Di Tella en los medios
InfoBae (ex diario)
5/07/7

El problema del institucionalismo vacío

<DIV><SPAN class=ControlNota_copete id=datosNota_lblCopete>PERONISMO E IZQUIERDA.</SPAN></DIV>

En este artículo voy a defender tres puntos principales:
1) Una alternativa progresista en la Argentina que no incluya segmentos significativos de militancia y grupos políticos asociados a la tradición peronista.

2) A partir de 2003 se consolidó una salida progresiva a la crisis, liderada por un gobierno de origen peronista, y ese gobierno, con sus contradicciones a cuestas, ocupa hoy el espacio más viable de la izquierda democrática en la Argentina.

3) Ciertas vertientes del mundo intelectual y de las ciencias sociales aplicadas en la Argentina leen la realidad política desde lo que voy a llamar "institucionalismo vado", esto es una mirada de la política desprovista de la ubicación de actores e intereses. El institucionalismo vado como moda intelectual tiene orígenes claros (y, en parte, justificados) en el clima de ideas de la transición a la democracia en los 80, y en ciertas corrientes en boga en el mundo académico desde los 90.

DERRUMBE DE UN MITO: EL POLO ANTIPERONISTA-PROGRESISTA: La idea de que el peronismo era intrínsecamente contrario a una política de izquierda consecuente y que, en definitiva, desvió a la clase obrera de su "curso natural" es tan vieja como el origen del movimiento mismo. Como sabemos, la oposición que despertó el partido fundado por Juan Perón fue clasista y conservadora, por una parte, pero también provino de porciones amplias del socialismo, comunismo y vertientes del radicalismo que no denunciaban las nuevas políticas de inclusión social sino, más bien, su uso demagógico, el control obrero desde arriba, la falta de transformaciones genuinamente radicales y las prácticas autoritarias en general. En resumen, de los dos grandes bandos en que se dividió la política Argentina desde 1945, el polo antiperonista siempre tuvo un importante segmento de izquierda (esto es, cul-turalmente laicista y económicamente intervencionista) en diferentes vertientes más o menos moderadas. El antiperonismo de izquierda siguió vivo aun en los 70, cuando buena parte de la militancia juvenil e intelectual se acercó al peronismo. Ese antiperonismo de izquierda denunció, otra vez, ya sea sus prácticas autoritarias (incluidas las de la nueva izquierda peronista) y/o el carácter esencialmente conservador y pro-capitalista de su líder.

Podría decirse que el retorno del peronismo al poder con el menemismo confirmó, una vez más, los peores temores de los militantes progresistas del polo no peronista. La facilidad con que Menem fagocito a muchos de los otrora brillantes jóvenes de la renovación peronista, convertidos en gerentes de los negocios del neoliberalismo y, mas aún, el entusiasmo con que fue apoyado por parte de la vieja cúpula montonera, sumado naturalmente al rumbo de sus políticas, parecía cristalizar aquello que el progresismo antiperonista siempre intuyó: el peronismo es esencialmente un partido de derecha (esto es, guardián de los intereses de la clase dominante y cul-turalmente regresivo). Evidentemente,-era una lectura simplista que soslayaba las particularidades de esa versión del populismo neoliberal, pero la formación de la Alianza fue de algún modo tributaria de esa constatación general que emparentaba peronismo y derecha: los sectores del peronismo progresista que se acercaron al radicalismo renegaron incluso de su propio origen peronista, relegaron toda forma de articulación con sectores populares territoriales o sindicales afines o con origen en esa tradición, y enfatizaron consignas mas propias del polo no peronista como la transparencia institucional y la lucha contra la corrupción.
El fin de esta historia lo conocemos todos. El "polo progresista" no peronista encarnado en la Alianza fue rápidamente colonizado por la derecha, no sólo, vale recordarlo, en el manejo de las variables económicas fundamentales (donde existían severas restricciones de política cambiaria y fiscal heredadas) sino con políticas claramente regresivas o, directamente, la ausencia de políticas en las áreas laboral, de salud, relaciones con la iglesia, de defensa y derechos humanos, con funcionarios como Rodríguez Giavarini, Fernando de Santibáñez, Héctor Lombardo, Ricardo López Murphy, Patricia Bullrich, etc. en puestos clave. La articulación de un bloque que intentara una salida no regresiva de la crisis (y de la convertibilidad) nunca se dio bajo la Alianza. Se dirá que ello era virtualmente imposible dadas las restricciones económicas y las debilidades políticas, pero el punto es que esa opción estuvo fuera de la agenda aun bastante antes del colapso de 2001.

Una lectura del fracaso de la Alianza, un colapso que tiene que ser visto como fin de época, a partir del tendal de muertos y heridos que dejaron los días más duros de la crisis, debe, por lo tanto, llevar a cuestionar de manera muy simple dos mitos inherentes a la izquierda democrática que orbitara históricamente en el eje no peronista.

El primero es que el origen de los comportamientos anómicos en la Argentina democrática proviene casi exclusivamente de la usina peronista y grupos afines.

Hay efectivamente coroneles del Conurbano, corrupción, clientelismo y patotas sindicales que poblaron y pueblan el submundo peronista. Pero frecuentemente se olvida, por citar ejemplos variopintos, que también hay compra de leyes bajo la Alianza, un Presidente autista que, despreciando la lógica institucional, se rodeó del grupo Sushi y de un banquero, y dirigentes empresarios que apoyaron explícitamente en el 2003 a un candidato corrupto y enemigo de las instituciones como Carlos Menem. Existen patotas sindicales tanto como empresarios que compran periodistas o hacen lobby por fuera de las instituciones. La anomia institucional argentina es sistémica y
no sólo de origen peronista.

El institucionalismo vacío como moda intelectual tiene orígenes claros en la transición a la democracia en los 80, y en ciertas corrientes del mundo académico de los 90.

El segundo postulado que debe ser derribado, y que subyace al mundo de centroizquierda de origen no peronista, es que la política progresista no necesita de articulación popular más allá de la simple "ciudadanía", individuos concientes que emiten su voto racional y que, a lo sumo, adhieren a algún partido.

Como es obvio, la política es también movilización y lucha simbólica, particularmente en esta parte del mundo. Y si lo que está en el horizonte es una transformación inclusiva, esa movilización se tiene que dar preferentemente en los sectores populares, territoriales o sindicales, amén de otras asociaciones.

ACTORES. Organizaciones que, con sus métodos (huelgas, marchas etc.), tengan posibilidades de incidir en el sistema de relaciones de fuerza. Estas articulaciones, huelga decido, son importantes para avanzar transformaciones inclusivas pero también para sostener gobiernos progresistas en épocas de crisis, cuando hay poco para distribuir o cuando hay que hacer cambios importantes (por ejemplo, pensando en el 2001, una devaluación que cambie los precios relativos). En resumen, el colapso epocal de la Alianza debe llevar a cuestionar, de una va por todas, dos dogmas inherentes a cierto progresismo democrático de origen no peronista: el peronismo como fuente exclusiva de la anomia institucional y un recelo de cuño anticorpo-rativista de la organización popular, y en consecuencia, a repensar (una va más) la relación entre peronismo e izquierda.

LA IZQUIERDA DEMOCRÁTICA. El gobierno de Kirchner consolidó una salida progresiva de la crisis de 2001, cuyos cimientos, justo es reconocerlo, fueron construidos en el gobierno de Eduardo Duhalde en coalición con la U.C.R. Naturalmente, la "salida progresiva" no implica que no haya capitalistas que ganen dinero. Evidentemente, los grupos exportado res de commodities industriales, especialmente aquellos poco endeudados en dólares que pagan menos retenciones, emergieron entre los grandes ganadores de la crisis. Me refiero más bien a que, como advierte Gramsci puede ocurrir en toda crisis orgánica, las posibilidades de articulación de un amplio bloque social de derecha eran mas que ciertas a partir de 2001/2 -el primer lugar de Menem y la buena elección de Ricardo Lópa Murphy en las elecciones de 2003 son sólo una muestra. El alejamiento de la opción dolariza-dora que quita definitivamente la autonomía monetaria y cambiaria, el rechazo a las demandas de máxima de los bancos en la crisis, la tolerancia y la ausencia de represión directa frente a la protesta social (especialmente, después de la matanza del Puente Pueyrredón), el po-tenciamiento de sectores productivos industriales a partir de la modificación de los precios relativos del 2001 fueron todos cambios que evitaron una factible salida por derecha de la crisis orgánica.

En otras palabras, esos cambios provocaron el repliegue de la coalición entre el sector financiero-pri-vatizadas-think tanks ortodoxos y la derecha política, en sus dos versiones, la populista encabezada por Carlos Menem y la más presentable e institucional, liderada por Ricardo López Murphy.

Esa consolidación lleva al gobierno de Kirchner a ocupar hoy el espacio más viable de la izquierda democrática en la Argentina, aun en medio de sus contradicciones. Por política de izquierda democrática entiendo un Estado que intente regular el mercado y el poder económico, que sea culturalmente progresista, que respete las reglas de la democracia política y sea socialmente inclusivolo que, en definitiva, excluye las expresiones provenientes de la izquierda dogmática de célula. Un análisis empírico, pues, política pública por política, brinda elementos para poner al gobierno de Kirchner en ese lugar. En el plano económico, se puede señalar un modelo que tiende a favorecer a sectores productivos industriales y agrarios, una tributación más progresiva merced a las retenciones, una posición de dignidad sin precedentes desde los 80 en la renegociación de la deuda y frente a los organismos internacionales, los límites a las privatizadas en sus reclamos de compensaciones por la devaluación y las tarifas, y un enfoque heterodoxo de control de la inflación. En el plano laboral, la promoción estatal de la negociación colectiva salarial y de condiciones de trabajo es una novedad respecto de los 90.

Los actores sociales discuten cara a cara, construyendo modelos de intermediación de intereses más cercanos a las economías coordinadas de Europa continental que a los modelos anglosajones de capitalismo liberal y desregulado, lo que se suma a la intervención del gobierno para subir el salario mínimo y los básicos de convenio.

En Salud, probablemente el gopierno ha desarrollado la política más progresista en la era democrá-tica a partir de la gestión de Ginés Gonzáles: el plan de medicamentos genéricos, los planes de salud reproductiva y el de atamiento de trompas y el control del tabaquismo son ejemplos. En el plano jurídico-cultural, el cambio de la Corte Suprema, la revalorización de la cuestión de los derechos humanos y el apoyo a la persecución de los crímenes de la dictadura, sumados al rechazo desde el discurso presidencial a la cul-tura de la mano dura (siempre tentadora para muchos políticos) y hasta el poner por primera vez el aborto en debate desde el Estado, son todos gestos innegables.

Finalmente, en el ámbito internacional la oposición al ALCA, la cuidada relación con el Brasil de Lula y el fortalecimiento del eje regional tienen un incuestionable contenido progresista.

Naturalmente, en todos los planos mencionados se pueden hacer críticas. El inevitable costo del modelo exportador y de sustitución de importaciones vigente son salarios bajos en dólares.

Las retenciones son un impuesto progresivo pero difícil de sostener en épocas de menor abundancia. La negociación colectiva potencia a actores que a lo sumo representan a la mitad de sus trabajadores, y la protagonizan sus organizaciones menos democráticas.

La révalorización de los derechos humanos ocasionalmente se dio en forma sectaria, negando por ejemplo el Juicio a las Juntas.

Sin embargo, los anteriores avances forman parte, es cierto, de un progresismo posible en el marco del capitalismo regional, pero de ningún modo son puramente testimoniales: se puso límites a factores de poder como los organismos financieros internacionales, los empresarios rurales y de servicios, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los laboratorios y las tabacaleras, entre otros. Se dirá que estas políticas fueron posibles gracias a factores fuera del control del gobierno, como la caída de la convertibilidad, buenas condiciones económicas internacionales o la debilidad contemporánea de las Fuerzas Armadas. Cualesquiera sean sus motivos últimos, lo concreto es que es difícil negar que fas políticas recién mencionadas se inscriben en el imaginario del centroizquierda o izquierda democrática local.

SOCIOS. El déficit más comentado del gobierno, de todos modos, se localiza en el plano institucional. Como se sabe, todo lo anterior convive con una coalición de la que forman parte gobernadores que buscan la reelección indefinida, intendentes duhaldistas, sindicalistas empresarios y prácticas que se juzgan poco reñidas con la democracia liberal, tema al me voy a referir ahora.
Buena parte del mundo intelectual y de las ciencias sociales en la Argentina emergió de la transición democrática con un discurso que revalidaba el rol de la democracia política y las institucionales liberales de control de poder.

Esta revalorización tenía un origen claro en el desprecio por parte de esos sectores de izquierda a las instituciones de la democracia política en el pasado, concebidas como meros reflejos superestructurales de una sociedad desigual y burguesa. Como sabemos, la historia mostró efectivamente que la diferencia esencial entre las instituciones legales de la "democracia burguesa" y su ausencia son los cadáveres flotando en el Rio de la Plata y los campos de concentración y tortura.

PhD. en Ciencias Políticas en la Universidad de California (Berkeley) y Profesor en la Univerisdad Torcuato Di Tella.

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