipuladas por las democracias autoritarias, probablemente les otorgará mayor visibilidad y poder a estos partidos anti-sistema.

También la dirección de la historia europea estará muy condicionada por el destino del Brexit. Como muchos advirtieron, la prolongación del divorcio está afectando la agenda de Bruselas. Virtualmente la Comisión, núcleo del sistema comunitario de decisiones, consagra la mayor parte de su tiempo a la administración del post-Brexit. Y esa realidad es aprovechada por la clase política británica, que alimenta las divisiones de sus socios en función de su interés nacional. Esto resultó evidente cuando se discutió la prórroga de los plazos para el divorcio isla-Continente.

En esa ocasión Francia quedó en minoría: sólo acompañada por España y Bélgica, votó por la fecha límite del 30 de junio. La mayoría optó por la ampliación hasta el 31 de octubre, lo que implica, entre otras cosas, que en Gran Bretaña probablemente habrá elecciones europeas. Cuesta imaginar una mejor metáfora para el fracaso: serían electos parlamentarios europeos en un país que votó irse de Europa.

Hasta después de las elecciones de mayo difícilmente los políticos londinenses tomen decisiones. Pero es probable que en el recuento de los votos, los partidarios más radicalizados del Brexit, los que en su momento se nuclearon en torno al líder del UKIP, Nigel Farage, terminen triunfando nucleados en un nuevo formato partidario, el “Partido del Brexit”, y bajo el mismo liderazgo. En este escenario, el sistema político británico habrá implosionado abriéndole las puertas a la configuración de la “pequeña Inglaterra”. Un nuevo IRA medrará con el despertar de los demonios irlandeses y el gobierno de Escocia reclamará una nueva consulta para evitar quedar fuera de Europa.

Este patético escenario en gran medida es el resultado de la fractura del eje París-Berlín, tándem sin el cual ni Europa ni el Euro hubieran nacido. Varias razones explican este desencuentro, pero hay una que se destaca. El fin de la era Merkel está a la vista y no se advierten nuevos liderazgos pro-europeos. La sucesión partidaria de la Canciller quedó en manos de A. Kramp-Karrenbauer, la nueva líder de la Democracia Cristiana. Según el ex-ministro germano de Relaciones Exteriores, Joschka Fischer, “el problema central de Europa hoy es Alemania. La respuesta de la sucesora de Merkel al proyecto europeo de Emmanuel Macron es una mezcla de incompetencia y de pequeños cálculos políticos”.

El rechazo a la idea de “más Europa”, fraseada por el presidente francés en su carta abierta “Por un Renacimiento Europeo” pone en evidencia el “problema alemán”, una circunstancia que no es ajena a otro dato central: el modelo económico germano, basado en el éxito de algunas de sus industrias, automotriz, metal mecánica y química, en el equilibrio de sus cuentas fiscales y en los excedentes comerciales, está llegando a su fin. Desigualdades crecientes, que alimentan la extrema derecha, degradación de la infraestructura y menor crecimiento son la contracara del dogma de los equilibrios fiscales.

Decididamente, los excedentes fiscales y comerciales son el futuro del pasado alemán. Sin eje franco-germano, a Europa le cuesta encarar una nueva utopía, por esa razón continúan en ascenso las utopías regresivas. 

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