Di Tella en los medios
Clarín
22/05/7

Entre el garantismo y la mano dura

<DIV>TRIBUNA : Tanto las visiones liberales como conservadoras del derecho penal muestran déficit para enfrentar el delito. Se debe poner énfasis en la integración del delincuente, para que no esté conectado sólo con quienes le facilitan reincidir. </DIV>

En los últimos años, y con cierta regularidad, han venido emergiendo nuevas formas de criminalidad que, inevitablemente, han desatado el pánico de amplios sectores sociales, a la vez que revivido una disputa siempre mal orientada entre defensores del orden estricto y garantes de los derechos.
La disputa es poco atractiva porque, en parte, ambos grupos tienen razón y ambos están equivocados —aun cuando sus falencias no sean moralmente equivalentes.

En parte por ello, puede tener sentido proponer una visión diferente del garantismo liberal y del conservadurismo de la "mano dura", vinculada a una lectura republicana del derecho penal.

¿Cuáles son los problemas de las propuestas penales hoy vigentes? Ante todo, la dificultad de cierto garantismo al menos es la de abogar por un gradual retiro del poder coercitivo-punitivo estatal (en pos de una supuesta expansión de las libertades individuales y un mayor lugar para los acuerdos y las reparaciones individuales) sin darnos nada a cambio.

Tal propuesta, que aquí simplifico, se condice con la filosofía del liberalismo clásico que ve al Estado sólo como enemigo, y conlleva algunos de sus riesgos. Por caso, el riesgo de que el mayor espacio de la libertad por el que se aboga sea ocupado por mayores injusticias —injusticias cometidas por quienes ven en el retiro del Estado una oportunidad para cometer abusos.

Frente a tales falencias aparecen los defensores de la intolerancia estatal para denunciar a los garantes del debido proceso porque "nos dejan en manos de delincuentes". Estos críticos tienen a su favor un punto basado en el sentido común: el terror disuade —algo que sabemos bien luego de vivir en dictadura— lo que parece sugerir que su ausencia atrae al delito. Sin embargo, si en las sociedades en donde el Estado infunde terror el crimen tiende a bajar, ello se produce a partir del pago de un precio vil: el Estado mismo empieza a parecerse demasiado a esos criminales que persigue.

Peor todavía. Primero, en sociedades muy desiguales, la miseria suele actuar como anestesia o narcótico frente a cualquier amenaza estatal. De allí que, para muchos, el hecho de que Estado sea más y más violento nunca resulte disuasivo: ellos "ya están jugados". Segundo, y más importante, hay cientos de estudios que demuestran los efectos de reacción y desafío que generan las actitudes penales más severas por parte del Estado. Es decir, aún si aceptáramos que las mayor severidad penal tiene efectos disuasivos (algo que no resulta nada claro), deberíamos balancear dichos resultados con los efectos reactivos generados por las políticas del maltrato estatal.

El Estado policial (el que responde al mayor crimen con mayor intensidad en la represión penal) no disuelve sino que por el contrario agudiza las tensiones sociales, generando resentimientos en personas que, si se les tendiera una mano, responderían —previsiblemente, y según estudios también consistentes— también de un mejor modo.

Finalmente, y contra lo que pudieran proponer los abogados de la mano dura, desde 1853 nuestra Constitución ya tiene tomada una posición a favor del debido proceso y los derechos individuales en general. Alguien diría: "Entonces cambiémosla". Pero los constituyentes sabían lo que hacían: ellos quisieron poner a la Constitución, ante todo, como barrera contra el abuso de poder. Y ello, no porque sus autores fueran "tolerantes con la delincuencia" (nuestros constituyentes estaban demasiado lejos de ser lo que hoy llamaríamos "progresistas") sino porque buscaban ser inflexibles contra la tiranía.
Frente a ambas visiones, el republicanismo propone una política penal (ni retributiva ni consecuencialista sino) inclusiva y orientada a la integración en la comunidad, que toma a cada persona como un agente moral (y no sólo como un "calculador de costos y beneficios") y procura que la comunidad exprese su reprobación hacia las acciones del delincuente. El énfasis en la integración resulta obvio para una postura preocupada por la igualdad, los vínculos sociales y las relaciones personales.

Desde el punto de vista republicano, todos, pero particularmente aquellos que experimentan problemas de integración social, necesitan ser recuperados como miembros plenos de la sociedad. Contra este tipo de propuestas, el liberalismo en absoluto prioriza el valor de la integración social, a la vez que insiste con su receta del retiro estatal; mientras el conservadurismo se obsesiona por lograr más respuestas excluyentes, y exclusiones más prolongadas y penosas. Para el republicanismo, en cambio, lo peor que podemos hacer con los delincuentes es separarlos de aquellos que los quieren y les dan afecto, y "conectarlos" (por ejemplo, a través del sistema carcelario) con personas que también han estado actuando de manera contraria a nuestras convicciones.

Cuando —como en la Argentina— la respuesta habitual frente al crimen es la excluyente, luego ¿cómo sorprenderse al descubrir altos niveles de reincidencia entre criminales? ¿Qué otra cosa podría esperarse? Finalmente, dirían los republicanos, estas respuestas excluyentes son las que alimentan día a día al delito: actuando de ese modo, el Estado no muestra buena fe sino furia, al tiempo que genera rencor, en lugar de dudas o arrepentimiento, entre aquellos a quienes necesita recuperar de su lado.

Roberto Gargarella
PROFESOR DE TEORIA CONSTITUCIONAL (UBA, Universidad Torcuato Di Tella)

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