Di Tella en los medios
La Nación
6/07/8

El otro modelo productivo

Por <STRONG>Luciano Laspina</STRONG>, economista, director de MacroVisión y profesor de la <STRONG><FONT color=#ff0000>UTDT</FONT></STRONG>.

EL año pasado escribí en esta misma columna: "Si la inflación se acelera y suma condimentos inerciales, llegará el punto en que el tipo de cambio real se habrá apreciado más de la cuenta y el banco central deberá subir las tasas de interés para defender la moneda (y evitar una mayor inflación) o depreciar el tipo de cambio, lisa y llanamente, para evitar una recesión. En el primer caso, estará siendo procíclico, ahora en la fase recesiva. En el segundo caso, estará convalidando la tasa de inflación (mediante devaluación) y alimentando expectativas inflacionarias en aumento."

Este es el escenario que se ha planteado en las últimas semanas. Confieso que por entonces no imaginaba que este vaticinio podría hacerse realidad en tan poco tiempo, entre otras cosas, porque nadie anticipaba la "doble Nelson" que generó la combinación de tensiones sociales y políticas y aceleración inflacionaria.

Quienes veníamos exigiendo una moderación cambiaria, monetaria y fiscal en los últimos años, hoy estamos tentados a cruzarnos de vereda. No es que estemos locos ni que nos invada el inconformismo, como algunos funcionarios me señalan. Lo primero es lo que demanda una economía que marchaba al recalentamiento inflacionario, y lo segundo es lo que aconsejan los manuales cuando una economía camina en dirección al polo, luego de haber atravesado el trópico. Claro que, si no se hizo lo primero, ahora tampoco se puede lo segundo, sin avivar más la inflación.

La desconfianza en el peso no ocurre porque el mercado crea que el Banco Central no puede sostener el tipo de cambio donde le plazca, ocurre porque pocos creen que su deseo (y el del propio gobierno) sea mantenerlo estable en el futuro cercano.

Hay dos razones por las cuales el Gobierno estaría tentado (y, quizás, obligado) a devaluar la moneda. Primero, con una tasa de inflación que se proyecta para este año cercana al 25%, muchos inversores consideran que la pauta devaluatoria crecerá en el futuro para sostener el peso en niveles competitivos. Segundo, porque si el Gobierno decidiera utilizar el tipo de cambio como ancla antiinflacionaria -como ahora está insinuando- esto conduciría a un peso menos "competitivo" que obligaría a replantear la esencia misma del modelo y a rediseñar integralmente la agenda de política económica -un escenario al cual se le asignan pocas chances- o, en su defecto, a guillotinar la rentabilidad de muchos sectores y frenar abruptamente el crecimiento.

Mitad por errores de diseño y mitad por problemas de implementación, hoy sabemos que fracasó redondamente la política de sostenimiento del tipo real de cambio, que en el fragor de la batalla generó una tasa de inflación que es récord regional y una distorsión de precios relativos sólo comparable a la de Venezuela.

Esto ocurrió por tres motivos. Primero, la política monetaria no pudo o no quiso ser lo suficientemente contractiva (en mi visión, fue lo primero). Segundo, la política fiscal no pudo actuar como freno -tal como reclamaban con ingenuidad muchos colegas- debido a que el gasto público es endógeno al modelo. Puesto de manera simple: los controles de precios y tarifas son un instrumento para moderar la suba de precios y, con esto, limitar las demandas salariales, y para sostener esas distorsiones de precios relativos se necesita mucho gasto en subsidios y obra pública. Este es un punto central del problema, pocas veces atendido.

Tercero, la mejora de los precios de exportación está apreciando las monedas y creando un principio de "enfermedad holandesa" en toda América latina. Es un problema difícil de resolver en la teoría y mucho más en la práctica, que no admite voluntarismos ni tampoco entrar en el juego de las "minidevaluaciones compensatorias".

Cuanto más alta la inflación y más apreciado el tipo de cambio, más costosos, en términos de actividad, serán la resolución de la inflación y los ajustes de precios relativos. Una razón es que un programa de estabilización requeriría mantener relativamente estable el tipo de cambio, aun cuando la inflación continúe sostenida en el inicio y las tarifas se incrementen, todo lo cual tenderá a apreciar el tipo real de cambio, quizás excesivamente, si las correcciones se postergan. Mientras tanto, encandilados por la obsesión de un peso competitivo, hemos sembrado las semillas de la inercia inflacionaria y no hemos hecho nada para navegar la apreciación real sin grandes tensiones sectoriales: léase, bajar el costo del capital y subir la productividad global.

La Argentina debería estar mutando su modelo de salarios bajos en dólares y alto costo de capital, a uno de salarios más altos en dólares y menor costo de capital. En el actual contexto, esta es la forma de mejorar los salarios con baja inflación, sin quebrar al mismo tiempo la rentabilidad empresaria. Estamos viendo subas salariales en dólares pero, a la vez, severos aumentos en el costo del capital. Esto se mide objetivamente por el menor acceso y la suba del costo del crédito para nuestras empresas y subjetivamente por la incertidumbre respecto al rumbo macroeconómico y las reglas de juego.

Dos preguntas

Quedan dos preguntas por responder. ¿Es factible el otro modelo productivo? Si se pone en marcha una agenda adecuada, las condiciones son todavía óptimas: América latina tiene hoy el costo de financiamiento más bajo en décadas, lo cual mejora notablemente las perspectivas fiscales, al tiempo que los altos precios de exportación apuntalan la solvencia externa. Sólo la torpeza logra evitar en la Argentina una baja sustancial del costo del capital y la reaparición del crédito de largo plazo que disfrutan nuestros vecinos.

¿Puede el gobierno impulsar la agenda económica que se requiere? Aquí empiezan las malas noticias. Esa agenda es lo más parecido a lo opuesto de la retórica y la práctica oficial. Bajar el costo de capital requiere de políticas que reduzcan la incertidumbre fiscal, que normalicen las relaciones financieras y comerciales internacionales y reduzcan la incertidumbre macroeconómica asociada a una elevada inflación. Aumentar la productividad global requiere una buena microeconomía, corregir las distorsiones de precios y tarifas, e impulsar regulaciones para los sectores clave de la economía que despejen el horizonte de inversión. Es decir, volver sobre los propios pasos.

Si esto no se logra, la dinámica nos depositará ante el mismo dilema que hoy se insinúa, y sobre el cual he advertido en éste y otros foros desde hace tiempo, y que ahora se ha vuelto la muletilla de buena parte de la profesión, en particular y para mi sorpresa, de los economistas más cercanos al Gobierno: 1) apreciación cambiaria excesiva con desaceleración y rebelión en la granja productivista, o 2) devaluación e inflación, también con desaceleración, aunque por otros motivos.

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