En los medios

Panamá Revista
2/01/17

El caso de Milagro Sala como oportunidad de ponernos a prueba

El “molesto” caso de Milagro Sala representa, entre tantas otras cosas, un buen test acerca de nuestra disposición a discutir de buena fe, en términos conscientemente críticos, antes que prejuiciados y burdamente partidarios.

Por Roberto Gargarella

Una aproximación instrumental a los derechos

El “molesto” caso de Milagro Sala representa, entre tantas otras cosas, un buen test acerca de nuestra disposición a discutir de buena fe, en términos conscientemente críticos, antes que prejuiciados y burdamente partidarios. Hoy por hoy, sin embargo, lo que parece primar, por muy lejos, es la insistencia en las confrontaciones binarias que priman en nuestro país desde hace años. Volvemos entonces a la oscilación entre las presentaciones salvíficas y demoníacas de Milagro Sala; a la dicotomía entre la Tupac Amaru como comando heroico o ejército de enloquecidos. Dado que estamos frente a sucesos por demás complejos y cargados de matices, que requieren de una atención especial y cuidadosa, mi primera observación –y también mi primera sugerencia- al adentrarme en el tema será la de dejar de lado las presentaciones que muestren al caso en cuestión -un caso sobre todo difícil- como uno fundamentalmente plano.

Desechar las aproximaciones unidimensionales, así como también los enfoques binarios, no implica pensar que la cuestión deba ser examinada tomando “el camino del medio”, por decirlo de algún modo. Entre la tortura y la no-tortura, entre la violación y el respeto de los derechos, no corresponde optar por una posición “intermedia”, sino por una postura categórica: en principio, las violaciones de derechos no resultan aceptables, nunca. La aclaración es importante para este caso, pero también para todos los casos que representa este caso.

Rechazar el simplismo implica rechazar asimismo la idea según la cual hay una “contradicción principal” que opaca a todas las “secundarias,” que significa en criollo que hay que hacer como que no existe la persecución de minorías indígenas, si es que se trata de minorías opositoras; tolerar el “apriete” a jueces, porque la causa es demasiado importante; o tomarse a la ligera la muerte de un fiscal, porque no era “propio” (presenciamos en estos meses el caso extraordinario de fiscales que en lugar de poner todas sus energías para avanzar sin concesiones en sus investigaciones, se mostraron desesperados por clausurarlas, sin permitir siquiera que las causas que debían impulsar fueran abiertas a prueba). Necesitamos repudiar todos esos hechos, por las mismas razones que nos llevan a repudiar la prisión preventiva o la condena de Milagro Sala. Necesitamos repudiar esa mirada utilitarista, instrumental de las personas y sus derechos, que nos conduce a tomar a los sujetos como “meros medios”, y a pensar a la acción política con independencia de principios y valores.

La prisión preventiva

Sobre la prisión preventiva que se le impusiera a Milagro Sala hace más de un año habrá que decir, en primer lugar, que dicha medida en la Argentina se administra, comúnmente, de modo gravemente abusivo. Bastante más de la mitad de los presos que se alojan en las cárceles argentinas se encuentran hoy privados de libertad sin condena (en algunas provincias, incluyendo a la de Buenos Aires, ellos superan al 80 por ciento). Esto es decir, nuestros presos sufren desde hace años condiciones de encierro inhumanas, sin estar condenados todavía. Milagro Sala, como una mayoría de presos en la Argentina, fue privada de su libertad de modo apresurado e injustificado. Debemos aprender a concebir a la prisión preventiva como un recurso último, que debe reservarse para casos extremos, como el que se da cuando el Estado no puede, de otro modo, garantizar la continuidad del proceso. Resistir la cárcel y la prisión preventiva en situaciones como la que aquí se examinan, entonces, debe ser también un modo de resistir los modos en que se piensa y administra la privación de la libertad en la Argentina. Un modo de resistir la arbitrariedad, la superficialidad, la irresponsabilidad, la imperdonable falta de justicia y apego a derecho con que se dispensan años de cárcel en nuestro país. En todo caso, tiene sentido enfocar de modo particular la atención en el asunto que involucra a Sala, en razón de la visibilidad de su situación, y por tratarse de una dirigente social de envergadura (volveré sobre eso). Pero conviene no olvidarlo: la mayoría de los presos en la Argentina son también, en un sentido relevante, Milagro Sala.

Sobre el específico caso de la prisión preventiva Milagro Sala, organismos de derechos humanos, nacionales y extranjeros (incluyendo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Human Rights Watch y al secretario general de la OEA), levantaron el tono de sus críticas contra el Estado argentino, frente a las múltiples irregularidades demostradas por el mismo, al hacer efectiva la detención de aquella (i.e., el inicio de causas judiciales diversas, al solo fin de sostener una decisión tomada de antemano: asegurar la privación de la libertad de Sala). La respuesta del Estado frente a tales críticas fue la de insistir en que Sala debía permanecer en la cárcel, pese a las deficiencias del proceso, dado el “riesgo procesal” de que la líder de Tupac Amaru pudiera “presionar a testigos”. El aserto oficial no vino a negar sino a ratificar la desorientación de su iniciativa: primero, si Milagro Sala es tan poderosa como se lo indica, habrá que concluir que su organización será capaz de presionar testigos con ella dentro o fuera de la cárcel; segundo, no es en absoluto cierto que el Estado sea incapaz de proteger por otros medios a los testigos del caso, y así mantener intactas las condiciones de un proceso justo; y tercero, tampoco es claro que no pueda reducirse la capacidad de presión eventual de Milagro Sala, a través de medidas que no incluyan a la privación de la libertad como alternativa privilegiada. En definitiva: en este caso, como en casi todos, la prisión preventiva no resultó en ningún momento justificada.

Milagro Sala condenada

La condena recibida por Milagro Sala es en sí misma injusta, y lo es también por lo que implica y lo que quiere sugerir a futuro: se trata de penas que pretenden ser aleccionadoras acerca de una forma de hacer política, a la que se pretende desalentar. La forma política en la que Sala y su agrupación se involucraron en todos estos años incluye la acción social y la actividad comunitaria; y asimismo modos de presión y protesta que incorporan métodos de acción directa. Importa muchísimo, por supuesto, determinar si esas actividades sociales y agonales trajeron consigo la comisión de delitos. Sin embargo, en todo caso, ello es algo que debe probarse y no presumirse, y todo indica que en este caso el poder político, tanto como el judicial, actuaron a partir de certezas que precedieron siempre a la necesidad de corroborar lo presumido. Con algún agregado importante, y es que en general, y muy en particular en contextos como el nuestro, no basta con decir que alguien cortó una calle o arrojó un huevo a un político para concluir que ese alguien violó algún derecho, transgredió la Constitución o cometió un delito.

Por supuesto, es incorrecto pensar -como muchos han llegado a pensar, en nuestros tiempos- que “la protesta social no puede ser un delito”, tanto como considerar que por regla general sí lo es. Ambas formas de pensar constituyen, sin embargo, el punto de partida de nuestras escasas discusiones públicas sobre la materia, caracterizadas como dijéramos por el apuro, la falta de sofisticación y el prejuicio. En principio, habrá que decir que ningún juez debería apresurarse a condenar, antes que proteger, una protesta social. Mucho más, en el marco de una radical crisis en el sistema de la representación política como la que sufrimos -crisis de representación que entre otras cosas significa que los representantes no responden ni son en esencia sensibles a los esperables reclamos populares que reciben. La justicia, sobre todo, incumple con la tarea que se espera de ella cuando los reclamos sociales que se invocan en la protesta se vinculan con un esquema constitucional que se ufana de la generosidad de los derechos sociales y económicos que consagra. Debiera ser claro: si el Estado violenta los derechos que se jacta de asegurar (pongamos, el derecho a la vivienda), y luego se tabica ojos y orejas para no atender los reclamos que le llegan por sus incumplimientos, quien agravia al derecho es él, y no los que se quejan de sus faltas. Cuando la justicia, entonces, identifica en el que se queja, y no en el Estado, a la fuente del problema, revierte y pone cabeza abajo el papel que constitucionalmente ella tiene asignado: si algo le da sentido al carácter no-electoral de la justicia (lo que es compatible con decir que la organización de la justicia debiera repensarse de modo completo), ello es (y debiera ser) su disposición contra-cíclica, esto es, decir su particular sensibilidad frente a los reclamos de quienes alegan que el Estado incumplió con algunas de sus obligaciones jurídicas prioritarias. Por eso no resulta aceptable que la justicia se apresure en condenar al que se queja -como en el caso de Milagro Sala- en lugar de salir urgida a averiguar las razones de tales reclamos, para determinar si son ciertas las alegaciones que señalan al Estado como violador de los derechos que está obligado a garantizarnos.

Por lo dicho también, resulta de especialísima gravedad la inhabilitación de tres años que se le impone a Sala, de ocupar cargos en asociaciones sociales. En lo que ella puede, la justicia debe alentar, antes que socavar, la posibilidad de que las personas se agrupen para protestar por los derechos que les corresponden, y que militantes políticos y dirigentes sociales se involucren en dicha tarea. Ello así, aún si fuera cierto que quienes lideran las protestas se han equivocado o excedido en el ejercicio de sus quejas: es tan importante la tarea que tales dirigentes realizan (más todavía -insisto- en un contexto de crisis de representación y dificultad para la acción colectiva) que la justicia debería ayudar a corregir o reparar las faltas del caso, si las hubiera, sin afectar de ningún modo la continuidad de la tarea indispensable que realizan los movimientos sociales, en el resguardo de derechos que nos corresponden a todos.

Aclaraciones necesarias

Lo dicho hasta aquí deja planteadas decenas de dudas que merecen ser despejadas. En lo que sigue, por razones de tiempo y espacio, sólo podré tratar de ocuparme de algunas de ellas, de modo breve.

Primero, la presunción que se le exige a la justicia a favor y no en contra de quienes reclaman por derechos vinculados con su subsistencia, es una presunción prima facie, obviamente reversible (por ejemplo, si alguien reclama de modo violento en nombre de derechos de los que carece -i.e., obtener un privilegio).

Segundo, el reclamo por un derecho justo no autoriza ni ampara la violación de los derechos de otros. Pero decidir las situaciones de conflictos entre derechos, requiere que seamos especialmente cuidadosos con los detalles: por qué derechos reclaman quienes reclaman (¿derechos de subsistencia?); qué gravedad tiene la afectación de derechos que los que se quejan han generado con sus protestas (¿lesiones graves?, ¿desorden en el tránsito?, ¿suciedad en las calles?); qué alternativas genuinas y no formales tenían para canalizar sus reclamos (¿publicar una solicitada?, ¿dejar un carril libre?, ¿peticionar a representantes que han denegado reiteradamente sus razonables demandas?); qué responsabilidad tienen el Estado u otros particulares en la generación de las violaciones de derechos por las que se reclama.

Tercero, en contextos de injusticia y desigualdad como el nuestro, el poder judicial no sólo merece ser especialmente sensible frente a los reclamos básicos de los más vulnerables, sino particularmente protectivo de sus iniciativas de queja: en principio, la justicia debe resguardar antes que desalentar la protesta, en tanto ella desempeña una tarea pública y colectivamente importante, que incluye la de proveer a los magistrados de las señales sociales de alerta, que ellos necesitan, frente a la posible violación de los derechos que les toca custodiar.

Cuarto, un reclamo que afecta temporalmente el derecho de otros, puede constituir, eventualmente, una falta justificada, excusable o atenuada, y la justicia no puede actuar bajo la presunción de que ello no es así, o como si dicha falta en los medios de protesta empleados fuera capaz de desplazar del centro del conflicto a la eventual violación de derechos cometida por el Estado. Como ya sugiriera, todo lo contrario pareció ocurrir en el caso de Milagro Sala, en donde lo accesorio terminó desplazando a lo principal, y en donde la protesta pasó de ser actividad especialmente protegida a actividad prioritariamente desalentada.

Quinto, las faltas serias cometidas por quienes se quejan, en el marco de una protesta justificada, merecen ser tratadas por separado, y no como si ellas invalidaran las razones que pueden justificar la protesta del caso (como una agresión durante una huelga no invalida la huelga ni dice nada contra sus razones). Asimismo, resulta una aberración propia de nuestro razonamiento simplista pensar que todas las faltas de quienes protestan merecen una respuesta en esencia idéntica -típicamente, en nuestro caso, la privación de la libertad. Ello, ante todo, porque la privación de la libertad debe ser un ultimísimo recurso, y no el “comodín” con el que respondemos frente a cualquier falta. Ello, además porque los casos que hoy reciben la misma respuesta son, en principio, demasiado diferentes entre sí –hay un mundo de distancia entre el asesinato de un enemigo, y el arrojarle huevos. Lo primero resulta inaceptable, mientras que lo segundo resulta poco significativo (en todo caso, susceptible de un reproche muy menor).

Sexto, el especial poder del que gozara Milagro Sala, en los años del kirchnerismo, ofrece razones especiales para prestar atención a los abusos y violaciones que pudieran haberse cometido en esos años: Sala condujo entonces a un grupo que contó con recursos extraordinarios (que permitieron hablar de un poder equivalente o superior al del gobernador de la Provincia), provenientes de modo directo del Estado central, y puso en marcha una práctica política que disputó el control monopólico estatal del aparato coactivo. Hay presunciones y denuncias que sugieren que en esos años se cometieron daños graves (incluyendo amenazas, usos de la fuerza, y aún la muerte de opositores), que deben ser investigados y eventualmente sancionados. El lugar ocupado por Sala durante el gobierno anterior fue el del poder, con dinero y armas, y resulta inaceptable que se minimicen o ridiculicen las acusaciones que se han hecho al respecto. Esas supuestas violaciones de derechos ocurridas en tales años deben, simplemente, investigarse, porque a todos nos interesa determinar si ellas fueron ciertas. Asumir esta actitud implica desembarazarse, otra vez, de los prejuicios mencionados al comienzo de este ensayo: asumir que la “contradicción principal” (Sala como cuestionadora de un modo injusto de ejercer el poder) desplaza, anula o torna insignificantes las preocupaciones que resulten de las “contradicciones secundarias” (Sala como líder de un grupo que ejercía la violencia contra sus opositores).

Séptimo, tanto la enemistad política manifestada por el gobierno de Jujuy hacia Sala, como el carácter de Sala de dirigente comunitaria, dan razones adicionales de peso a favor de una protección especial hacia la última: hay obvios motivos para pensar que la líder de la Tupac Amaru va a ser perseguida por el poder de turno: y por lo tanto hay motivos especiales, particularmente urgentes e intensos, para resguardarla frente a cualquier embate que pudiera sufrir de parte del actual oficialismo.

Octavo, los sesgos de que puede acusarse al aparato judicial de Jujuy son injustificables, como lo es el copamiento político de los poderes judiciales locales que se advierte en casi todas las provincias del país. Resulta ofensivo, en todo caso, que los mismos dirigentes políticos y periodistas que han sido directamente responsables, por su acción u omisión, de la colonización de la justicia en casi todo el país, en casi todos los niveles, en los últimos años, hablen hoy de la falta de independencia judicial en Jujuy, luego de una década de silencio. Resulta igualmente inaceptable que se hable hoy de una “ofensiva judicial” contra el gobierno anterior, sin tomar nota de que esa supuesta ofensiva está liderada por los jueces inidóneos nombrados por aquel gobierno, que hoy siguen desplegando las artimañas que hasta ayer eran festejadas o silenciadas.

En el marco de este tipo de complejas disputas, entonces, conviene preguntarse lo siguiente: ¿es que existe espacio, en la actualidad, para defender a Milagro Sala, criticar su prisión preventiva, objetar la inaceptable condena que se le ha impuesto, e impugnar al desempeño del poder público frente al caso, sin abdicar de principios, sin volver a las aproximaciones “instrumentales” sobre las personas y sus derechos? Necesitamos, de una vez por todas, repudiar la idea de que la injusticia o el sufrimiento de los demás se miden conforme al modo en que encajen, se ajusten o sirvan a la causa que más nos interesa.