Di Tella en los medios
Clarín
12/11/14

El pueblo no se expresa con una sola voz

Por Roberto Gargarella

En los últimos meses, se sucedieron elecciones presidenciales muy importantes en América Latina: sus resultados provocaron la euforia de muchos, quienes leyeron a tales comicios como expresando la ratificación de un modelo. “Cuando el pueblo habla, cuando las mayorías tienen la posibilidad de expresarse” –nos dijeron- “entonces, queda en claro cuál es el rumbo que esas mayorías prefieren, y cuál es el que rechazan”.

Este tipo de afirmaciones generan cierta incomodidad, pero no por el énfasis con que apoyan el derecho del pueblo a expresarse, sino por la forma en que, de hecho, ayudan a restringir y negar esa misma voluntad popular. Según diré, el principal problema de nuestras democracias tiene que ver con el sistemático modo en que el poder (político, económico) limita y evita la manifestación de la “voluntad deliberada del pueblo” para arrogarse, en nombre de ese mismo pueblo, la toma de decisiones que la mayoría rechaza.

Quiero llegar a tal cuestión, pero antes necesito hacer algunas aclaraciones. En primer lugar, y en lo personal, me alegro por algunos de los resultados que se alcanzaron en las recientes elecciones latinoamericanas, y me entristezco por otros, pero éstas no son –obviamente- las cuestiones que corresponde debatir en este espacio: más bien, interesa llamar la atención sobre el modo en que nuestros sistemas institucionales socavan básicas pretensiones democráticas. En segundo lugar, no apoyaré mis afirmaciones siguientes en “cualquier” idea de democracia. Estaré pensando, de forma más precisa, en una idea robusta de democracia, fundada en la inclusión social y en el debate colectivo (al mismo tiempo, nunca afirmaría que un sistema “deja de ser democrático” o “pasa a ser una dictadura” cuando no es tan perfecto o lo suficientemente cercano al modelo que yo preferiría).

Las aclaraciones anteriores ya nos permiten vislumbrar mejor la cuestión principal. Por ejemplo, cuando nos apoyamos en una idea como la citada -un poco más exigente sobre el significado de “democracia”- no salimos a decir, con el pecho henchido, “finalmente habló el pueblo, ganó la democracia,” luego de una elección presidencial cualquiera. Así, cuando Fernando Collor de Mello, Alberto Fujimori, Carlos Menem o Álvaro Uribe, ganaron sus respectivas Presidencias, pudo decirse, con razón, que ellos obtuvieron legítima y democráticamente su puesto. Pero nada podía justificar en los que festejaban tales victorias que proclamasen a viva voz, luego del comicio: “esto, y no otra cosa, es lo que el pueblo quería.” Normalmente, el pueblo demanda y quiere decir muchas otras cosas, pero no se le permite decir ninguna, o se le permiten decir muy pocas y de muy mal modo (i.e., en base de un entendimiento muy restringido de la democracia, se le pide hoy a la ciudadanía, por caso, que “cree su propio partido político y gane las elecciones,” cuando se opone de cualquier modo al gobierno de turno).

No resultaría extraño, por lo dicho, comprobar que el mismo pueblo que eligió y reeligió como Presidente a X (tal vez, por desconfiar de aquellos que se le oponían), hubiera rechazado, de tener la oportunidad, la corrupción estructural dominante; o al Ministro tal o cual; o que se vacíe de recursos a los hospitales y las escuelas públicas; o que se firmen tratados internacionales inmorales; o que el poder mienta en todas sus expresiones públicas.

Sin embargo, no sólo no se permite que el pueblo se exprese sobre ninguna de tales cuestiones, sino que –lo que es mucho peor- los gobernantes de turno y sus amanuenses actúan y escriben como si la respuesta afirmativa a la única pregunta que se le formula al pueblo (a quién prefiere como Presidente) amnistiara toda falta seria, cerrara todo espacio de crítica genuina, e implicara el directo respaldo del pueblo a todas las restantes políticas de gobierno: las pasadas y las por venir.

Al complaciente oficialismo corresponde decirle que, en lugar de hablar en nombre de un pueblo al que no consulta nunca, y en vez de atribuirle al pueblo respuestas a preguntas que nunca le formularon, le permitan que hable –de distintas formas y por distintos medios- y recupere así el protagonismo que hoy le siguen negando. En tal sentido, no corresponde considerar que los mayores niveles de desigualad o la inédita pobreza que hoy caracterizan a América Latina resultan una manifestación de lo que la voluntad democrática regional quiere sino, por el contrario, una clara, repudiable expresión del modo en que se amordaza y limita a esa misma voluntad democrática del pueblo.

 (*) Profesor de Derecho Constitucional (UBA- UTDT )