Di Tella en los medios
Clarín
21/02/17

¿Estudiar o comprarse zapatillas?

Para la directora del Área de Educación de la UTDT "es urgente una política educativa que tome en serio su crisis y defina una organización institucional y pedagógica renovadas, con vínculos fuertes con el mundo laboral y una docencia profesional y atractiva que conforme equipos de trabajo"

Maxi me dice que piensa dejar la escuela. Tiene 15 años y quiere un par de zapatillas, de esas muy caras. Maxi camina inseguro en la escuela.

Se lleva materias, como la inmensa mayoría de los estudiantes secundarios. Su madre es empleada doméstica y esas zapatillas, como tantas otras cosas, están fuera de su alcance. El hizo la cuenta: si se pone a repartir pizzas, en seis meses ahorra lo suficiente para comprar las zapatillas, pero para eso tendrá que dejar la escuela vespertina de Villa Pueyrredón a la que va. Su “proyecto” no puede ser más triste. Pienso en otros Maxi a los que ni ese plan les queda, que robarían, matarían o se harían matar por esas zapatillas. Lo invito a hacer otra cuenta. Le hablo del futuro, del mejor trabajo que puede conseguir si termina la escuela, del saber que es poder y de otras cosas valiosas para mí. Me dice que tener unas buenas zapatillas lo hará sentir seguro, fuerte, lindo. Que la escuela no le hace sentir esas cosas. Que siente que en su escuela los profesores no lo quieren. Que con esas zapatillas, en cambio, lo va a querer todo el mundo.

Al finalizar 2016, el 80% de los chicos se llevaba alguna de las 12 ó 14 materias que cursan por año. ¿Adónde “se llevan” las materias que se llevan? Se las llevan a cuestas para resolver el tema como puedan. Deben estudiar solos o recurrir al mercado informal de profesores particulares para aprender afuera lo que no aprendieron adentro.
Para los que no lo logren, queda repetir, único mecanismo que el régimen académico de la secundaria reserva para este caso, a pesar de que las investigaciones muestran que no remedia el problema, afecta la autoestima y es la antesala del abandono.

En Argentina, más de 1.000 chicos por día abandonan la secundaria. De 10 que empiezan sólo 4 la terminan en tiempo y forma. Pero la escuela no se deja de un día para el otro, es un proceso, una idea que se va madurando o un destino que se impone. La gran cantidad de inasistencias de alumnos y profesores es una deserción a cuentagotas. Faltar, luego llevarse materias, luego repetir, luego abandonar.
Secuencia fatal. Desde luego, son los alumnos de hogares más pobres, que carecen de capital cultural familiar que los sostenga, los que más repiten y abandonan.

Los jóvenes argentinos son doblemente vulnerables, por jóvenes y por pobres. Según los datos oficiales, de la población de 15 a 19 años, más de la mitad (54%) se encuentra en situación de “vulnerabilidad”, una categoría apenas por encima de la pobreza, cuyo ingreso es de 1 a 1,5 veces el costo de la canasta básica total. La zona de vulnerabilidad es móvil, puede ampliarse o restringirse dependiendo de la calidad y fortaleza de los dos mecanismos integradores por excelencia, el trabajo y la educación. Se puede salir de la vulnerabilidad hacia arriba, accediendo a la zona de integración, o hacia abajo al desconectarse de las relaciones laborales y educativas. No venimos bien con esto, un millón de jóvenes no estudia ni trabaja, ni terminó la secundaria y permanece en un limbo explosivo.
¿Qué hemos hecho con nuestras escuelas? ¿Por qué no logran ser un lugar de sentido, de pertenencia o al menos de conveniencia? “La amargura, la aspereza, la melancolía de profesores mediocres es uno de los grandes crímenes de nuestra sociedad”, dirá George Steiner.

Un crimen que es contra la profesión docente porque es contra la enseñanza, el saber y el amor a ambos.
La escuela secundaria argentina transita una historia de 150 años que va del origen elitista de mediados del siglo XIX a la universalización del nivel con la Ley de Educación Nacional de 2006 que la hace obligatoria. A pesar de sucesivas reformas parciales, de proyectos experimentales, del reparto de computadoras y de las asignaciones condicionadas, el núcleo duro de la organización escolar permanece intocable. Estamos diciéndoles a los jóvenes algo así como que gozan del derecho a estar obligados a ir cada vez más tiempo a escuelas cada vez más irrelevantes.

Por sus finalidades explícitas para el mundo del trabajo, para continuar estudios superiores y para la formación ciudadana, la escuela secundaria es por definición la única política efectiva de atención a los jóvenes y de su inclusión social auténtica. Y a la vez es una política estratégica para el desarrollo económico, social y político del país. Para que la secundaria valga más que un par de zapatillas, para que sea un pasaporte al conocimiento, al trabajo y a la ciudadanía plena, es urgente una política educativa que tome en serio su crisis y defina una organización institucional y pedagógica renovadas, con vínculos fuertes con el mundo laboral y una docencia profesional y atractiva que conforme equipos de trabajo.

Sin una educación secundaria transformada y con foco en los más vulnerables, la propuesta de bajar la edad de imputabilidad del delito será la opción brutal e hipócrita de una sociedad impune que pide “cárcel y muerte desde chiquitos”, en lugar de clamar por educación.