Di Tella en los medios
Clarín
22/02/12

El salario por representar al pueblo

Por Roberto Gargarella. PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL (UBA, UTDT)

Tribuna

El aumento de la dieta de los legisladores obliga a pensar en los criterios más razonables para fijar la retribución de las autoridades políticas. Evitar los privilegios y promover pautas de dignidad igualitarias deben ser algunas de las brújulas.

Días pasados, la atención pública volvió a centrarse en el sueldo de legisladores y Ministros del Ejecutivo. Pudimos tomar conocimiento, entonces, de montos excepcionalmente altos, aumentos absolutamente desproporcionados, y cifras (para el caso de los Ministros) que se procura(ba)n mantener en total secreto. 

Aunque casi no hubo discusión al respecto, fue interesante encontrarse con algunas de las (llamativas) razones públicas dadas, en su propia defensa, por los beneficiarios. 

Entre las razones que se esgrimieron a favor de tales aumentos, hubo algunas simplemente frívolas (las alegadas por el kirchnerismo desde Diputados, referidas a la necesidad de asegurarse una buena vestimenta); otras poco aceptables, relacionadas con la desproporción existente entre los sueldos legislativos y los de otros trabajadores afines (poco aceptables dado que, justamente, el hecho que más agravio causa es la descomunal desproporción que se advierte entre los sueldos de los funcionarios políticos y los de miles de ciudadanos que trabajan en condiciones bajo todo punto de vista precarias); y otras razones adicionales, en parte admisibles y en parte ofensivas, vinculadas con el "desarraigo" que sufren los representantes que llegan desde el "interior" del país (se trata de un argumento muy problemático, dado que vivimos en un país pleno de trabajadores migrantes, que se ven obligados a alejarse de sus familiares y amigos en busca de bajos sueldos, pagados muchas veces en negro, y sin la suerte de recibir a cambio pasajes, gastos de representación, o viáticos extraordinarios). 

El "escándalo" que rodeó al aumento de las dietas legislativas, en todo caso, puede servir para volver a reflexionar sobre la recompensa que merecen recibir los servidores públicos por realizar la tarea que realizan. Al respecto, lo primero que convendría decir es que las trabajosas defensas que se han hecho a favor de la posición "triunfante" en la materia -la que justifica el otorgamiento de premios excepcionales para los representantes- contrasta con los buenos argumentos que, históricamente, apoyaron a la posición contraria o "derrotada." Esta última postura, crítica de los privilegios de los funcionarios públicos, mantuvo desde un comienzo que los representantes políticos debían constituir un "reflejo" de la sociedad a la que representaban, y que por ello mismo habían de mantenerse social y económicamente entrelazados con el pueblo que los votaba (viviendo cerca de sus votantes, en condiciones afines a las de sus votantes). Quienes propiciaron esta postura dijeron, para apoyarla, que el Congreso debía ser un "espejo" de la sociedad (motivo por el cual promocionaron la representación más variada posible); exigieron la rotación obligatoria en los cargos políticos (para ayudar a que más gente "del común" accediera al manejo de la cosa pública); y defendieron el principio de las elecciones anuales ("el fin de las elecciones anuales es el comienzo de la esclavitud" -alegaban) bajo la convicción de que, de otro modo, los representantes comenzaban a descuidar los intereses de sus representados. 

La defensa de tales posturas críticas vino alimentada desde lugares teóricos y experiencias políticas diferentes. Parte importante del feminismo, por ejemplo, destacó el valor de la "identidad" que debía existir entre representantes y representados, y en línea con dicho enunciado denunció a un sistema político controlado por hombres que sistemáticamente ignoraban, mal-representaban o se despreocupaban de los derechos de las mujeres. Otras corrientes de avanzada, más economicistas, criticaron las ventajas políticas por considerar que, de ese modo, la clase representativa comenzaba a trabajar para sí misma, dejando prontamente de lado toda preocupación por el interés compartido. La izquierda occidental, mientras tanto, acostumbró a señalar acusatoriamente a una clase política que -gracias a los beneficios que se auto-asignaba- se convertía en aristocracia, al poco de que terminaban las elecciones. Para dicha izquierda, no había razón alguna que pudiera justificar que los representantes se arrogasen privilegios que ellos mismos se ocupaban de negar a los demás trabajadores. Demócratas radicales, por su parte, mantuvieron que los representantes no merecían reclamar recompensa adicional alguna por lo que hacían, ya que el honor de representar al pueblo y el privilegio de gestionar los asuntos de todos eran ya premios suficientes para cualquiera. 

Por supuesto, la crítica a las desigualdades que la política genera, en su favor, no pretende avalar las desigualdades que ella injustamente avala, en beneficio del sector privado. En todo caso, la idea de fondo es siempre la misma: resulta difícil impulsar, y sobre todo mantener, políticas respetuosas de la igual dignidad de todos, cuando el gerenciamiento de las mismas se asigna a quienes se benefician directamente con las injustas desigualdades creadas.

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