Di Tella en los medios
Clarín
21/09/11

Un sistema penal humanitario

Por Roberto Gargarella. PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL (UBA, UNIV. DI TELLA)

Sin ingenuidad ni simplicaciones, conviene establecer una comparación entre la respuesta de la sociedad y el Gobierno noruegos al delito y las que se verifican en la Argentina, que van desde el cinismo hasta la ineficacia perpetua.

HORARIO CARDO
Luego de los horribles sucesos que -- el 22 de julio- culminaron con la muerte de más de 70 jóvenes, en Noruega, una de las niñas sobrevivientes de la masacre declaró: "si un hombre solo puede mostrar tanto odio, imaginen el amor que podemos mostrar todos nosotros juntos".

Las afirmaciones de la niña -sorprendentes dado el contexto, amorosas en su contenido, conciliadoras en circunstancias tan difíciles- no desentonaron con los criterios expresados por algunas de las principales voces públicas de su país.

Pienso, en particular, en opiniones como las del más destacado criminólogo nórdico, Nils Christie, quien, reflexionando sobre el trágico crimen sostuvo: "Espero que vuelva. Tengo la esperanza de que él (el asesino) va a volver a ser parte de nuestra sociedad" -notable declaración, en ese difícil momento, y a la luz de la ansiedad que podía mover a muchos a abalanzarse vengativamente sobre el criminal.

Finalmente, y en línea con testimonios como los anteriores, el gobierno noruego se ocupó de reafirmar una y otra vez los valores democráticos propios de su política de largo plazo. El Primer Ministro, por caso, sostuvo que su gobierno de ningún modo propondría como respuesta la restricción de las libertades individuales, en nombre de la seguridad nacional.

Si destaco estas declaraciones no es para llamar la atención sobre el excepcionalismo noruego (finalmente, todos los países son excepcionales, en más de un sentido), ni para sugerir que "las políticas correctas son las escandinavas." Lo que me interesa es enfatizar que, aun frente a las peores circunstancias, tiene sentido seguir insistiendo sobre la importancia de valores humanitarios y conciliatorios, y apostando por el arrepentimiento y la integración de los victimarios, aun los peores.

Más específicamente, me interesa contrastar la posibilidad de una alternativa penal humanitaria e integradora, como la referida, con criterios como los que tienden a prevalecer en nuestro país, en relación con las diversas partes involucradas en los conflictos penales: las víctimas, los victimarios, el Gobierno.
En primer lugar, y en relación con las víctimas, diría que ellas merecen siempre la máxima protección y contención por parte del Gobierno, y de todos nosotros. Sin embargo -es importante decirlo- el cuidado que a ellas se les debe, tanto como la obligación de escucharlas, no debe confundirnos respecto del lugar político que les corresponde ocupar. Contra una tendencia cada vez más asentada en nuestro país, cabe señalar que las víctimas de un crimen y sus allegados no son las únicas personas (ni, seguramente, las principales) a las que les corresponde intervenir, a la hora de definir los contenidos de las políticas penales que adoptemos. Dicha definición requiere de una tarea colectiva, en la que toda la comunidad debe involucrarse ­ y no sólo una parte de ella, o una elite ilustrada que venga a actuar en su nombre, tal como parece ser habitual, en nuestro caso.

En relación con los victimarios, cabría recordar que la mayoría de las políticas que se vienen aplicando en nuestro país no se caracterizan por sus aspectos integradores sino por sus impulsos excluyentes (la prisión parece ser la única respuesta penal en la que pensamos); y que ellas no se distinguen por su humanitarismo sino por sus rasgos crueles.

La experiencia, por lo demás, nos confirma una y otra vez que las políticas penales dominantes no han servido para "reformar" a nadie (salvo para empeorar la socialización de los condenados); han tendido a agravar los resentimientos sociales, antes que a disolverlos; y han convivido con inverosímiles tasas de reincidencia, que hablan de su inefectividad completa (alguien podría decir, entonces, que el Estado está "produciendo", antes que impidiendo los crímenes).

El Gobierno, por su parte, y frente al crimen, no se ha caracterizado por afirmar su indeclinable compromiso con principios y políticas democráticas de largo plazo. Más bien lo contrario: se ha guiado por criterios oportunistas y oscilado dramáticamente entre actitudes de acercamiento interesado a las víctimas, y otras de cínico y prontísimo desapego, motivadas por cálculos de mera conveniencia. Sus políticas generales han tendido a aumentar la punitividad, antes que a contenerla; y se han definido siempre, inequívocamente, "desde arriba" y a partir de urgencias, antes que "horizontalmente," a través de un reposado diálogo democrático.

Resistiendo la comparación aquí propuesta, alguien podría defender, finalmente, la brutalidad del modelo argentino, contrastándolo con las ingenuidades que serían propias del modelo escandinavo.

Sin embargo, lo que allí se vislumbra no merece considerarse expresión de candor o de un mero idealismo: ellos llevan décadas aplicando políticas igualitarias a la vez que humanistas -políticas que demuestran ser el principal remedio contra crímenes como los que nosotros decimos que combatimos.

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