En los medios

El Cuaderno
15/11/18

Los intelectuales y la política

Paula Bruno, directora del Dpto. de Estudios Históricos y Sociales de la UTDT, se ocupó en el libro "Ideas comprometidas: los intelectuales y la política" de la historia latinoamericana, donde explica cómo a principios del siglo XX un conjunto de intelectuales de todos los países iberoamericanos asumió el papel de advertir a sus sociedades sobre el peligro que Estados Unidos comenzaba a representar para la antigua América española.

Por Pablo Batalla Cueto
Cuando Émile Zola falleció, en 1902, Anatole France le dedicó un hermoso Elogio fúnebreen el que, entre otras cosas, ensalzaba al escritor en los siguientes términos: «Fue un momento de la conciencia humana». Zola —sabido es— se había destacado como el más insigne y brillante defensor de Alfred Dreyfus, un militar judío de origen alsaciano a quien se había acusado injustamente de espionaje, y cuyos proceso y condena a cadena perpetua en el siniestro penal de la guayanesa Isla del Diablo habían conmovido y desgarrado profundamente a la sociedad francesa, dando lugar a la cristalización de sendos bandos de dreyfusards antidreyfusards cuyo enfrentamiento reveló hasta qué punto incluso la nación cuya revolución había acuñado los Derechos del hombre y del ciudadano vivía atravesada del antisemitismo violento que acabaría sublimándose en los campos de exterminio del Tercer Reich. Zola era era el dreyfusard por excelencia: la publicación en 1898, en el diario L’Aurore, de su celebérrimo J’accuse…! había sido de algún modo el detonante de las hostilidades; y al escritor le había supuesto graves perjuicios en lo personal: la justicia requisó sus bienes y lo sumió en la pobreza; los antidreyfusards pasaron a volcar en él, convertido en una cabeza de turco, todos sus ataques, haciéndolo objeto de una torrentera de artículos satíricos, caricaturas, canciones y libelos insultantes y difamatorios; y Zola llegó a exiliarse por un tiempo en Londres. Pero nunca se arrepintió de la publicación de J’accuse…!, que hoy sigue siendo considerado el paradigma del manifiesto crítico y el acta de nacimiento de una figura que será característica de todo el siglo XX: la del intelectual engagé que —idealmente al menos— pone su talento y su prestigio al servicio insobornable de una causa de emancipación y justicia. La propia palabra intelectual nació entonces como un calificativo peyorativo acuñado por los antidreyfusards, que más tarde iría adquiriendo las connotaciones positivas que hoy posee el vocablo.

El 
affaire Dreyfus no se había cerrado todavía (sólo lo haría en 1906, con la restitución del capitán Dreyfus —que llegará a servir en la primera guerra mundial— a la carrera militar) cuando, tres años después de la muerte de Zola, en 1905, nacía en París el hombre en quien lo que había comenzado con J’accuse…! llegaría a encontrar su expresión más acabada. Será él, Jean-Paul Sartre, quien afirme que «lo cierto es que el escritor siempre está comprometido. Cuando dice la verdad, se compromete con la causa de la verdad. Cuando dice la verdad a medias, está comprometido con los que sueñan con una verdad a medias. Y cuando no escribe, también está comprometido. Comprometido con aquellos que quisieran ocultar la verdad». Sartre, que entendió —escribe Gisèle Sapiro— «la escritura como acto, superando la antinomia entre pensamiento y acción que fue durante mucho tiempo […] el tema estrella de todos los debates sobre el compromiso de los intelectuales», continúa siendo hoy el intelectual por excelencia; y suya es la caricatura de 1970 del semanario satírico Hara-Kiri Hebdo escogida para ilustrar la portada de un libro de autoría colectiva, coordinado por Maximiliano Fuentes y Ferran Archilés, que acaba de publicar la editorial Akal, y que con el título Ideas comprometidas: los intelectuales y la política ofrece, aunque sea a retales, una historia interesantísima de las distintas formas que las cabezas cultas del mundo fueron encontrando en el siglo pasado para —como decía también Sartre, humorísticamente sólo a medias, cuando se le requería una definición propia de intelectual— meterse donde no les importaba.

Más allá de Saint-Germain-des-Prés

Una historia de los intelectuales es siempre una historia fundamentalmente francesa o incluso parisina, porque a lo largo del siglo pasado, nada hizo la intelectualidad de los cinco continentes que no se hiciera antes, fijando modelos y tendencias, en los cenáculos cultos de la ciudad de las luces y de las barricadas. Tal y como se dice en la introducción de Ideas comprometidas, incluso en un país como Gran Bretaña es legendaria la ausencia de intelectuales en cualquier sentido continental del término; y no en vano el primer artículo de los que conforman el libro corre a cargo de la socióloga Gisèle Sapiro y es justamente un repaso de los modelos de implicación política de los intelectuales en su país a todo lo largo del siglo XX. Fue con esos troqueles germanopratinos que las intelligentsias de otras naciones dieron forma a sus propios desempeños y querellas; y tales querellas siempre fueron aquí y allá remedos de las que en la izquierda marxista parisina, por ejemplo, enfrentaban a quienes entendían, como Roger Garaudy, que el intelectual debía ser un consejero de príncipes al servicio de Partido y quienes, como Louis Althusser, consideraban a su vez que el intelectual no debe someterse a autoridad alguna en materia filosófica, ni siquiera a la partidaria.

En el libro también se pasa revista, en otros artículos, al enfrentamiento entre Sartre y Camus o al advenimiento de los Nouveaux Philosophes, entre otros acontecimientos y fenómenos franceses, pero la historia que en él se cuenta no es exclusivamente gala, sino que traslada asimismo al lector a espacios como Latinoamérica, Italia o la Judentumcentroeuropea.

De Latinoamérica se ocupa en primer lugar la historiadora argentina Paula Bruno, cuyo artículo expone cómo a principios del siglo XX un conjunto de intelectuales de todos los países iberoamericanos, entre los cuales ejerció cierto caudillaje el cubano José Martí, asumió para sí el papel de advertir a sus sociedades sobre el peligro que un pujante Estados Unidos comenzaba a representar para la antigua América española. Bruno presta atención especial a la I Conferencia Panamericana, celebrada entre 1889 y 1890 y que acogió un intenso debate entre quienes, como el bonaerense Roque Sáenz Peña, rechazaban la tutela y la intromisión que Estados Unidos trataba de ejercer sobre el resto del continente esgrimiendo la ambigua doctrina Monroe («América para los americanos»), pero para aspirar a una «América para la humanidad», y quienes como el francoargentino Paul Groussac, imbuidos de una visión culturalista fundamentada en imágenes estereotipadas, formulaban una reivindicación ardorosa de la latinidad frente al yanquismo, expresada a través de dicotomías como bárbaros/civilizadosmaterialismo/espiritualismoadvenedizos de la historia/portadores de la tradición o cultura/naturaleza. Rubén Darío, partícipe de esta segunda visión, escribirá por ejemplo:

 

Y los he visto a esos yankees, en sus abrumadoras ciudades de hierro y piedra y las horas que entre ellos he vivido las he pasado con una vaga angustia. Parecíame sentir la opresión de una montaña, sentía respirar en un país de cíclopes, comedores de carne cruda, herreros bestiales, habitadores de casas de mastodontes. Colorados, pesados, groseros, van por sus calles empujándose y rozándose animalmente, a la caza del dollar. El ideal de esos calibanes está circunscripto a la bolsa y a la fábrica.

Para estos autores que veían en Estados Unidos —refiere Bruno, y la cita que sigue es de Groussac— «un monstruoso organismo colectivo: pueblo de aluvión, acrecido artificialmente y a toda prisa con los derrames de otros pueblos, sin darse tiempo para la asimilación, y cuyo rasgo sobresaliente y característico no es otro que […] la ausencia absoluta de todo ideal», España pasó a convertirse en un baluarte de los ideales y valores latinos, y la unidad latinoamericana en una aspiración emancipatoria: «Cien años ha durado la obra disolvente de los patriotismos exacerbados. Mientras se formaba en el norte un coherente Estado tutelar, perpetuaban la inicial dispersión las naciones meridionales […]. Es la hora severa del llamado de conciencia […]. De las próximas direcciones de la política americana dependerá el futuro de la raza», dejará escrito por ejemplo el peruano Francisco García Calderón.

De Latinoamérica se ocupa también, en Ideas comprometidas, Carlos Aguirre, profesor de historia en la Universidad de Oregón, que aborda la influencia capital que la Revolución cubana ejerció sobre la intelectualidad progresista del subcontinente en los años sesenta, setenta y ochenta: una época de fascinación guerrillera y optimismo revolucionario que comprometió a muchos hombres de cultura (y decimos bien hombres de cultura: la ausencia de mujeres intelectuales entre las figuras estudiadas en el libro es una de sus pocas cojeras) con el Gobierno revolucionario cubano y los varios y diversos movimientos insurgentes que, espoleados por el éxito de los barbudos de Sierra Maestra, fueron brotando por toda la región, ofreciéndoles —tal como expresará Julio Cortázar— su literatura como ametralladora. Aguirre también expone cómo a estos hombres se les planteará muy pronto el dilema Garaudy/Althusser: el de elegir entre supeditar su trabajo y sus opiniones individuales a las necesidades de los proyectos revolucionarios («Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada», les advertirá Fidel Castro) o si, por el contrario, era su obligación mantener su independencia crítica y su derecho a la disidencia. Todos ellos vivirán con conmoción y angustia el caso Heberto Padilla: un poeta que había transitado desde un entusiasmo inicial por la Revolución al desencanto y la disidencia y que, acusado de «actividades subversivas» por el Gobierno castrista, acabó siendo encarcelado en 1971. A Vargas Llosa y Carlos Fuentes, el asunto les hará abandonar la fe socialista; otros, como García Márquez, se mantendrán firmes en su apoyo a la Revolución, y un tercer grupo del que Cortázar es el representante más eximio adoptará una postura ambigua, crecientemente desilusionado pero incapaz, pese a todo, de dar el paso de impugnar abiertamente el derrotero que la Revolución había tomado.

Europa, Europa

Otros artículos del libro centran su atención en el continente europeo en su conjunto. Lo hace en primer lugar Maximiliano Fuentes Codera, cuya digresión versa sobre el punto de inflexión que para la intelectualidad del Viejo Mundo supuso la primera guerra mundial, una efusión de patriotismos belicistas de la que en un primer momento no se libró ni tan siquiera el europeísta y pacifista Stefan Zweig. Impregnados del darwinismo social cocinado en los últimos lustros del siglo XIX y de una idea de la guerra como mecanismo para la regeneración de las naciones, apenas si hubo nadie en Europa que no entendiera aquel conflicto como una confrontación definitiva entre la Kultur germana y la civilisation francesa; lo cual condujo a veces —y ello nos habla, y es una de las virtudes del libro, de las miserias a que el mundo del intelecto también es capaz de descender— a una infausta prostitución de algunos intelectuales en beneficio de aquellos nacionalismos histéricos: así, por ejemplo, la del psiquiatra Edgar Bérillon, que publicó un artículo académico dedicado al análisis del «rancio» olor corporal de los alemanes, que atribuía a sus anormalmente prolongados intestinos.

También es europea y tiene que ver con la Gran Guerra la historia que cuenta Patrizia Dogliani en «¿Internacionalismo, transnacionalismo o nacionalismo? El difícil compromiso de los intelectuales socialistas europeos al final de la Gran Guerra», que pasa revista a su vez a las convulsiones que atravesaron al movimiento obrero internacional tras un conflicto que había puesto de manifiesto —expone Dogliani— «la debilidad del marxismo original como ideología sustentadora de la Internacional y también de algunas culturas socialistas nacionales, en particular la francesa, la belga y la italiana, y la escasa repercusión internacionalista del concepto de clase entre los obreros […] frente al afianzamiento y la identificación con una causa nacional y patriótica». E Ideas comprometidas cuenta también con la participación del prestigioso intelectual italiano Enzo Traverso, que aporta al proyecto un artículo titulado «Intelectuales judíos y cosmopolitismo» en el que se ocupa de cómo la dicotomía entre lo germano y lo judío se superpuso en un momento dado, en el contexto centroeuropeo, a la ya aludida que enfrentaba los conceptos de Kultur y civilisation. Explica Traverso cómo en la Alemania decimonónica y del primer siglo XX

El judío personifica la movilidad del dinero y las finanzas, el cosmopolitismo y el universalismo en abstracto, el derecho internacional y una cultura urbana degenerada. El alemán, por el contrario, está arraigado en su tierra, genera riqueza con el trabajo y no por medio de operaciones financieras, posee una cultura que expresa la genialidad nacional y concibe las fronteras de su Estado no como una construcción jurídica abstracta, sino como aquello que delimita un espacio vital.

Esa dicotomía, a algunos literatos e intelectuales judíos los llevó a abrazar el sionismo, pero a otros los hizo desembocar «en una forma radical de cosmopolitismo, que se expresa en el rechazo del nacionalismo alemán y, al tiempo, de lo judío, en una búsqueda identitaria de signo posnacional». Estaban —expone Traverso— «atrapados en una doble contradicción: por una parte, la incapacidad de volver al judaísmo tradicional, debido a su asimilación y, por otra parte, la imposibilidad de acceder de forma plena a la germanidad por el antisemitismo imperante. Optaban así por rechazar ambas cosas, superándolas desde un enfoque cosmopolita». Fue éste el caso de Stefan Zweig, de Joseph Roth (que se presentaba abiertamente como un apátrida [Weltbürger] o incluso, irónicamente, como un Hotelpatriot) o de Rosa Luxemburgo, que en 1917, internada en una prisión prusiana debido a su oposición a la guerra, expresaba así este universalismo ajeno a la condición judía en una carta a su amiga Mathilde Wurm: en su corazón, afirmaba, ya no quedaba ningún «rincón especial» para el sufrimiento de los judíos. «Mi casa es cualquier lugar del ancho mundo en el que haya nubes, pájaros y lágrimas», proclamaba.

A Portugal nos traslada José Neves, que estudia al portugués António José Saraiva, un pionero en la comprensión, ya en los años sesenta, de los efectos negativos que la creciente importancia de la tecnología representaba. Y Albertina Vittoria se ocupa de Italia y de «El PCI y sus intelectuales, 1945-1968», donde aborda la fascinación que el partido comunista italiano ejerció sobre toda la intelligentsia progresista del país en la inmediata posguerra, arrastrando hacia él una «migración» de intelectuales que habían sido liberales, republicanos o genéricamente de izquierdas antes de la guerra. Esa heterogeneidad confirió al PCI características muy peculiares en el seno del movimiento comunista del continente, y entre otras una identificación nacional mucho más estrecha que la de otras formaciones comunistas europeas. La cultura del partido debía —proclamaba Palmiro Togliatti— debía ser socialista «en su contenido», pero «nacional por la forma»; y era necesario ahondar en la «tradición nacional y popular» para identificar «los elementos italianos de nuestra cultura socialista», citando por ejemplo a Galileo, Giordano Bruno, Francesco de Sanctis, Antonio Labriola o sobre todo Antonio Gramsci.

España está también presente entre los artículos que conforman el libro; y lo está porque contra lo que a veces se cree, y como escribe Ismael Saz,

no hay nada en la vida intelectual española ajeno a las grandes corrientes europeas, en lo negativo y en lo positivo: el positivismo y su crisis; la abrumadora imposición de la noción de decadencia —de la sociedad, de las clases sociales, de los individuos—; la “articulación” de todas estas decadencias en la clave nacionalista, de la decadencia de la nación; las crisis nacionales y nacionalitarias como mecanismo de pasaje del liberalismo al aliberalismo o el antiliberalismo, y de la izquierda radical a la derecha más o menos radical.

Lo escribe en un artículo titulado «Largas y quebradas. Trayectorias intelectuales del liberalismo al antiliberalismo en España (1898-1945)», cuyos nombres propios son los de intelectuales como Ramiro de Maeztu (quien se preguntaba: «¿Somos capaces de sacarnos de las entretelas un ideal original?»), José Ortega y Gasset (que protagonizó una trayectoria plena de «oscilaciones y matices» pero de la que nunca llegó a desaparecer «la obsesión nacionalista por la suerte de una España cuya forma específica de neutralidad parecería confirmar los peores temores acerca de su inanidad y postración») o el protofascista Ramiro Ledesma, que pide a los intelectuales que se alejen de la política, actividad que no les es propia, y se la dejen a los «hombres de acción», definidos en contraposición a los intelectuales. «Primero es la acción, el hecho. Después su justificación ideológica» —exigía Ledesma—, y advertía:

si el intelectual subvierte su función valiosa y pretende hacerse dueño de los mandos, influir en el ánimo del político para una decisión cualquiera, su crimen es de alta traición para con el Estado y para con el pueblo. En la política, el papel del intelectual es papel de servidumbre, no a un señor ni a un jefe, sino al derecho sagrado del pueblo a forjarse una grandeza. Afán que el intelectual, la mayor parte de las veces no comprende.

Ángel Duarte aborda en otro artículo la figura del psiquiatra Carlos Castilla del Pino, modelo del intelectual de extracción burguesa que adquiere convicciones revolucionarias cuando se topa con «la experiencia material de la miseria», lo que a Castilla al ser destinado a Córdoba. A su vez, Giaime Pala aborda el tema «Compromiso político-cultural y antifranquismo: el caso de los intelectuales comunistas de Cataluña», artículo del que es interesante su exposición de cómo los intelectuales comunistas, en gran medida, no mostraban ningún entusiasmo a la hora de realizar un trabajo de tipo cultural. Por el contrario, solían solicitar a la dirección ser incorporados a las células obreras de Barcelona para trabajar junto a quienes consideraban como los verdaderos sujetos revolucionarios.

La muerte del intelectual

Una historia de los intelectuales, además de una historia fundamentalmente francesa, también es siempre una historia del siglo XX: el intelectual nace con el siglo y con el siglo muere de algún modo. En Ideas comprometidas también hay hueco para diseccionar la muerte del intelectual que de algún modo supusieron los años ochenta. En 1998, Antoine Prost, reflexionando sobre estas cuestiones, sentenciaba ya que «el hombre comprometido fue una figura del siglo XX: desde hace un tiempo, esta figura pertenece al pasado».

La crisis de la intelectualidad fue primero la del intelectual total sartriano, en oposición al cual Foucault acuñó al intelectual específico, recusador del «intelectual universal que se erige en maestro de la verdad y de la justicia», al que también Bourdieu reprochaba la «ilusión de omnipotencia del pensamiento». Pero al intelectual total, a la postre, no lo acabó reemplazando ese intelectual específico, sino el mediático. Tal y como se explica, y de algún modo se lamenta, en la introducción del libro, «la visibilidad de unos u otros autores pasó a ser un criterio más importante que sus propias credenciales» y «la presencia de los intelectuales se fue desplazando hacia el carácter de expertos […] o de simples opinadores». El experto, explicará más tarde Gisèle Sapiro, «informa para que los poderes públicos puedan tomar decisiones», y «sus diagnósticos han de ser neutros», entendida esa neutralidad como «un signo de cientificidad, al contrario que la ideología, sospechosa de subordinar el conocimiento a fines políticos». Al calor de estas transformaciones que son las transformaciones del neoliberalismo, surgen los think tanks, los fast thinkers y lo que François Hourmant, que en el último artículo del libro aborda la recomposición del campo intelectual francés al final del siglo XX, define como una suerte de emprendedores del intelecto, muñidores de «una estrategia de multiposicionamiento en la interfaz de los campos intelectual, político y mediático». Explica Hourmant, centrándose sobre todo en la figura de Bernard Henri-Lévy, que

A diferencia de sus mayores, estos nuevos emprendedores abrazan todos los canales mediáticos y todos los anfiteatros, todos los repertorios (de la provocación a la seducción) y todos los registros del compromiso (de la petición al manifiesto, del ensayo a la actuación televisada) y unen mensaje y biografía. Han comprendido la nueva exigencia que se esboza en ese momento; este mandato de la visibilidad que, apoyado en esta cultura del narcisismo que diagnostica en la misma época Christopher Lasch, ya no sólo se ocupa de las ideas, sino que también promociona a las personas, su aspecto, incluso su belleza, según la imposición de La sociedad del espectáculo profetizada diez años antes por Guy Debord.

Se pasa —dice Hourmant—

del romanticismo revolucionario a la movilización humanitaria, del Che o de Mao a las ONG, de la militancia clandestina de las organizaciones maoístas a la orquestación mediática […] de la exaltación de la revolución a la denuncia del marxismo antes de disfrutar de una forma de desencanto político, incluso de cierta actitud de fusión de espectacularización e indignación virtuosas en nombre de los derechos humanos […] del monolitismo duro de los sistemas a una soft ideología caracterizada por el pluralismo blando de los valores.

Ante ese panorama, resurge de las cenizas de algún modo la figura ciclópea de Albert Camus, a quien Jeanyves Guérin dedica un artículo monográfico titulado «Albert Camus. Un justo en la ciudad». Resurge porque en él, que al poner en solfa la mitología progresista de su época fue acusado de una suerte de «crimen de leso marxismo», hoy se presenta como la síntesis ideal entre represtigiar la idea de compromiso y pese a todo comprender, como se ruega en la introducción de Ideas comprometidas, que «no hay nada que rescatar de las ruinas del compromiso entendido como posicionamiento dogmático». Camus —explica Guérin— no es «maniqueo, porque sus indignaciones nunca han sido selectivas, no fue un autor de la Guerra Fría. Ajeno tanto al espíritu de la ortodoxia como al espíritu del sistema, no es un ideólogo. […] Nunca ignoró los desmentidos que el mundo real oponía a sus convicciones» en un momento en que

si los textos sagrados y el mundo estaban en contradicción, huelga decir que era el mundo el que estaba en un error. La realidad rompía en los arrecifes de la superstición; en este caso, la ideología. Los datos factuales eran despreciables. Desde Sartre hasta Lukács, era evidente que el peor socialismo era mejor que el mejor capitalismo. De todas todas, Pol Pot era mejor que Olof Palme. Era mejor equivocarse con Stalin y Aragon que tener razón con Camus o Aron. Se confundía, de buena gana, a los oprimidos con sus representantes autodesignados.

Desilusionado del comunismo, Camus no se convirtió sin embargo —como otros que, como expresa satíricamente François Hourmant, empezaron con Mao y acabaron con Sarko y pasaron «del cóctel molotov al cóctel de las seis»— en un néo-réac gaullista: siguió siendo siempre «un rebelde presto a convertirse en un revolucionario», como dejó dicho Jean Grenier, convencido de que se podía rechazar el extremismo sin convertirse en un conservador ni renunciar a cambiar el mundo.

Tampoco quiso nunca Camus ser un intelectual total. No fundó —explica Guérin—

una escuela ni construyó un sistema. […] no lanzó nuevos conceptos ni legó neologismos a los clérigos de aquí o allá. […] Su cultura era limitada. Había leído poco los clásicos de la filosofía política o a los grandes teóricos del socialismo. Durante mucho tiempo, los profesionales del pensamiento, desde Sartre hasta Bourdieu, han despreciado «al filósofo para alumnos de bachillerato». Como tenía la intención de expresarse claramente, dado que el suyo era un estilo volteriano o gideano, sus ideas están forzosamente recortadas. Sus frases van directamente al grano. Camus se prohíbe a sí mismo «el galimatías y la jerga»

Para Camus, «la libertad es un principio inalienable». Lo dirá y lo repetirá,

pero en contra de la vulgata marxista que distingue las libertades formales y las libertades reales. [La libertad] es [para él] un valor de la izquierda en el sentido de que no está separado de la justicia, [y] por lo tanto, de la igualdad. Camus se abstiene de proponer una utopía sociopolítica y prefiere formular requisitos y objetivos. Su crítica del totalitarismo no lo llevó al neoliberalismo. Separa la democracia de los mercados. El comunismo leninista y estalinista es, para él, algo repulsivo, no un modelo. El colapso del bloque soviético no cuestiona la idea, el ideal, el proyecto socialista. El Estado todavía tiene un papel que desempeñar, pero no es el único mecanismo para el cambio social. […] El acicate para el cambio proviene de la sociedad civil. […] Su corazón es libertario; su razón, socialdemócrata.

Rechazaba Camus las «utopías absolutas» que «hacen prevalecer las abstracciones, hipostasian la razón, juegan a apostar con la política y […] legitiman el asesinato», pero era internacionalista: «No curamos la peste con los medios que se aplican a la gripe. Una crisis que desgarra el mundo debe resolverse a escala universal», decía, y decía también: «Cuando un hombre está cargado de cadenas en el mundo, somos nosotros también los que estamos encadenados. La libertad debe ser para todos o para nadie». En cuanto a la violencia, para Camus era «a la vez inevitable e injustificable»; en ocasiones liberadora y a menudo liberticida; y había que procurar mantener siempre su «carácter excepcional».

Edward Said dejó prescrito que «el intelectual es un individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, una filosofía o una opinión para y a favor del público» y que por eso, «no existe algo así como un intelectual privado […], pero tampoco existe únicamente un intelectual público, alguien que se limita a ser algo así como la figura decorativa, portavoz o símbolo de una causa». Y Camus, que representó ese ideal mejor que nadie en todo el siglo pasado, tenía también su propia definición de intelectual: «alguien cuya mente se vigila a sí misma».