Di Tella en los medios
La Nación
29/06/16

Las razones del escepticismo

La elección sobre la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea ha significado el triunfo de la pasión sobre la razón. No es que los británicos sean un pueblo particularmente pasional, pero en esta encrucijada parecieron mostrar que la famosa "flema" había quedado guardada en un armario. El triunfo del Brexit se ha parecido más a una competencia deportiva que a una elección en la que los votantes miden con objetividad y esmero el resultado de sus opciones a la hora de elegir una boleta.

Sin embargo, algo ocurría en el ambiente político británico que pocos supieron percibir: una sensación de profundo disgusto frente a políticas, como la económica o la migratoria, que estaban siendo tomadas fuera de sus fronteras. Un nombre resumía esa frustración: Bruselas. En pocas palabras, Europa (o "the continent", como muchos británicos, especialmente los ingleses, se refieren a esa región del mundo con la cual parecían unidos por un accidente histórico) tenía la potestad de tomar decisiones casi sin consulta y justamente Bruselas se transformaba así en una suerte de nueva ciudad imperial, un tema nada menor para un país que supo tener el mayor imperio del mundo en otros tiempos.

En 1997, lord Ralph Dahrendorf brindó una conferencia que derramaba escepticismo y malas noticias sobre el futuro de la Unión Europea en la London School of Economics. Este sociólogo y cientista político que, siendo alemán, había conseguido un título de nobleza británico con sus estudios sobre los conflictos de clase decidió apuntar los cañones sobre un proyecto al que denominaba "épico". Fue una provocación. ¿Qué era entonces, si no, esa maravilla regional de la segunda posguerra llamada la Unión Europea? Para Dahrendorf, era un proyecto destinado a un inevitable fracaso. Y su explicación se basaba en que el nacionalismo impediría el éxito final de la "épica".

El espacio de cooperación europeo había nacido como un proyecto para la paz, con el acuerdo sobre el libre comercio del acero y del carbón (justamente los insumos clave para la guerra) entre enemigos históricos como Francia y Alemania. Iniciado frente a una Europa asolada por dos conflictos armados de magnitud extrema, tenía sabor a optimismo. E incluía a los países del Benelux y a una Italia que, sin ese proyecto, hubiera virado quizá hacia un futuro incierto.

Continuó con la incorporación de Irlanda (la Cenicienta que pasó a ser un tigre, por lo menos por un tiempo), la ordenada Dinamarca y la propia Gran Bretaña, en 1973. Y hasta los ingleses (no digo británicos, porque los escoceses fueron y son decididos europeístas) aprobaron en 1975 en un referéndum participar en la Unión Europea por un 66 % de los votos. Si había que añadir más épica a este proyecto, países con longevas dictaduras de derecha como España, Portugal y Grecia se unían a una corriente que conjugaba la democracia con la cooperación económica. En 1979, un Parlamento Europeo mostraba los avances con miembros elegidos por sufragio universal. Y coronaba esta historia de cuento de hadas la incorporación de países de Europa oriental, oprimidos por la hegemonía soviética, a un proyecto que parecía no tener límites.

¿Por qué lord Dahrendorf, en medio de ese clima de optimismo, lanzó una visión pesimista sobre el futuro de la Unión Europea? Su mirada se centraba en un nacionalismo que el europeísmo no iba a poder atenuar. Parecía una boutade de un euroescéptico frente a una realidad que no podía contemplar. La crisis económica que comenzó a perfilarse en 2008 puso algunos signos de interrogación sobre la historia épica de la Unión Europea. ¿Por qué los alemanes, con una economía que es la locomotora de la región, debían pagar por el gasto excesivo de los griegos? ¿Por qué Bruselas tenía que indicar las políticas a seguir en el espacio común? Un dato interesante: Gran Bretaña no adoptó el euro como su moneda. Personas "razonables" expresaban su dolor por tener que utilizar billetes sin el rostro de la reina. Y, además, mantuvieron ese enorme tamaño que sólo hacía posible guardarlos sin roturas en una billetera fabricada según los estándares locales.

Los ingleses (y galeses) ahora dieron una respuesta: el triunfo del Brexit. Adiós a la Unión Europea. Una mirada al mapa de dónde triunfó nos muestra que en el norte (sobre todo en el nordeste) de Inglaterra el apoyo al Brexit fue decisivo. Condados con pequeñas urbes se impusieron sobre el apoyo al "remain" en las grandes ciudades y de regiones como Escocia e Irlanda del Norte. La respuesta: mucha gente votó en esos distritos que le dieron la espalda a Europa; menos entusiasmo se palpó en los que rechazaron el "leave". La pregunta que sigue a este resultado es hasta qué punto tenían conciencia de lo que estaban haciendo.

Si hay algo que puede decirse sobre el futuro es lo impredecible que puede ser. ¿Por qué Gran Bretaña, cuya economía no se ha desempeñado tan mal en los últimos años, eligió esa apuesta? ¿Quedará el fenómeno encapsulado en una isla que nunca estuvo demasiado contenta de formar parte de un mundo que consideraba ajeno, como el europeo? ¿O comenzará un juego de dominó en varios lugares de la región en la que populismos de derecha esgrimen la bandera del nacionalismo (o del regionalismo)? Lord Dahrendorf auguraba el fin de Europa con una especial vehemencia y, así como Samuel Huntington escribía sobre el choque de las civilizaciones, él lo hacía sobre el de los nacionalismos. ¿Existe Europa?, se preguntaba el alemán devenido en británico. Su respuesta era negativa. A esta altura, y tomando de manera atenuada lo dicho por Dahrendorf, que murió en 2009, ¿tendría razón? Sólo podemos concluir con dos posibilidades principales: o el voto por el Brexit fue una experiencia deportiva irresponsable o, quizás, una de las historias épicas más sobresalientes del siglo XX haya llegado a su fin.

Profesor del Departamento de Historia de la Universidad Torcuato Di Tella