En los medios

La Nación
22/04/18

Guerriero, De Santis, Cohen Agrest, Katz y Campanella: ¿qué leen los que leen?

Cohen Agrest recomienda el libro Malversados: Cómo la falacia se apoderó del debate político de Ezequiel Spector, doctor especializado en filosofía del derecho y Director de la Carrera de Abogacía en UTDT.

Buscar por instinto, curiosidad y azar, por Leila Guerriero

Hay libros que se leen en pocas horas pero dejan una impresión que dura por mucho tiempo. Eso sucede con Clavícula, de la española Marta Sanz (Anagrama, 2017). En mitad de un vuelo transatlántico, Sanz siente un dolor detrás de la clavícula. Esa puntada en una zona fantasma es el punto de partida de un mapa crudo del dolor humano o, mejor, del dolor -no solo físico- de una mujer joven que se expone a las burocracias de la salud pública, a la indiferencia insana de los médicos, a la pérdida del mundo tal como lo conocía: ¿quién soy yo, portadora de este dolor triste y sin diagnóstico, y cómo haré para mirar los días que me restan a través de su lente turbia? "[.] soy una mujer de éxito llena de tristeza. Temo que se mueran mis padres. Mi marido está en el paro. Trabajo sin cesar. [...] Me da pánico no disponer de tiempo suficiente para disfrutar de tanta felicidad y tantos privilegios", escribe Sanz, arrojando baldazos de una insatisfacción tan inherente a la condición humana -tan inherente al quehacer literario- que dan ganas de gritar o aplaudirla.

Además de esos libros que dejan una estela fuerte, hay otros sin los cuales uno no sería quien es. En mi caso, en esa cantera primigenia hay apenas un puñado (Madame Bovary, de Flaubert; Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky; Lolita, de Nabokov; la Odisea, solo por citar). El oficio de vivir, el diario de Cesare Pavese, de 1952, es uno de ellos. Lo leí por primera vez a los 19 o 20 años, cuando aún no era periodista pero ya quería escribir y no tenía idea de cómo hacer de eso una forma de vida. Es una lectura poco recomendable en tales circunstancias (juventud, desconcierto) pero, además de ser una obra maestra -lo que solo supe apreciar después-, me permitió contemplar en primerísimo plano los días y las angustias de un escritor, y me llenó de un envalentonamiento tozudo -cosa extraña, tratándose del diario de un suicida- que me salvó. 
La forma en que uno llega a esos libros y a otros es diversa. Mis primeras lecturas siguieron el camino de los clásicos, sobre todo de narradores y poetas europeos. Varios estaban en casa de mis padres, a otros llegué hurgando en la biblioteca socialista de mi pueblo, muchos los compré en librerías de viejo, a un buen puñado accedí por sugerencia de las tres profesoras de literatura que tuve en la escuela secundaria pública a la que asistí. Pero a los 17 empecé a sentir una suerte de orfandad: sabía que, más allá de los clásicos, había un enorme universo de autores -contemporáneos, clásicos no tan obvios- y no tenía la menor idea de cómo acceder a él. Entonces empecé una caza de nombres.

Fue arduo, porque no tenía referencias ni nadie a quien preguntarle, pero armaba listas de autores a partir de artículos que leía en revistas y suplementos culturales. Me costó entender mi gusto (me daba vergüenza que algunos consagrados me resultaran aburridísimos), pero, cuando alguno me deslumbraba, conseguía tantos libros suyos como fuera posible y trataba de leer, también, a sus escritores amigos y a sus escritores admirados (no siempre coinciden). Hoy sigo de cerca lo que publican algunas editoriales cuyos fondos me interesan; averiguo qué están leyendo amigos que son grandes lectores; leo revistas y suplementos literarios y hago listas de títulos que, por algún motivo, me interesan (por temática, por buenas críticas, porque he leído todo lo que ha publicado ese autor o porque no he escuchado hablar de él jamás); y de una manera mucho más salvaje me meto en librerías y leo la primera y la última página de obras que no conozco y de las cuales no tengo referencias. Así fue como el año pasado di con Canción dulce, de Leila Slimani, publicado por Cabaret Voltaire, un libro bestial (ganó el premio Goncourt, pero el dato se me había pasado) cuyo primer párrafo me dejó estaqueada, y al que probablemente no hubiera llegado sin ese sistema en el que se mezclan el instinto, la curiosidad y el azar.

De Vonnegut a la ciencia ficción, por Pablo De Santis

Todavía estaba en el secundario cuando leí por primera vez un libro de Kurt Vonnegut. Lo compré en una librería misteriosa que estaba en una galería de Primera Junta. El dueño tenía un aire furtivo, que entonces yo no entendía muy bien (era 1978), pero que luego relacioné con los libros políticos que estaban tan escondidos como la librería misma. Era Madre noche, que sigue siendo la novela que más me gusta de Vonnegut. Este libro y Matadero Cinco son las obras que cuentan de manera más directa los años de la Segunda Guerra Mundial. Vonnegut -norteamericano y descendiente de alemanes- quedó marcado por su experiencia como soldado en el frente europeo. Prisionero en algún sótano de Dresde, asistió al bombardeo que arrasó la ciudad en febrero de 1945.

Desde hace unos años, la editorial argentina La Bestia Equilátera ha venido publicando la obra de Vonnegut, con portadas ilustradas por Liniers y traducciones de Carlos Gardini, que murió el año pasado. Sus versiones de Vonnegut son parte de su legado, junto a sus propios libros, siempre cerca de la literatura fantástica y la ciencia ficción. El último libro de Vonnegut que leí es Cronomoto, también traducido por Gardini, pero para una editorial española, Malpaso. El título es un neologismo que intenta llevar al español la palabra "Timequake", inventada por el autor, que sería algo así como un "terremoto de tiempo". Vonnegut cuenta en sus páginas el intento frustrado de escritura de una novela en la que a causa de un "cronomoto" todas las personas retroceden diez años al pasado, obligadas a repetir, como autómatas, todo lo que ya hicieron.

Aunque presentada como novela, Cronomoto es una especie de autobiografía, tan discontinua y fragmentaria como todos los libros del autor. Narrar, para Vonnegut, es saltar de una cosa a otra: quien crea que la vida es una sucesión ordenada se equivoca. Aparece, como siempre, su álter ego, el escritor de ciencia ficción Kilgore Trout. La ciencia ficción asomó muy a menudo en Vonnegut: La pianola, Las sirenas de Titán, Payasadas, Matadero Cinco. Uno de los posibles orígenes de la ciencia ficción es la sátira (pensemos en Micromegas de Voltaire, o en los viajes a la Luna y al Sol que emprendió Cyrano de Bergerac). Con sus capítulos breves y su sucesión de hechos extraordinarios, Vonnegut la devuelve a ese origen: usa a los extraterrestres y al futuro para pensar el mundo y el presente.

La ciencia ficción tiene una entonación completamente distinta en Aniquilación, de Jeff VanderMeer, otro de los libros que leí hace poco. Netflix estrenó el mes pasado la película de Alex Garland, protagonizada por Natalie Portman. VanderMeer cuenta con precisión y melancolía la expedición de un grupo de mujeres a una zona costera -Southern Reach- donde ha ocurrido algún fenómeno extraordinario que viola las leyes de la física. Quienes allí se aventuran rara vez vuelven a aparecer. Los personajes están mencionados solo por sus funciones (la bióloga, la geógrafa, la psicóloga.), lo que refuerza la distancia emocional. La novela se sumerge en una creciente extrañeza, la película agrega instantes de contundente horror. El segundo tomo, Autoridad, nos muestra el intrincado edificio -espiritual y material- que concentra los estudios sobre Southern Reach. No es una ciencia ficción de tecnología de avanzada, sino de viejos escritorios, carpetas de cartón, conflictos burocráticos. Como si los integrantes de The Office estuvieran a cargo de un fenómeno sobrenatural. Todavía no pude conseguir el tercer tomo: Aceptación. En la obra de VanderMeer se descubre la fascinación del autor por el cine de Andréi Tarkovski (Solaris, Stalker): una ciencia ficción más obsesionada con el pasado y la intimidad de los personajes que con el futuro y el espacio exterior.

Cuerpos de papel en los que encarna una vida, por Diana Cohen Agrest

¿Cuáles son las tareas de una profesora e investigadora universitaria? Leer y escribir con el fin de dictar las clases, publicar papers, escribir y leer ponencias en congresos. El entramado de la lectura con la escritura es inescindible de toda vida académica, que exige una cuantiosa y esforzada dosis de lecturas-escrituras.

El lector-escritor de filosofía suele nutrirse, además, de otras lecturas ajenas a su especialidad. De allí que, en lo que toca a mi experiencia personal, desde temprano devoré los clásicos de la literatura universal. Cuando ingresé en la carrera de Filosofía, recorrí la fascinante lectura-escritura filosófica. Cuando falleció mi madre -tras padecer interminables años la enfermedad de Alzheimer-, indagué y escribí sobre el sentido de la vida una vez que la vida ha perdido todo sentido, cuando la tecnología amenaza con deshumanizar lo más humano. Y abruptamente, cuando me robaron la vida de Ezequiel, exploré desde la lógica implacable de la filosofía aquellos interrogantes que el derecho vigente prefería no cuestionar. La propia vida, las más de las veces, es el doliente material que impulsa las lecturas y la escritura de la vida de un escritor, cuyos libros condensan las vivencias iluminadas por las reflexiones de otros. Los libros, en suma, son cuerpos de papel en los que se encarna una vida. Si hay un libro que expresa acabadamente la biografía de un autor, es La conjura de los necios. Por ser una denuncia desquiciada de nuestra sociedad desquiciada, su lectura se torna una aventura que se deleita a carcajadas. Su autor, el estadounidense John Kennedy Toole, es encarnado por el estrafalario personaje de Ignatius Reilly, que convive con su igualmente estrafalaria madre. El relato, desbordante de personajes y situaciones tan ridículos como queribles, no concluye en la última página: escrito a principios de los años 60, el autor intentó afanosamente que una editorial sumara la obra a su colección. Incapaz de tolerar la frustración de no ver su obra publicada, se quitó la vida en 1969, cuando contaba apenas con 32 años. Fiel al retrato que el propio Kennedy Toole construyó de su madre en el libro, ella realizó el deseo incumplido de su hijo y logró lo que él no pudo: que su obra fuera publicada siquiera por una editorial universitaria de poca monta. Fue apenas el comienzo: en 1981, el autor fue galardonado post mórtem con el premio Pulitzer. La obra se transformó en un clásico de la literatura. Con el agregado, en sus páginas rebosantes, de pinceladas grotescas de una madre borderline.

Otro libro, recién "salido de la cocina", se encuentra en las antípodas: "Malversados: Cómo la falacia se apoderó del debate político", de Ezequiel Spector, doctor especializado en filosofía del derecho. Se trata de una obra imprescindible en una Argentina donde los debates políticos -y no solo ellos- están atravesados por falacias y argumentos inválidos, intencionales o no. Spector demuestra que el aire enrarecido de la comunicación actual es deudor de las trampas argumentativas cometidas por los que juegan en las grandes ligas. Y que quienes las padecen son aquellos menos experimentados o, por qué no, más honestos. En uno u otro sentido, los engañados somos todos, en tanto asistimos perplejos a construcciones teóricas -enarboladas en los medios de comunicación- tan persuasivas como endebles.

¿Por qué elegí estas obras entre tantas posibles? Porque una de ellas describe vidas rayanas en la locura y la otra es un escalpelo que disecciona los discursos engañosos que nos atraviesan. Pese a las apariencias, no están tan distantes. Porque la locura tiene algo de razón y la razón debe confrontarse con la locura. La locura de una sociedad cada vez más desquiciada.

Mundos particulares, linajes electivos, por Alejandro Katz

a modernidad occidental ha sido una extraordinaria productora de fetiches, esos objetos cuyos poderes mágicos protegen a su poseedor. Entre todos, el libro ha sido, quizás, el fetiche por excelencia: sus poderes prevenían la ignorancia, que es el estado en el que la naturaleza impera acechante; aseguraban el progreso social y económico, alejando los males de la pobreza y la animalidad; garantizaban la pertenencia a la tribu, es decir, conjuraban el exilio y la soledad, que son los nombres que la topología presta a la angustia. Que aquellos poderes hayan caído en desgracia, y con ellos el prestigio del libro entre nosotros, no nos impide encontrar todavía una gestualidad que procede de aquellos tiempos. La vemos, por ejemplo, entre quienes, al tomar un libro, lo acercan a su nariz y exclaman: "Ah, el olor de los libros", sin saber, en verdad, que los libros tenían olor cuando el papel en el que se imprimían se producía con fibras vegetales, cada una de las cuales declaraba, con la mezcla características de sus aromas, las marcas de su fabricación y, por tanto, de su calidad (de la cual dependía, fundamentalmente, su duración). "Ah, el olor de los libros.".

Yo crecí en un mundo dominado por ese fetiche, un mundo en el que dar de leer era una de las formas del cuidado. Es posible que los recuerdos de ese mundo sean también mis propios fetiches del presente, una expresión voluptuosa de la melancolía, una forma trivial de aferrarse al olor de la memoria, tan engañoso como el del papel. Es quizá por eso, porque al pensar en libros pienso en mundos, no en obras, que al invocarlos convoco linajes. Todos tenemos, por así decirlo, nuestro propio "Rosas-Yrigoyen-Perón", pero, a diferencia, quizás, de quienes cultivan la genealogía política, quienes lo hacemos con los mundos-libro lo que indicamos al adoptar esas tradiciones es la distancia que nos separa de ellas, no la pertenencia: no son nuestros mundos, tampoco son mundos a los que aspiramos, ni son simplemente aquello de lo que carecemos. Son los modos en los que el lenguaje se acomoda en nosotros, formas del tiempo, evocaciones.

Los linajes son arbitrarios, resultado de cruces impensados, a los que les restituimos coherencia en retrospectiva, les damos sentido, los hacemos hablar nuestro deseo y nuestras carencias. Enunciar el propio es casi una confesión, la revelación de lo íntimo, a pesar de que, por fortuna, seguirán siendo impenetrables a los otros las razones por las que tienen para nosotros un sentido, o sentidos variados en distintos momentos de nuestras vidas.

He aquí el mío: se inicia con Onetti, y, de Faulkner a Conrad, recala en Saer y se extiende a Sebald. Son mundos que, como todos los mundos, tienen vecinos próximos, otros distantes y algunos tan lejanos que finalmente resultan desconocidos. Comparten una atmósfera a la vez prístina (¿prístina?, ¡qué adjetivo!) y densa, cierto modo de fluir: son, todos, autores acuáticos, con la excepción posible de Sebald. Sé que, quizás este último, sea el más extraño de la lista. Por fortuna, las taxonomías que fabricamos aceptan la arbitrariedad.

James Baldwin, un hallazgo deslumbrante, por Juan José Campanella

El mejor libro que leí en mi vida es El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Ahora estoy leyendo dos. Siempre leo, de manera simultánea, uno de ficción y uno de no ficción. En ficción, estoy entusiasmado con los cuentos de Saki, y en no ficción con un libro del escritor estadouniense James Baldwin, The Devil Finds Work ("El diablo encuentra trabajo"), en el que reflexiona sobre cómo Hollywood planteó siempre de manera estereotipada la imagen de los negros, aun en películas antirracistas como Al calor de la noche. Leo de todo, y generalmente libros que tienen que ver con los temas que más me interesan. En ficción me gustan mucho las historias de superación o incluso los policiales, y me guío por recomendaciones. En no ficción el tema principal que me viene apasionando hace años es la historia política y social, y a veces, la economía. Abandoné ya las lecturas de filosofía, que me insumieron varios años. Encuentro que los temas filosóficos están tan opinados que hay media biblioteca para cada teoría, y uno termina buscando solamente aquello que expone en palabras sesudas su opinión preexistente. En cambio, con la historia hay datos duros que desafían a las distintas visiones.

La revolución a la hora de elegir qué leer la hizo el sistema sample del iPad o Kindle, en el que puedo bajar las primeras treinta páginas de cualquier libro y tantear cómo es. Así he descubierto autores increíbles, como Baldwin. También, me permite intercalar cuentos con novelas en momentos en que no tengo tiempo de leer mucho. No me gusta leer una novela a razón de dos páginas por día. En cambio, con poco tiempo siempre puedo leer un buen cuento.