Di Tella en los medios
Revista Ñ
4/03/17

Justicia como materia de discusión colectiva

Roberto Gargarella, profesor de la Escuela de Derecho, explica por qué la legislación de los castigos debe replantearse apelando a una interacción entre el Estado y la comunidad.

Castigar es la palabra que Roberto Gargarella pone en cuestión hasta intentar sacarla de la escena constitutiva de la democracia. Si el discurso de la inseguridad se ha convertido en una herramienta política para extremar las penas y para promover ciudadanos temerosos, el autor modifica las condiciones de discusión. Establece un montaje entre su escritura y la realidad más cercana para que el lector descubra otro nivel de conflicto. No se trata, en Castigar al prójimo (Siglo XXI), de limitar el drama al delito sino de entender el funcionamiento de un estado que habla desde el dolor que produce.

Si en Vigilar y castigar Michel Foucault indagó en los orígenes de la prisión para articular ciertas formas punitivas a estrategias de verdad y poder, el libro de Gargarella supone que al quitarle a la elite judicial la completa capacidad de decisión y dársela a la ciudadanía podrían fundarse otro estado y otras leyes. Su trabajo se lee como un proyecto para la construcción de una subjetividad nueva, más activa y piadosa.

–Usted propone formas de justicia restaurativa y reproche público que requieren de otra implementación de la democracia y de una sociedad más integrada. ¿Cómo se daría el pasaje de esta realidad a ese ideal regulativo?

 –El libro tiene dos ejes. Uno tiene que ver con la crítica al castigo y las formas tradicionales violentas, crueles de la respuesta estatal. El otro eje es el de la crítica al elitismo propio de nuestra doctrina penal, y del pensamiento penal predominante: tanto el de la derecha conservadora como el de la izquierda supuestamente de avan zada. Los conservadores, como el llamado populismo penal, apelan a la voluntad de un pueblo al que invocan (“queremos penas máximas porque así lo pide el pueblo”) pero al que no escuchan nunca. Una manifestación de personas que sale a la calle luego de cometido un crimen no debe ser identificada con el pueblo. La izquierda penal apela a los intereses de un pueblo al que tampoco consultan, porque cree que la gente no entiende de cuestiones penales, por eso el artículo 39 de la Constitución prohíbe las iniciativas populares en materia penal. Lo que prima en los hechos es la desconfianza democrática, la certeza de que sobre estos asuntos el pueblo se equivoca. Mi convicción es que sobre todo en los asuntos más importantes, los referidos a los usos de la coerción y el presupuesto, es más necesario apelar a procesos de discusión colectiva.

–Si el objetivo del estado fuera reconstruir el vínculo social a partir de la comprensión de la falta como propone la política restaurativa, ¿cómo se reconstruye el lazo si ese sujeto que delinque nunca se sintió parte de la sociedad? ¿No se estaría aquí frente a una situación paradójica? ¿No se corre el riesgo deque el cambio se vea obturado porque falta una sociedad o un estado que pueda actuar en sintonía?

–En el libro propongo un horizonte afín a algunos principios comunitarios, socialistas y republicanos, que resaltan el valor de reconstruir los lazos sociales. Como diría Nils Christie (sociólogo y criminólogo noruego, 1928-2015), la ocurrencia de un crimen implica la pérdida de confianza y eso constituye un daño no sólo para la víctima directa del crimen. Se trata de algo dañoso para todos, que pasamos a tener miedo, a desconfiar del otro. Frente al crimen la respuesta puede ser absurda, como la que habitualmente damos, de ahondar la ruptura, de separar todavía más. O puede ser la política restaurativa.
Como decía Christie, retomando la raíz nórdica del término ‘restaurar’, “volver a apilar los leños derribados”. No soy ingenuo sobre el tema: hay crímenes leves y crímenes gravísimos, que no pueden ser tratados como si nada importante hubiera ocurrido. El asesino merece un reproche muy diferente y más severo que el ladrón de gallinas. Pero ¿nos vamos a involucrar en una épica de la venganza, que por lo demás es inútil y agrava las rupturas producidas incrementando el odio social mutuo? O, a la luz de los estrepitosos fracasos acumulados, y la inhumanidad e indecencia de nuestras respuestas habituales, vamos a procurar otra cosa? Las experiencias existentes en materia de justicia restaurativa han resultado extraordinariamente exitosas en los Estados Unidos, en Australia, en Nueva Zelanda.

–Si el objetivo es que los sujetos se rehúsen a cometer actos reprochables porque encuentran en ello una forma de comportamiento injusta y lo que se busca es el reconocimiento de la gravedad y su rectificación, ¿cómo lograrlo si para la persona que comete una falta la injusticia está en esa sociedad que niega sus derechos? ¿Qué pasa si lo que falta funciona como obstrucción para lo que ya se logró?

–El punto es importante porque si no actuamos de modo diferente lo que permanece no es la nada o algo meramente anodino o imperfecto: permanece el horror.
El Estado, en un país como el nuestro, es responsable de la violación gravísima de derechos constitucionales. Ya no sólo en la cárcel sino fuera de ella, y frente a todos aquellos grupos con los que se ha comprometido constitucionalmente a asegurar derechos sociales, económicos y culturales que no asegura, y que viola cotidianamente.
Esos compromisos jurídicamente asumidos por el Estado a través de la Constitución no son ni merecen ser leídos como “poesía”: son obligaciones incondicionales con las que debe cumplir, obligaciones con las que el Estado está voluntariamente comprometido. El Estado que mantiene a sectores mayoritarios de la población en la miseria, y luego se muestra sorprendido y descontrolado frente a cualquier falta, no está en buenas condiciones de reprochar nada a nadie.

–En las formas del reproche público es más importante el reconocimiento de la falta cometida que el castigo.
¿Cómo se diferencia una conducta de otra, especialmente en casos que producen lesiones irreparables? ¿Cómo se sanciona esa falta sin necesariamente infligir dolor pero sin banalizar el daño que alguien pudo realizar sobre una persona o sobre toda una comunidad?

–Cuando se comete un crimen grave, no se afecta sólo a una persona, a una familia o a un grupo. Se afecta a toda la sociedad.
La vida de todos empeora. Lo que necesitamos hacer, más que “asustar” o “moler a golpes” al victimario, es procurar que eso no se repita, volviendo a tejer el tejido comunitario que se ha quebrado. Una cosa es que esas víctimas encuentren amparo, refugio y protección del Estado. Otra cosa es sostener que el reconocimiento de las víctimas implica depositar en ellos o en sus criterios la respuesta estatal. Las políticas penales deben ser determinadas democráticamente, con la intervención de todos pero no sólo a partir de lo que diga un sector (nuestras elites penales, las víctimas, los policías, los expertos en seguridad).
Me interesa desafiar la idea que sostienen algunos para quienes es obvio que los crímenes más aberrantes (racismo, masacres) requieren de nuestra parte las respuestas más duras y violentas.
Países como Sudáfrica, al terminarse las políticas del apartheid, o Colombia en estos días en que se negocia su proceso de paz, muestran que una sociedad puede tomar muy en serio los grandes crímenes que ha sufrido pensando en políticas restaurativas y no en otras vengativas. Se puede responder aun frente a los peores crímenes de modos más decentes y humanos.
Necesitamos explorar esos caminos que además se han mostrado atractivos en cuanto a los resultados que son capaces de producir, en términos de integración social y no repetición de los crímenes cometidos.



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