En los medios

La Nación
21/04/17

El estimulante ejercicio de cuestionar las propias certezas

El profesor de la Escuela de Derecho sostiene que "más allá de la 'grieta', no se trata de oponerse al discurso dominante, sino de combatir el pensamiento autocomplaciente"

Por Roberto Gargarella
Hace años, al término de un curso que dictaba en una librería hoy ausente, el filósofo cordobés José Aricó ofreció un consejo: "Hay que pensar a contrapelo". Quiso decir: debemos obligarnos a pensar en el sentido contrario al que nos lleva la inercia. O también: se trata de no pensar del modo que nos quede más fácil, el que reafirme todos nuestros prejuicios, el que deje todas las piezas exactamente en el lugar en el que queríamos desde un principio. Fue natural recordar aquella frase luego de estas semanas de movilizaciones intensas, y después de que tantos oficialistas y opositores encontraron autosatisfacción describiendo las marchas "propias" y "contrarias," no conforme a lo que significaron; no de acuerdo con lo que en su mejor versión representaron; sino según lo que, de antemano, cada uno de ellos deseaba o esperaba que fueran.

Algunos funcionarios del Gobierno, y aun el propio Presidente, se aventuraron a señalar, frente a las repetidas y numerosas demostraciones opositoras, que quienes marchaban no lo hacían por convicciones, con vigor y acompañados de buenas razones, sino arrastrados, movidos por un intercambio de favores, como si se hubieran manifestado sin pensar siquiera en lo que hacían, como si ni se hubieran interesado por ello. Llegaron a decir: "Les pagaron 500 pesos". Llegaron a denunciar: "A cambio de que marcharan, les dieron comida".

¿Y si en una sociedad política no fuera extraño, sino lo esperable, que mucha gente se movilizara por razones y con intenciones políticas (cambiar el rumbo de una política económica; avanzar en ideales de un signo opuesto al prevaleciente)? ¿Qué mejores razones podrían tener quienes se manifiestan que razones políticas? ¿Y si el hecho de que hubiera tanta gente dispuesta a movilizarse por un mísero pedazo de pan denunciara no el engaño en el que cayeron muchos ni la perversidad de los convocantes, sino los extremos de la miseria en los que tantos han quedado atrapados?

¿Y si estas movilizaciones, como ocurre siempre, hubieran combinado impulsos malintencionados y motivos confusos, junto con razones valiosas, relacionadas con decisiones injustas tomadas por el Gobierno? ¿Y si hubiera llegado la hora de repensar el orden de prioridades establecido por el Gobierno en la distribución de los principales costos y beneficios de las medidas que toma? ¿Y si en medio del tumulto de las movilizaciones se pudiera leer también lo que es legalmente cierto, esto es, que las políticas que abraza el Gobierno son no sólo controvertidas, sino también jurídicamente impugnables, a la luz de obligaciones constitucionales inexcusables que se muestra incumpliendo?

Lo mismo en torno a la fuerte movilización que se produjo en apoyo de la continuidad del Gobierno. Ansiosos por descartarla -por negarle entidad, por confirmar que nadie puede movilizarse en las cercanías de este gobierno-, muchos rieron su fracaso antes mismo de que la marcha empezara: simplemente, no era concebible que hubiera gente apoyando estas políticas. Luego, preocupados por los números que veían presentes en las plazas, pasaron a descalificar a quienes formaron parte de ella. Es que -sostuvieron algunos, con alivio- no se trataba de personas, sino, en todo caso, de un rejunte de carcamanes. Basta mirarles las caras, dijeron, como dirían los racistas, asociando rostros con ideología, aspecto con carácter. Más luego, viendo que no todos tenían los mismos rasgos, pasaron a privarlos de una dignidad cualquiera: "Se trata de meros golpistas", una afirmación por demás curiosa, si se tiene en cuenta que quienes marchaban lucían pancartas proclamando exactamente lo contrario, esto es, que se movían por la democracia y contra la amenaza de un nuevo golpe de Estado.

¿Generaron este tipo de manifiestas evidencias alguna duda? No, primaron los rasgos: solamente se tornó necesario duplicar la apuesta, para hablar entonces de "golpistas que además pretenden engañarnos". Fascistas aunque no lo sepan, y a pesar de que se proclamen republicanos. Es que no importaba lo que ellos dijeran, sino lo que se suponía que gente como ellos debía estar mascullando: importaba el odio golpista que delataban sus ropas caras. Por último, pero sin tardanza, apareció el argumento estrella de la última década, el más bobo y cómodo de todos. El que dice que quienes se manifiestan o mueven en contra de las ideas que uno sostiene lo hacen no por voluntad propia, sino porque así se lo impone la televisión o así lo decidieron los medios.

Sorprendente que un argumento de este talante (el que nos refiere a los sujetos como autómatas que obedecen órdenes provenientes de algún comando central; el que nos habla de personas sin pensamiento propio que avanzan por las calles cegadas por algún rayo de luz) apareciera en los mismos labios de quienes, días atrás, se horrorizaban frente a aquellos que hablaban de los opositores al Gobierno, asociando sus manifestaciones de protesta con el intercambio por comida o por unos pocos pesos. Era indignante, por completo inaceptable, que alguien osara decirles que se marchaba a cambio de un dinero o bocado, pero para ellos era totalmente normal y sensato afirmar que todos los demás lo hacían porque la televisión así se lo había ordenado: ¡fueron zombis desfilando!

¿Y si en medio de aquella marea de gentes distintas hubiese miles de personas sensatamente preocupadas por la posibilidad de un quiebre institucional, angustiadas porque han sabido lo que implican los golpes de Estado; personas que sufrieron en piel propia lo que significa la desestabilización de un gobierno; gentes temerosas de los efectos de una nueva crisis, golpeando esta vez sobre sus hijos? ¿Y si miles y miles de entre ellos fueran parecidos a uno: personas que quieren un país más justo y solidario, que -no por egoísmo, sino con parte de la razón de su lado- tienen miedo a un cambio que vuelva a traer consigo algunos de los imperdonables fallos del gobierno pasado (pobreza creciente, corrupción, narcotráfico)?

¿Y si hubiera lugar para alguna duda? ¿Y si alguno aceptara -de un lado u otro- alguna pregunta que pudiera ponerlo en aprietos? ¿Y si no fuera cierto que lidiamos día a día, y sobre todo, con imberbes, fascistas y zombis, golpistas y reaccionarios, carneros y borregos? Entre tantos de nuestros conciudadanos de a pie -entre los que piensan como uno y entre quienes lo hacen en contra- hay una dignidad moral y energía cívica admirables. Una dignidad que es la que les permite caerse y levantarse una vez, y otra vez, y otra vez. Ellos no merecen ser tratados como ganado ni descriptos como zombis: se mueven, muchas veces con la ilusión golpeada, o las fuerzas que no tienen, en nombre de lo que creen correcto.

Nada de esto implica candidez, ni condenar abusos y explotaciones rampantes, ni desconocer el hecho obvio de que hay personas oportunistas que se aprovechan de los dolores o necesidades del resto: las hay a montones, y son habitualmente las que llevan el mando. La cuestión es aceptar, sin embargo, que son cientos de miles los que se quejan por lo que creen inicuo; millares los que están convencidos de lo que hacen y en parte también en lo cierto. No se trata, simplemente, de pensar en dirección opuesta al discurso que uno cree dominante, sino de arriesgarse a hacerlo en dirección contraria al relato propio. Se trata de resistir de una vez la narrativa de la autosatisfacción, el cuento que sitúa las causas de los problemas lejos de las fronteras propias. Pensar a contrapelo es resistir el discurso autocomplaciente, que en estos tiempos de cultura blanda y narcisista en un lado o en el otro predomina.