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Diario Perfil
21/05/18

Custodios del marxismo que llegaba de la URSS

La profesora visitante del Departamento de Estudios Históricos y Sociales UTDT escribió sobre el desarrollo del comunismo en la Argentina y analizó cómo la doctrina, el partido, la juventud comunista y sus reconocidos referentes influyeron en la sociedad y política nacional del siglo XX.

Por Adriana Petra

Cultura. El partido de izquierda mayoritario en el país demostró tener una capacidad de organización importante. Influyó también en el campo de las ideas y de la cultura.

Cuando el Partido Comunista Argentino fue oficialmente fundado como la sección local de la Internacional Comunista en diciembre de 1920, la historia de la circulación de los textos de Marx en el Río de la Plata ya tenía más de cinco décadas. Desde las primeras noticias que en la prensa nacional recogieron los ecos de Comuna de París bajo la pluma de los emigrados franceses hasta su apropiación por parte de la naciente sociología argentina en la primera década del siglo XX, pasando por la formación del Partido Socialista liderado por el traductor de El Capital, Juan B. Justo, y las primeras organizaciones sindicales y obreras, la comprensión de la obra de Marx y la forma que adoptó en cada caso el “marxismo” fue, como lo ha señalado Horacio Tarcus, un concierto de lecturas y apropiaciones con énfasis y declinaciones múltiples. Emigrados y exiliados políticos, obreros, intelectuales, autodidactas, militantes, dirigentes, académicos y hasta miembros curiosos de la élite leyeron a Marx y lo usaron a su modo.

Hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, el marxismo dominante era el de la Segunda Internacional, punto de reunión de los partidos socialistas más importantes de Europa, entre los que descollaba la socialdemocracia alemana, con Karl Kautsky y Eduard Bernstein a la cabeza. Su  interpretación positivista, evolucionista y determinista del legado de Marx había provocado convulsionados debates y demandas de revisión, aun antes de la crisis que produjo el apoyo de los parlamentarios socialdemócratas a las invocaciones nacionalistas de los imperios en pugna. Cuando uno de los partícipes de aquellas controversias, el ruso Vladimir Ilich Lenin, al mando de un compacto y eficiente grupo de bolcheviques logre terminar con el imperio de los zares y hacer una revolución allí donde nadie, mucho menos la buena doctrina, lo esperaba, la historia del marxismo y del movimiento socialista cambiará de un modo definitivo.

Los ecos de la Revolución Rusa resonaron en todo el mundo y a lo largo de las más diversas geografías, incluida la Argentina. Al poco tiempo de romper con el socialismo, en disidencia por el apoyo del partido de Justo a la cruzada belicista europea, un grupo de obreros, docentes, estudiantes y algunos pocos profesionales crearon el Partido Socialista Internacional, que no tardó en saludar el triunfo de los maximalistas rusos y el nacimiento del país de los soviets para dos años después convertirse en Partido Comunista.

En la siguiente década, prácticamente la única vivida en la legalidad hasta la llegada de la democracia en 1983, sus miembros se dedicarán a solidificar el grupo dirigente y ganarse la confianza del nuevo centro de la revolución mundial, dejando en el camino a importantes y sólidos militantes obreros e intelectuales. Desde fines de la década del 20 y durante casi sesenta años, el comando de los comunistas argentinos estará bajo la dirección de Victorio Codovilla y Rodolfo Ghioldi, encargados de velar por el cuerpo doctrinal que nació después de octubre de 1917: el marxismo-leninismo. Más tarde, cuando la promesa revolucionaria dé paso a la construcción socialista en un único país, se le agregará un tercer sustantivo: estalinismo. Ya para entonces, las grandes figuras de la primera generación de marxistas latinoamericanos, el peruano José Carlos Mariátegui, el cubano Julio Antonio Mella, el chileno Luis Emilio Recabarren, estarán muertos o sus posiciones habrán sido derrotadas.

Las vicisitudes de las lecturas comunistas del marxismo fueron en Argentina, como en el resto del mundo, producto de ese fenómeno sociológico único que desde la creación de la Tercera Internacional en 1919 hizo del comunismo un espacio transnacional articulado por la disciplina y la lealtad a un único centro ideológico, simbólico y político, dando lugar a modos diversos de relación entre el sistema de creencias que aseguraba la adhesión incondicional a la URSS y la dimensión nacional y social de cada partido. Es casi un lugar común decir que la versión del marxismo que se impuso en la URSS aplanó hasta límites caricaturescos la riqueza teórica y la complejidad del legado de Marx, reduciéndolo a un conjunto de fórmulas estereotipadas y a una vulgata de manual. Lo mismo puede decirse de la propia obra de Lenin, cuya incitación máxima, la de proyectar las particularidades nacionales al plano de la teoría marxista, fue, como gustaba decir a José María Aricó, pertinazmente rechazada por los partidos comunistas latinoamericanos, que prefirieron adaptarse, más allá de toda evidencia, a las fórmulas provistas por los soviéticos.

La longeva caracterización de las formaciones económicas latinoamericanas como feudales y, en consecuencia, de la revolución futura como “agraria y antiimperialista” con una forma “democrático-burguesa” antes que socialista, es un ejemplo, repetidamente señalado, de la resistencia de los comunistas argentinos y latinoamericanos a observar las realidades específicas del subcontinente y de su vocación por abrazar una visión ideologizante y formalista, puramente analógica, sobre los procesos sociales y políticos que enfrentaban. Con este punto de partida, las anatemas nacionalistas contra los vicios de extranjería de las izquierdas socialistas y comunistas, dentro de los cuales la identificación con la tradición democrático-liberal figura entre los pecados capitales, pudieron proliferar y alcanzar un éxito notable, sobre todo desde mediados de la década del 50, cuando el fin de peronismo en el poder abra una crisis generalizada de las identidades políticas y las posiciones culturales. El hecho de que los comunistas calificaran a Perón y su gobierno como la encarnación local del fascismo colaboró en formar una opinión sobre su incomprensión del hecho argentino que ni siquiera los matices y vaivenes posteriores lograron revertir.

Con todo, no parece posible ni necesario reducir la cuestión de las lecturas comunistas del marxismo a un mero señalamiento de la pobreza teórico-político de un partido dogmático y verticalista. El comunismo argentino no careció de figuras capaces de establecer un diálogo productivo con los textos de Marx y la tradición marxista. Aníbal Ponce, Ernesto Giudici, Emilio Troise, Berta Perelstein, Héctor Agosti, Jorge Thénon fueron, con sus agudos matices, figuras notables en la conformación de una cultura comunista que educó a varias generaciones de argentinos hasta bien entrada la década de 1960. El volumen y variedad de folletos, periódicos y libros dedicados a la difusión de textos teóricos, doctrinales, literarios, filosóficos e históricos que salían de las imprentas comunistas no tiene parangón con ninguna otra empresa militante hasta nuestros días y su esfuerzo por dar a conocer los textos de Marx y del marxismo constituye un aporte a la cultura de las izquierdas, o la cultura a secas, que difícilmente pueda minimizarse.

Los comunistas argentinos no resistieron los nuevos vientos revolucionarios que comenzaron a soplar desde el ojo del huracán cubano, como tampoco las exigencias de una nueva cultura universitaria que había sabido incorporar al marxismo por la vía de unas ciencias sociales internacionalizadas y profesionalizadas. El monopolio del saber marxista que hasta entonces detentaban les fue arrebatado porque el partido fue incapaz de dar una respuesta a una exigencia que sin ser novedosa ahora aparecía como perentoria: la de comprender el marxismo como un instrumento capaz de medirse con la cultura más avanzada de su época y no como una colección de verdades definitivas, seguras, pero políticamente inútiles.