Di Tella en los medios
Clarín
20/09/15

Compromiso moral con la igualdad de las personas

Por Martín Hevia

La crisis inmigratoria en Europa, la política inmigratoria del presidente Maduro en la frontera entre Venezuela y Colombia y las propuestas de Donald Trump nos hacen reflexionar acerca de la moralidad de nuestras políticas inmigratorias y de la justificación de las fronteras. 

¿Está justificado el uso de la fuerza para impedir que los inmigrantes ingresen en nuestras comunidades? ¿Tenemos realmente razones para prohibir el ingreso a nuestro territorio, o expulsar a los inmigrantes cuando ingresan sin nuestra autorización?

Para empezar, las sociedades democráticas modernas están comprometidas con la igualdad moral y política de todos los seres humanos: las instituciones políticas y nuestras políticas públicas deben tratar con igual consideración y respeto a todas las personas, que tienen igual dignidad. En base a ello, pensamos, por ejemplo, que el racismo es objetable, o que el Estado no puede discriminar por razones de sexo o clase social. Este compromiso es el corazón de los derechos humanos. Ahora bien, como explica el filósofo canadiense Carens, si ese tipo de discriminación es impermisible, también lo es la discriminación basada en el origen geográfico de una persona. 

Entonces, ¿tenemos alguna razón para distinguir entre nacionales y extranjeros? Es más, en base a la igualdad moral de las personas, los estados liberales reconocen a la libertad de movimiento dentro de sus territorios como derecho humano fundamental. ¿No deberíamos comprometernos con la libertad de movimiento a nivel global? 
Podría objetarse que las comunidades políticas tienen soberanía, es decir, derecho a la autodeterminación, y que una comunidad tiene derecho a decidir el contenido de sus políticas inmigratorias. Además, según este argumento, abrir las fronteras podría poner en peligro el carácter particular de una comunidad; los inmigrantes podrían querer imponer sus tradiciones culturales y sus valores. 

Este argumento, no obstante, no es convincente porque una sociedad comprometida con las libertades, una sociedad liberal, es neutral respecto de las diferentes concepciones de la excelencia humana. Ello significa que, en la medida en que los inmigrantes no atenten contra las libertades individuales imponiendo sus valores, la comunidad local debe respetar los valores y prácticas de los inmigrantes.

Supongamos ahora que, invocando su soberanía, una comunidad restringe la inmigración por razones de seguridad: sospecha que la apertura de sus fronteras a favor de una minoría religiosa o étnica podría llevar al caos social. 
Podría ocurrir que a una parte de la comunidad le disgusten los inmigrantes, ya sea por alguna condición que los distinga (su carácter de extranjero, el color de su piel, o el hecho de que sean pobres, o ricos) o por sus ideas políticas o religiosas.

Para el derecho penal liberal, la personalidad, las ideas políticas y los deseos de las personas son irrelevantes. El Estado no puede usar la coerción para intervenir en la conciencia de las personas. Lo mismo puede decirse del ejercicio del poder estatal en relación a los inmigrantes. El Estado puede rechazar el ingreso de extranjeros que planeen terminar con sus instituciones justas porque debe garantizar la seguridad de los miembros de la comunidad, pero debe hacerlo de un modo que sea consistente con los compromisos políticos a los que la comunidad adscribe.
En suma, la soberanía estatal debería estar limitada por nuestro compromiso moral con la igualdad moral de las personas. 

Por ello, así como ningún Estado debería poder restringir arbitrariamente la libertad de expresión, la libertad religiosa o la de asociación, tampoco deberían poder distinguir arbitrariamente entre los originarios de la comunidad y los inmigrantes. El estándar que aplica a unos y a otros debería ser el mismo.

(*) Decano de la Escuela de Derecho de la Torcuato Di Tella