Di Tella en los medios
La Nación
23/08/16

La Corte juega el juego del equilibrio

Por Roberto Gargarella

Sensible al impacto público de sus decisiones, en su fallo sobre el aumento tarifario el tribunal supremo dio respaldo a las discusiones colectivas y priorizó la cuestión social, aunque varios aspectos exigen más precisiones e invitan a la polémica.

El reciente fallo de la Corte Suprema de la Nación en materia tarifaria muestra a la Corte jugando con maestría el juego que mejor ha jugado en estos tiempos, esto es, el juego del equilibrio político. De todas formas, y dentro del marco de una sentencia muy rica en su contenido, tiene sentido que nos enfoquemos en algunos aspectos polémicos y merecedores de un análisis crítico.

A la luz de la historia judicial de la Argentina, resulta entendible que la Corte Suprema se muestre hipersensible al impacto público de sus fallos (en este mismo caso, la Corte ha tendido puentes con el Gobierno, la oposición, los grandes empresarios, los grupos más vulnerables, etc.). Tal disposición destaca de modo especial cuando hablamos de una Corte que nació al calor del "apedreo popular sobre la Justicia" propio de la crisis de 2001. Sin embargo, la obsesión que muestra esta Corte por el cálculo estratégico la ha llevado a trocar la aspiración jurídica habitual de "dar a cada uno lo suyo" por la pretensión política de "satisfacer a todos un poco". Insisto: en el marco de un sistema institucional fundamentalmente frágil e inestable, esa orientación al cálculo estratégico resulta en principio entendible, pero a esta altura se trata de una virtud que, en su abuso, se ha ido transformando en vicio. Como veremos, hay dimensiones jurídicas y filosóficas que terminan siendo opacadas por la prioridad política que organiza al fallo.

En su análisis, la Corte hace importantes consideraciones en torno a la validez constitucional del litigio colectivo. Algunas de esas varias consideraciones resultan, sin embargo, impugnables. Menciono aquí sólo dos de ellas. Por un lado, una cuestión relativamente menor: la Corte funda el alcance y el carácter operativo del art. 42 de la Constitución, referido a los derechos de consumidores y usuarios, en una "interpretación" basada en las voces e intenciones de los constituyentes de 1994. Se trata de un camino interpretativo -como tantos otros- esquivo, vaporoso y finalmente favorable a la discrecionalidad: se necesitan razones (teóricas, constitucionales) y no inasibles argumentos de autoridad para dar cuenta de cuál es el sentido de la Constitución. Por otro lado, la distinción entre "usuarios residenciales" y otros usuarios (el fallo concentra su jurisdicción sobre los primeros) es muy problemática y nos remite a una constante en la justicia argentina, que esta nueva Corte tampoco quiere abandonar: la declamada apertura al "litigio colectivo" resulta finalmente muy limitada. En el fallo se nos dice que no todos los usuarios tienen "intereses homogéneos" y que por eso se deja fuera del alcance de aquél a comercios, industrias, clubes, etc. Pero podría objetársele a la Corte que aquí el interés de los actores era igual en relación con las particulares facetas que eran relevantes para el caso (falta de audiencias, aumentos desproporcionados, etc.). El criterio de la Corte abre espacio a que se lo impugne porque aun entre los "usuarios residenciales" no hay "intereses homogéneos" (algunos son grandes consumidores, otros tienen menos recursos, etc.). Debemos ser muy exigentes con la Corte en esta materia y pedirle mucha mayor claridad y apertura efectiva en lo que hace a nuestro derecho al litigio colectivo.

Por otra parte, las importantes consideraciones que hace la Corte en relación con el valor de la discusión colectiva resultan música para los oídos de quienes defendemos un ideal deliberativo de la democracia (suenan especialmente bien frente a una vieja guardia jurídica que considera tales referencias "por completo ajenas al derecho"). Es valioso lo que dice al respecto la Corte, en particular en relación con las características que deben distinguir a las audiencias públicas. Y más aún, a la luz de una amenaza siempre presente: la amenaza de que el poder establecido vacíe a las audiencias de todo contenido real (el poder quiere audiencias meramente informativas, en donde sólo se dedique a afirmar sobre lo que ya tenía decidido de antemano). La Corte aclara que el objeto de las audiencias no se satisface con "la mera notificación de la tarifa ya establecida", elogia la "democracia deliberativa" y previene contra el riesgo de nuevas prácticas "vaciadas de todo contenido, que únicamente (vienen a aumentar) las credenciales democráticas" de los poderes establecidos y a "legitimar decisiones verticales tomadas con anterioridad."

Lo que sostiene la Corte sobre este tema resulta impecable. Salvo por una cuestión: lo dicho se contradice con la propia práctica desarrollada por la Corte en materia de audiencias públicas. En atención a los propios criterios que ella subraya, la Corte debería convocar y organizar sus propias audiencias de un modo muy diferente del que hoy lo hace.

Como era previsible, la Corte refiere en su fallo a los principios constitucionales de la "división de poderes" y los "frenos y contrapesos". Lo hace para señalar -en el marco de este caso- la obligación del Ejecutivo de "fijar las tarifas", la del Congreso de determinar "el marco regulatorio" y la de la Justicia de examinar la "razonabilidad" de todo lo anterior. La cuestión es fundamental, sin dudas. Sin embargo, la Corte respalda su contundencia declamativa en criterios notoriamente imprecisos. Porque, en definitiva, en un esquema de "frenos y contrapesos," la "interferencia" de un poder sobre otro no es prohibida sino exigida, y entonces lo único que importa es hasta dónde y de qué modo la Justicia puede interferir sobre la política: decir que la Justicia no interfiere, entonces, es falso, equivocado o vacío de contenido. Sugiero aquí una respuesta para este caso: la Corte, dialógicamente, debe "ayudar" al poder político a respetar los diversos criterios que la Constitución exige, por lo cual la idea de que las tarifas -o cualquier otra medida económica- las "fija" la política no resulta constitucionalmente aceptable. En particular, a la luz de una Constitución enfáticamente "social", como la nuestra, y en el contexto de inaceptables niveles de injusticia y desigualdad como los que nos legó el kirchnerismo, la Justicia debe ayudar a la política a que ajuste sus pretensiones a las muy demandantes obligaciones sociales impuestas por la Constitución. Frente a tales obligaciones constitucionales, el paradigma de la "eficiencia", la "prioridad del crecimiento" o los "costos sociales circunstanciales" (nociones muy presentes en el lenguaje que habla el actual gobierno) debe siempre, inequívocamente, ceder.

Según vimos, y a pesar de sus méritos, en el fallo sobre tarifas la Corte realiza juicios indebidamente frágiles en materia de división de poderes, interpretación jurídica o litigio colectivo. Es seriamente imprecisa también en las referencias que hace en torno a la regulación estatal y el mercado. La Corte anuncia que las audiencias son exigibles para el transporte y la distribución de gas, pero no en relación con la producción y comercialización de éste, en la medida en que estas últimas actividades se encuentren regidas por el mercado y no por la intervención estatal. Pero, otra vez y como en los casos anteriores, la razón de la Corte se afirma en una teoría imprecisa. En este caso, entre otras razones, porque no existe algo así como un área ajena a la regulación estatal: toda actividad económica es hija de intervenciones estatales, como las regulaciones en materia de propiedad y contratos, por ejemplo.

En definitiva, el bienvenido fallo nos obliga a pensar sobre temas de crucial relevancia pública, que hoy aparecen sujetos a un tratamiento deficitario, aun por parte de la Corte Suprema.