Di Tella en los medios
Página/12
5/06/8

Mirando por sobre las tranqueras

<STRONG>Roberto Gargarella</STRONG> analiza la disputa entre el Gobierno y las entidades agrarias a la luz de la Constitución. Vicente Palermo continúa su debate con Horacio González, surgido a partir de la Carta Abierta/1 y cuya primera parte fue publicada el 29 de mayo.

Por Roberto Gargarella, Doctor en Derecho, profesor de Derecho Constitucional en la UBA y la UTDT .

Notablemente, el debate en torno de la tensión “gobierno-campo” ha ignorado de modo sistemático una parte esencial a dicho conflicto, relacionada con lo que el derecho, y nuestra Constitución en particular, tienen para decir sobre el tema. La omisión es notable porque, desde el punto de vista jurídico –según me interesará sostener– el conflicto encuentra respuestas muy claras. La Constitución es, en tal sentido, una guía necesaria a la hora de definir mucho de lo que el Gobierno puede hacer y debe dejar de hacer, al mismo tiempo que (aunque este punto, debo decirlo, es más polémico) ella muestra por qué ciertos reclamos “del campo” son inaceptables. Es decir, leyendo e interpretando el derecho uno puede ver por qué, desde ambos lados, se están haciendo reclamos jurídicamente inaceptables.

Empiezo por lo primero, relacionado con la decisión del Gobierno de establecer un aumento significativo en las retenciones, a través de una resolución ministerial. Al respecto, el texto de la Constitución es claro a los gritos: ningún gobierno puede tomar decisiones de carácter legislativo a través del Poder Ejecutivo, tal como ha sido la costumbre argentina en los últimos largos años. Para condenar las normas así decididas, la Constitución señala, ante todo, que tales disposiciones están prohibidas “bajo pena de nulidad absoluta e insanable” (art. 99, inc. 3). La afirmación no puede ser más rotunda. Por si hiciera falta, el texto constitucional dedica otro artículo a prohibir las delegaciones legislativas (salvo en materia de administración o de emergencia pública, situaciones fundamentalmente irrelevantes para el caso que nos ocupa, art. 76). Y más aún, ella limita estrictamente la posibilidad de dictar decretos de necesidad y urgencia. Y no termina allí: ella sostiene que tales decretos sólo pueden ser considerados aceptables cuando “circunstancias excepcionales” impidan que el propio Congreso sea quien decida (circunstancias excepcionales que, por supuesto, no son las que hoy existen en nuestro “normalizado” país, en donde obviamente el Congreso se encuentra en condiciones de sesionar y legislar). Y por si todavía le quedaran dudas a alguno, la Constitución señala que en absolutamente ningún caso –ni siquiera en aquellas limitadísimas circunstancias excepcionales antes mencionadas– el Poder Ejecutivo puede establecer regulaciones en materia tributaria. Y por si todavía nos quedara alguna duda, debe aclararse que el aumento en las retenciones del caso no fue realizado ni siquiera a través de decretos de necesidad y urgencia –lo cual hubiera estado prohibido, aunque hubiera sido una violación constitucional más habitual—, sino a través de una resolución ministerial. Es decir, por cuestiones procedimentales, las medidas decididas por el Gobierno en materia de retenciones resultan, simplemente, nulas de nulidad insanable.

Dicho esto, y por otro lado, quisiera ocuparme del aspecto sustantivo –y ya no procedimental– del problema constitucional en juego. En tal sentido, sostendría lo siguiente: la Constitución no merece ser interpretada como poniendo límites a la posibilidad de que un gobierno decida, por los canales apropiados, su política económica, más allá de que dicha política sea liberal, conservadora, socialista, o alguna combinación de todas estas alternativas. El Gobierno debe tener las manos fundamentalmente libres en este respecto, y el Poder Judicial no debe aceptar ninguna invitación a invalidar planes económicos por más o menos progresistas que ellos sean. El Poder Judicial no puede ni debe reemplazar al poder político: él debe respetar las decisiones democráticas de las mayorías, democráticamente adoptadas. Pero, por ello mismo, porque la democracia debe tener márgenes de acción muy amplios para decidir sobre políticas sustantivas, es que resulta crucial que aseguremos estrictamente que tales decisiones sean tomadas con absoluto respeto por los procedimientos fijados por la Constitución.

Mi último punto es más especulativo, y tiene que ver con una pregunta. La pregunta es la siguiente: por qué es que el Gobierno y “el campo” no reconocen lo indiscutible, es decir, que es obvio que la Constitución le prohíbe al Poder Ejecutivo decidir del modo en que lo ha hecho (y lo obliga a recurrir al Congreso), del mismo modo que es obvio que los representantes del “campo” no pueden exigir que el Gobierno cambie su política económica, como si tuvieran un derecho constitucional a obtener ganancias extraordinarias a fijar, ellos mismos, el nivel de las retenciones que corresponde (aunque, por supuesto, “el campo” debe ser protegido en su posibilidad de criticar al Gobierno en razón de las políticas que aquél decida aplicar). Según entiendo, el sorprendente resultado con el que convivimos se produce como resultado de una práctica que lleva años, por la cual el Poder Ejecutivo y el “campo” se han habituado a actuar y decidir de espaldas a las instancias de discusión democrática definidas por nuestra Constitución. Ese es, finalmente, uno de los centros del problema: el Ejecutivo está acostumbrado a ver al Congreso como un mero apéndice o una molestia, mientras que “el campo” tampoco quiere recurrir al Congreso porque está acostumbrado a lidiar con un Ejecutivo dócil o simplemente cómplice de sus demandas.

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