Di Tella en los medios
Clarín
13/10/14

Defectos del presidencialismo, de ayer a hoy

Por Roberto Gargarella

Debate. El origen de la reforma constitucional de hace dos décadas y el estilo que imperó en ella han provocado que, a pesar de ciertas innovaciones relevantes, no se brindara una respuesta adecuada a los graves problemas de nuestro orden político y social. El texto también originó nuevos trastornos.

Quisiera hacer un balance crítico de la Constitución reformada en 1994, sin olvidar los progresos que ella ha traído, y que permiten decir que, a pesar de sus errores y limitaciones, mejoró a la Constitución de 1853. La actual Constitución es más robusta que aquella en materia de derechos; adoptó un perfil social que en la versión original estaba ausente; ha introducido modificaciones leves en la estructura de gobierno –como la adopción de un Jefe de Gabinete- que hoy se expresan en versiones degradadas, pero que podrían cobrar vida en un eventual gobierno de coalición; ha asumido un compromiso más extendido con las elecciones directas (que alcanzan al Jefe de Gobierno de la Capital Federal); ha ayudado a transparentar la elección de los jueces; se ha abierto al derecho internacional de los derechos humanos; y ha tomado partido por derechos colectivos (de las mujeres, de las comunidades indígenas) a los que antes le daba la espalda. Se trata de mejoras relevantes, que deben ser agradecidas a sus autores. Y sin embargo, las quejas existen, y los problemas que en ella permanecen, se incorporan, o se agravan, son numerosos.

Las principales fuentes de sus problemas anidan en el origen de la reforma, definido por dos hechos serios: el afán reeleccionista del entonces presidente Carlos Menem; y el llamado “Pacto de Olivos,” que vino a materializarlo. El primer asunto –la reelección- marcó la identidad de la Constitución: ella se escribió motivada por objetivos de corto plazo. El dato no es menor, porque el buen constitucionalismo es el que sabe identificar y busca resolver los grandes problemas nacionales, como lo fuera el drama de las “facciones”, tempranamente en Estados Unidos; o el drama de la independencia no consolidada, en el primer constitucionalismo latinoamericano. Del “Pacto de Olivos” deriva un segundo rasgo de la Constitución: se convirtió en un documento de “transacción”, con defectos propios de los textos así elaborados.

En tanto reforma de “transacción”, la nuestra lo fue en una de sus formas menos atractivas: ella procuró siempre acumular, antes que sintetizar pretensiones encontradas. De este modo, reforzó otro mal habitual en el constitucionalismo latinoamericano.

Por ejemplo: una Constitución “sintetiza” cuando, frente a las pretensiones hegemónicas de grupos religiosos opuestos, propone la tolerancia de todas las religiones. En cambio, ya la Constitución de 1853 optó por la “acumulación” como estrategia, y ante las opuestas demandas de conservadores católicos y liberales, ella prefirió “sumar”, uno sobre otro, ambos reclamos: libertad religiosa en el artículo 14, status preferencial para el catolicismo en el art. 2. La reforma de 1994 volvió a insistir con esta errónea aproximación acumulativa, destinada sólo a eludir conf lictos. Así, por ejemplo, al adoptar un presidencialismo reforzado pero al que se adosara un Jefe de Gabinete; o al agregar un tercer Senador para la minoría (lo cual evitó modificar las funciones del Senado, acallando a quienes se le oponían).

La Constitución reformada no logró acomodar adecuadamente al texto “viejo” con el “nuevo”, con lo cual hizo posible que las estructuras vigentes dificultaran la llegada de instituciones o derechos nuevos. (i.e., el “nuevo” Consejo de la Magistratura frente a la “vieja” Corte Suprema; derechos de propiedad clásicos vs. propiedad comunitaria).
Finalmente, la Constitución reformada reprodujo algunas de las fallas propias del “nuevo constitucionalismo” latinoamericano.

Por un lado, la Constitución se desentendió de las condiciones materiales requeridas por cualquier documento legal para ganar vida -como si fuera indiferente la existencia de un contexto “neoliberal” para una Constitución ambiciosa en términos “sociales”. Por otro lado, ella volvió a insistir en una estructura interna “escindida” (o de “dos almas”): una sección de derechos social y democrática, que aparecía junto a una organización del poder vertical, decimonónica. Ello así, como si las garantías sociales entonces reforzadas fueran compatibles con un acceso restringido a la justicia; o como si los impulsos participativos alimentados desde la sección de derechos pudieran convivir armónicamente con una autoridad política cada vez más concentrada.

(*) Profesor de Derecho Constitucional (UBA, UTDT )
Publicado en: Opinión
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