Di Tella en los medios
Newsweek
30/04/8

Nueva etapa, los mismos problemas

Por <STRONG>Lucas Llach</STRONG>, profesor de la <STRONG><FONT color=#ff0000>Universidad Di Tella</FONT></STRONG>.

PARA LOS QUE HEMOS NACIDO en los setenta, el país ha estado casi siempre en "crisis". Solo en los últimos cuatro o cinco años "la crisis" empezó a aludir no ya al estado general de las cosas en el país, y en particular en su economía, sino a un evento concreto e identificable que poco a poco iba quedando en el pasado, y que de tan ominoso nunca tuvo un nombre propio consagrado, como lo habían tenido el Rodrigazo, el Tequila o la hiperinflación. Cuando a la crisis con epicentro en el año 2001 la llamábamos la "última crisis económica" teníamos la esperanza de que el adjetivo íiiera análogo al de "la última dictadura": que no significara solamente "la más reciente" sino también la que daba fin a una serie larga y tumultuosa de traumas ma-croeconómicos de variado tipo.

Hoy se ha vuelto a oír "crisis" como una referencia no al pasado sino al presente. No se sabe bien qué es —¿la inflación? ¿el campo? ¿el cambio de un ministro?—, pero un ambiente de inquietud sobre el futuro económico cercano se ha generalizado en las últimas semanas. ¿Tiene algún fundamento, o es la psicosis de una sociedad sensibilizada por su pasado tormentoso? ¿Existen, en verdad, desafíos de importancia para esta Administración remozada por un mismo apellido —Fernández-hace cinco meses en lo político y hace pocos días en lo económico, o son turbulencias menores dentro de una prolongada época de prosperidad construida alrededor de otro apellido, que es Kirchner?

Conviene separar lo urgente de lo importante. Lo urgente, lo que dibujó el mayor conflicto político de la época y acabó con el efímero ministerio de Lousteau, es la resolución del contrapunto con el sector agropecuario. Es posible que en este terreno los altos costos pagados por el Gobierno y la sociedad no hayan* sido completamente en vano. Mientras se escriben estas líneas da la impresión de que al menos las más desgraciadas intervenciones oficiales en la cadena de valor agropecuaria (esto es, su política cárnica y láctea) se verán moderadas si se firma la paz. En ese caso, el sector deberá felicitarse de haber convertido lo importante —la vigencia de incentivos razonables para la producción— en urgente, y la sociedad debería preguntarse si no hay un problema grave de representación en un país en el que el corte de rutas es el modo más exitoso de protesta.

Respecto al punto más mediático de las retenciones, asoma una paradoja. Primero, el Gobierno defendía el esquema móvil de gravamen a las exportaciones —según el cual la tasa impositiva bajaba si el precio se reducía, y viceversa— y los productores rurales la tasa fija. La inspiración de ambos seguramente era menos conceptual que pecuniaria: la tablita de Lousteau implicaba grandes aumentos en los gravámenes, particularmente , a la soja y el girasol. Hoy, con precios algo más bajos, y con la percepción de que aquellos niveles eran excepcionales, puede ser más conveniente para el campo luchar no tanto por el paso a la retención fija, sino por un sistema móvil purificado de los excesos del esquema inicial (como aquella previsión odiosa que estipulaba que a partir de ciertos valores solo uno de cada US$ 20 de aumento de precios quedaba en manos de los productores, y 19 en las arcas públicas). Desde el Gobierno, en cambio, la defensa de la tasa móvil ha perdido fundamento por el cambio de precios y de ministro.

Pero un final medianamente feliz al tema candente del sector agropecuario no constituiría solución alguna al problema principal detrás de la crisis del campo y de la salida del ministro. Lousteau se esforzó por dejar en claro que su separación se debía a la prioridad que él le otorgaba al combate a la inflación. En el acto de retirarse de la escena revelándose como un estabilizador de último minuto, reforzó la impresión, ya evidente por otros motivos, de que los Kirchner no consideran que la suba de precios tenga entidad suficiente como para requerir un tratamiento que no acabe en el voluntarismo. Néstor Kirchner parece creer que la fórmula usada durante su mandato (dólar fijo, superávit fiscal, acciones directas sobre los precios y poco más) alcanza en toda circunstancia para que la economía crezca con inflación moderada.

Lo máximo que está dispuesto a apartarse de aquel esquema es retomar una idea perdida en algún momento entre la campaña de su mujer y el cambio de mando: la noción de un acuerdo social, esto es, un entendimiento más o menos explícito sobre el sendero futuro de ciertos precios claves en la economía, y muy especialmente del nivel de salarios. Con la mayoría de las paritarias ya firmadas, la pretensión sería coordinar el curso futuro de los sueldos, si no es con un congelamiento al menos con aumentos más esporádicos o más módicos. No es necesariamente una mala idea: la carrera descontrolada de salarios hace poco por levantar su poder de compra porque también impacta sobre los niveles de precios. Coordinar esos aumentos podría ayudar a contener la inercia inflacionaria que típicamente aparece cuando los incrementos ocurren en distintos momentos y en diferentes proporciones: siempre habrá alguno que tiene que recuperar terreno perdido. La idea no carece, por ese mismo motivo, de algunas dificultades de aplicación: ¿aceptarán entrar en un acuerdo los gremios que en marzo firmaron menos de 20%, cuando otros negocian cerca de 30%? ¿Es posible compensarlos sin acelerar al menos momentáneamente la inflación?

En todo caso, el acuerdo social puede ayudar en la medida en que también se combatan otras causas más profundas de la inflación, que también tienen un componente psicológico o, más técnicamente, de expectativas. En última instancia, el cambio más fundamental pasa por que el Banco Central defina que su tarea principal es la que prevé su carta orgánica: no la defensa de la competitividad del país por la vía de una moneda suficientemente depreciada, sino la defensa de la estabilidad de precios. Mientras siga existiendo la percepción generalizada de que el Banco Central depreciará en algún momento el peso para compensar por la inflación acumulada (una sensación que se expresa materialmente en los avatares recientes del mercado de cambios), es imposible que la Argentina retorne a tasas de inflación civilizadas. Y es difícil, a su vez, que con el problema de la inflación irresuelto no volvamos a escuchar en un futuro no tan lejano la palabra "crisis".

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