Di Tella en los medios
Clarín
23/03/17

Desigualdad y cultura del maltrato

Por Roberto Gargarella

El profesor de la Escuela de Derecho analiza el derecho a la protesta en Argentina: "Necesitamos cuidar la protesta, entre otras razones, porque nos permite reconocer los daños que el sistema institucional genera y esconde"

Si se presta atención al mapa de la protesta en la Argentina, se pueden reconocer, como datos comunes, al menos tres cuestiones salientes. La primera nota alude a la gravedad y extensión de las violaciones de derechos que se registran en nuestro país. Destacar este hecho tiene sentido, entre otras razones, porque nos ayuda a confrontar la peregrina idea según la cual la gente sólo protesta por divertimento o deporte, o porque así se lo pide o exige algún líder político o social ocasional.

Nadie niega (y enseguida haré alusión a ello) la presencia de líderes oportunistas, o de políticos que quieren aprovechar en beneficio propio las necesidades ajenas. Sin embargo, tales certezas no deben convertirse en excusa para eliminar o limitar la protesta. Necesitamos cuidar la protesta, entre otras razones, porque nos permite reconocer los daños que el sistema institucional genera y esconde. Cuando se protesta por violaciones graves de derechos constitucionales, el problema –debiera ser obvio- no es de la Constitución, ni de la protesta, sino el que surge de las violaciones de derechos.

El segundo hecho que destacaría refiere al nivel de desconexión que existe entre la clase dirigente –todo a lo largo- y la ciudadanía. Este “hecho de la desconexión” explica la grave “dificultad para ver” que se advierte en toda la dirigencia, y que da lugar a conductas políticamente suicidas.

El propio gobierno, para empezar, actúa con una “ceguera de clase” que es llamativa a esta altura de nuestra vida democrática. Dicha ceguera denuncia la radical deficiencia de nuestro sistema institucional para transmitir señales de alerta, apropiadas y en tiempo (la obstinación autoritaria que era propia del kirchnerismo, o las correcciones tardías y en “actitud sorprendida”, propias de este gobierno, resultan de este modo las dos caras opuestas de un mismo problema institucional).

Parte de la oposición –en particular, la vinculada al gobierno anterior- se muestra ciega frente a lo que ha hecho, y ciega frente a las consecuencias de lo que hoy hace. Su persistente “actitud de combate” parece menos orientada a remediar dramas sociales profundos, que a hacer olvidar sus propias miserias.

La clase empresaria simplemente no asume la responsabilidad primaria que le cabe en la construcción de la injusticia social que hoy tenemos, ni reconoce el modo en que su propia subsistencia queda -por su propia desidia- bajo amenaza. El núcleo duro de la dirigencia sindical, por su parte, hace décadas que ha roto amarras respecto con sus bases: de allí los desajustes habituales entre sus reclamos y modos, y los reclamos y modos que le exigen sus bases. Se conforma de esta forma un pacto suicida montado sobre una irracionalidad cruzada: irracionalidad de una dirigencia capaz de poner su propia permanencia en el poder en juego, no por coraje, sino por una combinación de impericia, miopía y ansioso cortoplacismo. Otra vez, el “hecho de la desconexión” (la falta de alertas y frenos) torna verosímil lo que, de otro modo, resultaría incomprensible.

Todo lo cual nos lleva al tercer y último punto al que quería referirme, y que tiene que ver con la “cultura del maltrato” en la que hoy nos movemos, que contradice la imagen, entre ingenua y salvífica, con que en los últimos años se aludía a las cualidades de carácter predominantes en nuestro medio. No se trata de una apreciación sicologista, sino de un hecho sociológico poco grato: la injusta desigualdad que todos reconocemos, opera hoy como principal justificativo para defender lo propio, arrasando a quien sea necesario en el camino. Todo vale, incluidas la crueldad o el comportamiento impiadoso. Es como si el país hubiera pasado del “sueño de Rousseau”, que primara a mediados del siglo pasado (i.e., todos remando en el mismo barco, hacia el mismo destino) a la “pesadilla de Hobbes” de estos últimos años (cada uno en la desesperación por salvarse en su bote, sin medir costos).

Dentro del clima de guerra en el que vivimos; con un sistema de frenos y contrapesos debilitado; y un esquema de alarmas y alertas rojas (las que debiera proveer el sistema representativo) que no funciona, lo que se requiere no es un cambio de actitudes, como propician los consejeros del Gobierno, sino de estructuras. Se trata de reparar la desigualdad que, desde los años 70 hasta hoy, todos los gobiernos –con diferentes retóricas, y honrando a distintos dioses- siguen alimentando.