En los medios

Sendero Elegante
18/06/18

Eduardo Levy Yeyati: “No estamos condenados a ser un país de segunda"

El decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella fue entrevistado por Ramiro Gamboa. Habló sobre su último ensayo publicado, "Después del trabajo". También analizó el contexto económico nacional e internacional y la herencia económica recibida por el Gobierno de Mauricio Macri, entre otros temas.

Por Ramiro Gamboa

El economista y escritor Eduardo Levy Yeyati, ingeniero civil de la Universidad de Buenos Aires y doctor en economía de la Universidad de Pennsylvania, es decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador principal del Conicet. Entre su extensa obra publicada, que incluye desde novelas hasta textos académicos, se encuentra su último ensayo publicado: Después del trabajo: El empleo argentino en la cuarta Revolución industrial.

Entre otros temas, opina sobre la crisis de 2001, el kirchnerismo y el cristinismo. Afirma que “el Gobierno necesitaba del FMI para acelerar el proceso de ajuste. Se evitó tener una crisis financiera que bien podría haber ocurrido” y reflexiona sobre el desarrollo en Argentina: “¿Qué le vamos a vender al mundo aparte de bienes primarios y autos a Brasil? Hasta que no encontremos esa respuesta es muy difícil crecer más del 1 % o 2 % promedio por año”.

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—En el libro Vamos por todo se habla de dos etapas del kirchnerismo. ¿Es así? ¿Puede decirse que hubo dos kirchnerismos?

 —Lo que hubo fueron dos contextos distintos que provocaron reacciones distintas. En 2003 se heredó una situación de superávit, un tipo de cambio muy devaluado, producto de la crisis, que dio la libertad para redistribuir parte de lo que iban a ser los frutos de la recuperación.

La pregunta es si el Gobierno cambió más adelante o fue el mismo que cuando estuvo contra la pared. Es difícil saberlo. Sin embargo, más allá de que Néstor y Cristina no eran la misma persona y no pensaban la política de la misma manera, hubo, sobre todo después de la muerte de Néstor, una politización e ideologización de la práctica, de la política pública, que no se daba antes. Tenían algunas cuestiones en común que me permitirían inferir que Néstor, llegado el caso, no habría optado por un camino muy distinto, aunque es probable que hubiera sido un camino más cuidado en el aspecto político.

 —¿Te imaginás a Néstor Kirchner con Axel Kicillof como ministro?

 —No, creo que Néstor lo habría menospreciado. En primer lugar, él tenía una participación mucho más protagónica. Además, las personas con las que se rodeaba no eran de un perfil tan personal como Kicillof. Me parece que no habría tenido cerca a ningún protagonista tan destacado, y no habría puesto la economía en manos de una persona, para empezar.

 —¿Cristina puso la economía en manos de Kicillof?

 —No necesariamente. Al comienzo se recostó en Boudou. Después de obtener el 54 %, en 2011, Boudou es el principal socio intelectual de Cristina. Pienso que es a partir del caso Ciccone, como señalamos en el libro, que Boudou pierde protagonismo y Kicillof aparece como la personalidad o visión hegemónica en el Gobierno. Ahí se perdió el balance entre las personalidades de ambos, y esto perjudicó al país y al cristinismo. De alguna forma, el cristinismo es hijo, no solo de la muerte de Néstor, sino también del escándalo de Ciccone.

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—En el libro también se nombra a Duhalde, quien en 2002 definió a Kirchner como un “rebelde sano”.

 —Duhalde dice lo de “rebelde sano” para reconocer que no había podido conseguir otro candidato que se ajustara mejor a sus pretensiones. Los mejores candidatos que tenía Duhalde habían rechazado su oferta. Entonces se da cuenta de que para ganarle a Menem no puede fragmentar el voto peronista en Kirchner, que iba a presentarse de todas formas. “Antes de perder con dos candidatos prefiero ganar con uno”, piensa, y ahí decide apoyarlo a Néstor. De alguna manera se autojustifica al decir que, si bien no es el ideal, no es un candidato equivocado.

 —¿Te parece que Duhalde se equivocó al no ser candidato en 2003?

Me parece que se equivocó. Todavía no era evidente que el país ya estaba dando la vuelta y creciendo, aunque sí lo era para los economistas. Pienso que Duhalde, un poco por lo de Kosteki y la masacre de Avellaneda y otro poco porque no interpretó la rapidez con la que íbamos a salir de la crisis, se hizo a un lado antes de tiempo.

—¿Qué pensás de los integrantes del equipo económico de Eduardo Duhalde como Aldo Pignanelli o Roberto Lavagna?

Pienso que, dada la situación, y en términos generales, el Gobierno de Duhalde y toda la gente que participó en él hizo una buena tarea. Reivindico mucho la humildad de Duhalde para entender en ese momento crítico cuál era el límite de su poder y compartirlo y escuchar, algo que a los políticos les cuesta. Escuchaba muchas voces, algunas equivocadas, pero escuchaba y se dejaba aconsejar, y eso es útil.

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—¿Por qué el gobierno de Cristina Kirchner no se animó a actualizar el valor de las tarifas?

—A fines de 2011, se dan los primeros indicios de que el país está entrando en una recesión. Con el 54 % de las elecciones, en vez de usar ese capital político para atravesar esa recesión haciendo algunos cambios, dan marcha atrás. No tienen la resiliencia para soportar la caída de imagen y aprovechar el apoyo masivo para hacer una transición que era inevitable y que justamente por postergarla todavía estamos pagando.

Inmediatamente después de las elecciones, empieza a haber presión cambiaria y salen a anunciar los ajustes tarifarios que el Ministerio de Economía había pensado un año antes. Sin embargo, al ver que cae el nivel de actividad y con temor de que eso profundice la recesión, vuelven a retroceder y ponen más presión al mercado financiero en vez de hacer el ajuste tarifario.

Me parece que al final es el temor a caer en las encuestas. Con el 54 % estaban dadas todas las condiciones para imponer el plan que el equipo de Boudou había pensado en términos económicos, que en términos generales era un ajuste tarifario, reintegración al mundo y vuelta a los mercados de capitales. Incluso habían pensado recurrir a las revisiones del Fondo Monetario Internacional. Pero hacen todo lo contrario y se ponen a la defensiva. Y a partir de ese momento vienen sucesivas medidas que generan nuevos problemas.

—Entonces fue perjudicial que se supiera lo de Ciccone.

—Ciccone fue un escándalo, un dato de la realidad. Lo negativo fue que el plan B fuera Kicillof, el cepo y el intervencionismo, pero las circunstancias aparecen. Fue una mala defensa que marcó toda la última etapa del cristinismo.

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—En un capítulo sobre la intervención del INDEC, ustedes escribieron: “… la manipulación de la inflación fue hija de la reaparición de la inflación”. Hoy podemos confiar en la estadística pública, pero todavía no se logró derrotar a la inflación. Es decir, ¿solo con modificar la estadística pública se puede bajar la inflación?

—No, lo que digo es que cuando aparece la inflación, en vez de tener políticas antiinflacionarias, el kirchnerismo la tapó. Cosa que este Gobierno no hace. Además, sabíamos que teníamos inflación a partir de 2007. No se la puede ocultar, porque a la larga la gente se da cuenta. Informar sobre la inflación ayuda a pensar una política antiinflacionaria, si bien no cubre la inflación por sí sola. Pero tapar la inflación da lugar a que no haya una política antiinflacionaria y eso genera una contradicción: ¿por qué va a haber una política de tasa del Banco Central si no hay ningún problema? Es lo peor que se puede hacer. Ahora bien, la información por sí sola no baja la inflación.

—En un momento, en referencia al cristinismo, a Kicillof, mencionás que tendían a comportarse más como intelectuales que como políticos. Hablanos de esa idea según la cual se manejaban más por consignas que por cuestiones profesionales.

—Es posible analizar la realidad como observador o como quien hace política. Al que hace política lo que le interesa es saber qué hacer. Por lo general, el observador se detiene en el diagnóstico, que a fin de cuentas no suma. Decir que estamos en medio de un default técnico y explicar la historia de la deuda no le sirve al hacedor de política. Es un primer paso, pero después hay que decidir y resolver el problema. Muchos de los integrantes del grupo asociado a Kicillof se limitaban a explicar el problema, pero nunca encontraban la manera de atacarlo.

También hay que tener en cuenta que había mucho de militancia estudiantil en la forma en que se discutían los problemas, sobre todo de economía. De ese modo, buena parte del análisis y las propuestas quedaban en el nivel de la arenga. Es lo mismo que ahora se critica con el tema de los PowerPoint, que también quedan a kilómetros de distancia de la solución.

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—¿Los PowerPoint? Qué buena comparación.   

—Claro, supongamos que hay un problema fiscal y que, después de haber hecho todo el análisis, se llega a la conclusión de que hay que reducir el déficit fiscal. Eso no sirve para nada. Ya lo sabemos. Lo necesario es saber dónde cortar gastos sin que se achique la base tributaria.

—En el nuevo libro que publicaste, en algún momento se menciona cierta nostalgia sobre la industria. ¿Qué pensás de esa visión de “vivir con lo nuestro”? ¿Cómo te sentís con esa postura antiglobalización?

 —¿Como la de Trump ahora?

 —Sí, como la de Trump.

 —Para Trump es más fácil porque Estados Unidos es casi un mundo y ahí se pueden producir muchas cosas. En un país chico como Argentina eso es imposible. Muchos productos no se pueden fabricar porque es muy caro, no se cuenta con la tecnología ni el know how y a veces no hay insumos. En ese sentido, la idea de vivir con lo nuestro empobrece. El mercado mundial hace posible una mayor diferenciación. La globalización te integra comercialmente al mundo, pero conlleva el temor de que otro lo haga más barato y destruya las fuentes de trabajo.

 —¿Quién representa políticamente en Argentina esa visión de Trump?

 —Creo que ahora nadie defiende eso. Tal vez Guillermo Moreno, pero ningún personaje de relevancia en el debate intelectual.

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—¿Y Cristina? 

—Cristina no era una intelectual de la economía. Me parece que ni siquiera Kicillof tenía en la cabeza el modelo de vivir con lo nuestro en el sentido tradicional. Tal vez sí tuviera la aspiración de producir acá algunas cosas que nos cuesta mucho producir de manera competitiva y vivir en un país que exportara el 10 % del producto o menos. Eso es cada vez más difícil. Pero sí es cierto que la globalización amenaza a ciertos sectores en países donde los ingresos son altos, incluso en Argentina. Y no se pueden desatender esos temores, porque en ese caso se cae en el otro extremo, que es la década de los noventa, cuando se generaron anticuerpos que luego hicieron imposible transitar una vida de globalización sin resistencia política. Ese es el balance que Cambiemos intento buscar en 2016. Lo llamaban la integración inteligente. 

—¿Hay una tercera vía con respecto a la globalización o estás más cercano a los optimistas o a los pesimistas? ¿A Thatcher o a Trump?

—Es complejo. No creo que un país como Argentina, y casi ningún país, pueda desarrollarse con base en el modelo de manufacturas de la segunda posguerra. La pregunta en Argentina es mucho más básica: ¿qué le vas a vender al mundo aparte de bienes primarios y autos a Brasil? Esa pregunta está en el centro de nuestra discusión de desarrollo. ¿Qué más podemos vender? Hasta que no encontremos esa respuesta es muy difícil que crezcamos más del 1 % o 2 % promedio por año.

—¿Qué más podemos vender? Esa sería la clave de una tercera vía.

—Yo lo veo como la única vía. Si no se exporta más no se puede crecer y, en vez de eso, exportamos muy poco, nos endeudamos y nos contraemos. Si nos cerramos, nos hacemos menos competitivos. Si nos abrimos, no necesariamente exportemos más, porque hay que generar esas nuevas exportaciones. ¿Cómo se hace eso? Es difícil. Nunca lo hemos hecho.

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—¿Cambiemos está buscando la manera de generar nuevos empleos?

—Yo pienso que sí, pero en algunos casos me parece que el enfoque del problema es un tanto ingenuo.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de pensar que al reducir costos financieros y algo de carga tributaria y burocrática se genera la competitividad internacional suficiente para exportar más. Porque si se hace todo eso pero a la vez se deja un tipo de cambio atrasado, se envía una señal mixta al inversor.

—Hannah Arendt escribe lo siguiente: ‘’lo que tenemos ante nosotros es la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, privados de la única actividad que les queda. Imposible imaginar nada peor’’. ¿Por qué nada peor?

—Preguntale a Hannah (ríe). Yo no coincido. Tomo su frase en el libro para refutarla. Me parece que hay muchas cosas peores. En la mayoría de los casos, las personas encuentran actividades más agradables que ir al trabajo. Lo que pasa es que muchas veces los intelectuales, incluyendo a Arendt, confunden el trabajo duro de la gente con su propio trabajo intelectual, que es mucho más interesante y les retribuye en el aspecto intelectual y afectivo. De este modo, muchos intelectuales afirman que la gente no puede vivir sin trabajar, y después hablas con un trabajador y dice: “No, por favor, dame dos días por semana para quedarme en casa”.

—¿Qué pensás de la premisa de que el trabajo dignifica, que sostienen Marx y el papa Francisco?

—Es una idea relativamente reciente en la historia. Nosotros estudiamos a los griegos clásicos, que no trabajaban. La vida activa de Aristóteles era la vida contemplativa. Trabajaban los esclavos. Desde luego que no queremos volver a la esclavitud, pero si tenemos robots para hacer nuestro trabajo, no veo nada de malo con que nos dediquemos a actividades menos engorrosas.

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—¿Por qué se pena tanto el ocio? ¿Y qué es el ocio? También tenemos una especie de sentido de culpa.

—Sí, porque estamos imbuidos de la ética protestante, que es relativamente reciente y muy instrumental al sistema capitalista. La inmensa mayoría empezamos a trabajar duro para no morirnos de hambre. De alguna forma, la ética protestante genera la ideología detrás de esa necesidad de trabajar: trabajo porque esa es la manera en que el hombre en la Tierra se gana el cielo. Pero eso tiene 400, 500 años, es una cuestión cultural que hace 2000 años en otras sociedades podía ser una rareza.

—Podríamos concluir que el papa Francisco atrasa.

—No quiero hablar del papa Francisco. Representa una visión judeocristiana del trabajo que tiene su lado culposo. En el Génesis el pecado es castigado con el trabajo, el trabajo es un castigo. No necesariamente identifica al trabajador, en todo caso identifica al pecado. Yo soy judío, y los judíos somos culposos. De alguna forma sentimos que tenemos que pagar deudas que no sabemos muy bien de donde heredamos. Pero eso es una cuestión cultural.

—¿Se puede modificar?

—Seguro, culturalmente. Me parece que los jóvenes tienen una actitud distinta ante la obligación del imperativo categórico del trabajo de la que tenemos los de mi generación. En la medida en que no necesites trabajar para ganarte el pan, vas a empezar a plantearte: ¿por qué hago esto? ¿Por qué hago lo otro?

Y después hay un tema que también es generacional, relacionado con la cuestión de género. Desde este punto de vista se critica la noción de trabajo porque las mujeres trabajan todo el día y nadie les paga nada. Entonces, ¿por qué la mujer que cuida a sus hijos en la casa gratis no trabaja? ¿Y la mujer que cuida a los hijos de otra persona por dinero sí trabaja? ¿Qué diferencia hay? Es lo mismo. No es que la mujer trabaja menos. La mujer trabaja gratis. Eso naturalmente cuestiona la naturaleza del trabajo.

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—En un momento hablás de la feminización del trabajo, de que los trabajos del futuro, al estar más asociados al cerebro, tienen un carácter más femenino. ¿Te preguntas si lo masculino se va a feminizar o me equivoco? ¿No pensás que eso le puede caer mal a un movimiento feminista?

—No, es una forma de cuestionarlo con la semántica actual, pero no necesariamente implica que eso sea así. Las primeras revoluciones industriales reemplazaron la mano de obra. La mano de obra es típicamente masculina. Puede ser un determinismo cultural, pero en la construcción los trabajadores son hombres, no mujeres. Y en las escuelas y las actividades que requieren más cuidado hay más mujeres. Entonces se habla de trabajos más femeninos o más masculinos solo en función de esa representación. Ahora bien, la inteligencia artificial sustituye al cerebro, que no sé si tiene género. Pero se insinúa que la empatía, la cercanía, va a ser la última trinchera del trabajo estrictamente humano y no automatizable, al menos por el momento. Y esas ocupaciones en que la empatía es más relevante en la práctica hoy las realizan sobre todo las mujeres. De ahí la feminización. Mi impresión es que esto va a cuestionar el estereotipo de género. Es una cuestión cultural, como sucede con el imperativo del trabajo. Pero si me preguntas sobre el futuro, las actividades menos automatizables son las que hoy realizan en su mayoría las mujeres.

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—¿Me podes hablar un poco más sobre ese componente de empatía? Parecés afirmar que los trabajos que están más asociados a los medios de comunicación y algunos otros relacionados con la creatividad son los que van a sobrevivir. ¿Es así?

—La empatía es ponerte en el lugar del otro. No hay ninguna razón por la que la mujer tenga mejores capacidades empáticas que el hombre, pero es un hecho que los trabajos en que este aspecto es más importante los desempeñan las mujeres.

Después hay otra dimensión que es más interesante pero mucho más abstracta, que es la creatividad. En “La obra de arte en la era de la reproducción mecánica”, Benjamin se pregunta qué diferencia hay entre la Gioconda y una buena reproducción de la Gioconda. La Gioconda no tiene precio. La reproducción vale 10 dólares. La copia mecánica implica un robot que compone, que canta, que hace cine. La diferencia estaría en el aura del artista, si eso existe.

De algún modo, el robot recombina cosas que ya fueron hechas por un humano. Es totalmente derivativo, por lo menos a esta altura del progreso tecnológico. Si da igual, entonces el compositor va a ser reemplazado, y el pintor y todo lo que sea artesanal. Si no da igual, ahí va a haber otra trinchera del trabajo humano. Hay dimensiones que todavía no sabemos si van a sobrevivir o no.

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—¿Y cómo adaptamos el debate sobre el futuro a nuestra idiosincrasia? Vos pensás mucho sobre esa idea de que no es solo un problema del primer mundo, sino que nos pertenece incluso más a nosotros que a ellos.

—Por un lado, en una primera ola los trabajos que se automatizan son sobre todo trabajos repetitivos de baja o media calificación. Y nuestros trabajadores son generalmente de calificación media y baja y hacen trabajos automatizables. Se está más expuesto. Por otro lado, tenemos trabajadores que han tenido una educación o formación inferior a la del trabajador medio del primer mundo. El universitario puede reentrenarse más fácil que alguien que tiene el secundario incompleto. Entonces no solo estamos más expuestos sino que somos menos versátiles. Por eso cuando venga la ola a nosotros nos va a agarrar en frio, sin elongar.

—¿Que pensás del dilema entre la universidad pública y de la universidad privada?

—(Ríe). No creo que haya un dilema. De hecho, nosotros acá en la Di Tella hacemos esfuerzos enormes por mejorar nuestra mezcla socioeconómica, y nos cuesta mucho. Ahí la universidad pública tiene una ventaja estructural. Sí pienso que no debe haber una universidad pública para todos, sino que debe haber diferentes instituciones de educación superior, con mucha más diversidad. Si se pretende que todos los niveles socioeconómicos terminen una carrera de 6 años en la UBA va a seguir habiendo muy pocos universitarios. Es necesario adaptar la oferta a la heterogeneidad de los estudiantes, como hacen los países de primer mundo. Pienso que hay que tener diferentes tipos de universidades públicas, y universidades privadas que las complementen. Lo que no tiene sentido es que todos sigamos el mismo modelo.

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—¿Cómo ves el préstamo de cincuenta mil millones de dólares del FMI?

—Opino que es una prueba de confianza en la solvencia de la Argentina, que yo nunca perdí, pero que en algún momento se cuestionó. A fin de cuentas, el Fondo Monetario es como un seguro de depósito: no necesariamente hay que usarlo, pero los que prestan saben que existe ese colchón detrás y que en el peor de los casos no vamos a caer en default. En este caso en particular, el objetivo es recuperar acceso a los mercados, pero esto conlleva requisitos. El Fondo es como esas consultoras que los CEO de las empresas llaman para que le digan al resto de la junta lo que los CEO quieren hacer pero no pueden porque la resistencia política interna de la empresa se lo impide. Hay algunas cosas que el Gobierno querría hacer, como acelerar el ajuste, pero que no puede hacer sin una buena excusa. Entonces vamos a decir que el ajuste fue porque lo pidió el Fondo. Dada la situación de financiamiento, lamentablemente, el Gobierno necesitaba del Fondo para acelerar el proceso de ajuste.

—Podría decirse que fue un buen plan B.

—Puede ser. El momento del pedido me parece acertado. Se evitó tener una crisis financiera que bien podría haber ocurrido. Y ahora se vuelve a cuatro meses atrás, al problema estructural que no lograban encasillar en esos objetivos partidistas de 2016: bajar la inflación, realinear el tipo de cambio, reducir el déficit fiscal. No se resolvió nada; se evitó una crisis. Ahora hay que volver a encarar los problemas de hace cuatro o cinco meses.

Vamos por todo termina con la frase ‘’siempre se está a tiempo de reconocer y solucionar un error. Este libro, más que una propuesta indignada, es una invocación: reparemos de una vez los errores y vayamos por todo”. ¿Cómo se va por todo? ¿Qué es ir por todo?

—Desde el punto de vista del desarrollo, la de Argentina es una historia de aspiraciones frustradas. Tenemos “todo para ganar y nunca ganamos”, por decirlo de algún modo. Ir por todo es ser exitoso en dar el salto al desarrollo. Es muy difícil, pocos países lo han hecho, y nosotros todavía no le encontramos la vuelta. Todos sabemos a qué nos referimos, hay muchas dimensiones, desde niveles de equidad, la calidad de la educación, la infraestructura, lo que ganamos, la estabilidad, etcétera. Me parece que nos está faltando encontrar esa diagonal al desarrollo.

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—Algunos sostienen que la culpa es del sistema mismo: “El sistema es así. Tiene que haber países pobres y países ricos”.

—Eso es aún peor. Eso es pensar que estamos destinados a ser un país de segunda.

—¿Y qué les contestás? ¿No lo estamos?

—No estamos condenados ni al éxito ni al fracaso, sino que en todo caso estamos condenados a nosotros mismos. Ni modelos externos ni salvarnos con la soja. Dejemos de mirar así y pensemos cómo hacemos para desarrollarnos sobre la base de un modelo. Nos podemos desarrollar, no tengo duda. Pero por algún motivo nos cuesta demasiado.

—¿Se puede construir un mundo sin países pobres y sin pobreza?

—Sí, la pobreza ha bajado en el mundo. ¿Podemos ser todos desarrollados? Sí. La idea de que se necesita trabajo barato para que algunos tengan ganancias extraordinarias es de la primera revolución industrial. Hoy no está tan claro que sea así. Según mi opinión, hace años que esa visión arcaica de que los ricos viven a expensas de los pobres no es cierta. Y a futuro va a ser aún menos cierta porque el trabajo barato es lo primero que se sustituirá.

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—Esa idea de que hay pobres porque hay ricos…

—Es tirar la pelota afuera, echar la culpa al centro de las desgracias de la periferia. Fue una visión que estuvo muy en boga en la segunda posguerra.

—A mí me pareció escucharla en la última década.

—Me interesa muy poco criticar a los intelectuales de la última década. Me interesa más bien saber qué soluciones disponibles existen en el contexto actual. Sí hay algunos ejemplos que pueden estudiarse, como el caso de Israel. No vamos a hacer el mismo recorrido que ellos, pero de todas formas es un país que empezó de abajo y que en 1985 era como nosotros. Y ahora se desarrolló. Se puede hacer, no hay que buscar excusas.

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—¿Qué tan importante es la cooperación entre los diferentes sectores?

—El desarrollo es un ejercicio de cooperación. Todos tienen que poner algo en la mesa. Y Argentina es un país en que todo el mundo piensa que es el momento de cobrar. Sin embargo, todavía estamos lejos. Si querés desarrollarte todavía tenés que invertir, tenés que poner. Esa es la función esencial del Estado: sentarnos a la mesa y negociar qué pone cada uno. Por eso la grieta es uno de los principales obstáculos para el desarrollo, porque hace que cada uno pida que el otro ponga. Este problema de cooperación es grave porque esta polarización no es de los últimos diez años. Viene de hace mucho. Creo que uno de los aspectos en que el Gobierno más tiene que trabajar es en achicar la grieta y así generar esa vocación de cooperación entre los diferentes sectores. Ahora tenés un ajuste: es una buena prueba. No obstante, el costo político va a ser muy grande si no comprendemos que todos debemos poner algo.

—¿Quién es el culpable de la grieta?

—Eso se lo tenés que preguntar a los historiadores. El argentino tiene falsas memorias de riquezas pasadas y de alguna manera todo el tiempo añora con impaciencia recuperar ese estatus, pero no tiene la paciencia ni generosidad para cooperar o poner algo en el fondo común. En Argentina hay demandas de todos los sectores todo el tiempo que fuerzan muchas veces a los Gobiernos a optar por políticas inmediatistas para pagarle a todo el mundo el día uno y te quedas sin nafta el día dos.

—¿No te animás a decir quién fue el creador de la grieta?

—No, porque también hay grietas en otros países. Se podría fechar el nacimiento de la grieta mucho antes. Incluso en el yrigoyenismo. También existía una grieta geográfica entre unitarios y federales. No me interesa. Entender de donde viene el problema no va a ayudar a solucionarlo. Lo que quiero entender es cómo se resuelve de ahora en más. Realmente me obsesiona pensar en cómo vamos a cerrar esta grieta. Con esta falta de cooperación va a ser muy difícil generar desarrollo. Se necesita lograr al menos una pretensión de trabajar en equipo, de que nos veamos como país. Suena muy naif, pero es parte de nuestros problemas de desarrollo.

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