En los medios

Clarín
23/09/18

Las razones políticas de la crisis

"No hay que pactar en el secreto la corrupción; hay que pactar con transparencia los valores del progreso e impulsar en conjunto la disciplina fiscal", apunta Natalio Botana, profesor emérito del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Di Tella.

Por Natalio Botana
Si nos atenemos al título que El País de Madrid nos dedicó el domingo pasado, la Argentina sobrevive al compás del “eterno retorno de la crisis”. Sobran razones para respaldar ese enfoque. Tampoco faltan explicaciones, tan abrumadoras como los diagnósticos que se disparan minuto a minuto. Los nuestros, repetidos en esta columna, ponen el acento sobre una democracia republicana que carece de constitución económica y de constitución moral.

De estas carencias nacen las crisis y las bruscas oscilaciones entre la euforia y la desilusión. En estos días, la caldera de un país sin moneda y sin templanza moral está en su punto de ebullición. Braman los mercados, braman los tribunales, mientras se achican las expectativas favorables acerca del provenir. A la luz pública se revela ese juego destructivo: un sector del empresariado que participó de la corrupción, un sector de la dirigencia política que la impulsó y un régimen electoral que genera clientelismo y al que lubrica el dinero negro.

Se trata de tendencias que vienen de lejos. En los años ‘50 del último siglo, las propuestas de personajes tan opuestos como Perón, Frondizi, Prebisch y Gino Germani coincidieron en que era imprescindible modificar nuestra estructura económica para sostener un Estado de bienestar y dar una base material a las apetencias de consumo y movilidad de una sociedad altamente modernizada. Esta asincronía entre economía, legislación social y cultura consumista jamás fue superada.

Los fracasos tienen por tanto espesor histórico y ponen de relieve la persistencia de un sistema que no satisface ninguna de esas demandas: la seguridad social está cada vez más comprometida y las inclinaciones consumistas oscilan al paso de políticas monetarias que terminan en la ruina: cuando hay atraso cambiario es la fiesta del endeudamiento y del consumo; cuando sobrevienen las devaluaciones es el momento de las restricciones y las caras largas.

La tres grandes crisis en democracia —la hiperinflación, el colapso de la convertibilidad y la que nos agobia en estos días— actuaron como un cerrojo que abría curso a una y otra situación. De ninguna se pudo salir con bases firmes; las que se echaron fueron el preanuncio de nuevas crisis, lo que no fue obstáculo para que la constelación peronista, que ascendió a la vuelta de cada crisis, pudiese retener el poder durante largos períodos. La salida de las crisis fue patrimonio pues del peronismo; la entrada en las crisis de los partidos no peronistas.

En consecuencia, durante estos años de democracia el poder se concentró cuando gobernó el peronismo y se desconcentró cuando lo hizo el radicalismo y ahora Cambiemos. La clave para disparar este doble proceso de dominio y control reside en el Senado nacional. Nunca el peronismo perdió el control de la cámara alta, sólo o con aliados. Con este resorte pudo limitar la capacidad de gobierno de Alfonsín, De la Rúa y Macri. Además, cuando se sumó a ello el control de la Cámara de Diputados, se reforzó el temperamento hegemónico. Menem y el matrimonio Kirchner dispusieron de esos recursos para producir esa clase de gobernabilidad.

Con estos apoyos se armaron dos ofertas que expandieron la tradición “ejecutivista” de nuestra política; es decir, presidencias que mandan con mayorías disciplinadas en el Congreso para doblegar los efectos de la crisis: Menem con las privatizaciones y la convertibilidad, los Kirchner gracias al default y al apogeo de los precios de nuestras commodities. Se fabricó de este modo una galería de paraísos perdidos en contraste con los contratiempos de las crisis que sufrieron Alfonsín y De la Rúa.

En una encrucijada semejante está en la actualidad Cambiemos. Con el gradualismo ganó la delantera en las elecciones del año pasado, pero no pudo conjurar la triple crisis cambiaria, fiscal y de cuenta corriente que hoy sopla fuerte sobre nosotros. El gradualismo resultó entonces de una despareja relación de fuerzas. Ni aún en los mejores momentos, en 2015 y 2017, Cambiemos pudo alcanzar una mayoría, al menos en la cámara baja. Por eso hubo que negociar y acomodar con efectos tangibles su situación minoritaria. Una de las ventajas que conserva son las divisiones intestinas de un peronismo que carece, por ahora, de un liderazgo unificante.

Si el peronismo no recupera un liderazgo con esa cualidad puede sufrir serios tropiezos. Con Menem lo construyó desde abajo luego de su triunfo en las internas de 1988; con Kirchner lo hizo desde el poder, imponiéndose sobre una fragmentación interna muy pronunciada (en las elecciones de 2003 el peronismo fue con tres candidatos al igual que la diáspora del radicalismo)

El desafío que tiene Cambiemos es que el peronismo no se unifique y persista, por ende, un esquema de polarización con Cristina Kirchner. Se repetiría con esta táctica un juego de corto plazo que no resolverá los problemas sustanciales. Porque este acople malsano de las crisis no responde, en última instancia, a motivos económicos; responde más bien a la sinrazón de una dirigencia que carece de la virtud del compromiso y reproduce la ineptitud para concebir y poner en práctica las grandes líneas del desarrollo que el país reclama. Esta insuficiencia para acordar es lo que preocupa a los mercados y a los organismos de crédito. Debería, en rigor, preocuparnos a nosotros.

Romper con estos círculos perversos reclamaría un cambio de mentalidad para establecer otro círculo de deliberación y consenso con exclusión de los corruptos. No hay que pactar en el secreto la corrupción; hay que pactar con transparencia los valores del progreso e impulsar en conjunto la disciplina fiscal, la disciplina que exige una política exportadora y la disciplina para alentar la inversión. En su lugar hemos generado la salida fácil y su correlato, la insolvencia perpetua. Así enterramos el ideal histórico de crear una civilización del trabajo y arrojamos al bajo fondo de la exclusión social a un tercio de nuestra población.

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