Di Tella en los medios
Clarín
20/08/14

El Gobierno quiere acallar las voces de la protesta social

Por Roberto Gargarella

Debate. Ante la inmensidad de las violaciones de derechos, de la que el oficialismo es el responsable directo, la solución no puede ser abocarse a contener o silenciar los gritos y actividades de quienes se quejan.

Días pasados, el oficialismo volvió a impulsar en el Congreso un proyecto destinado a regular la protesta social. La iniciativa del Gobierno encuentra respaldo en algunas razones atendibles, vinculadas con las quejas de “terceros afectados”.

Por un lado, las protestas son promovidas, habitualmente, por grupos reducidos de personas, perjudicadas por violaciones de derechos específicas, que no se extienden del mismo modo sobre el resto de la sociedad. Por lo demás, para manifestar sus quejas, los que protestan suelen involucrarse en acciones que lesionan (asimismo o principalmente) a “terceros” ajenos a la cuestión, que terminan –ellos también- viendo dañados sus derechos. Por lo dicho, este “tercero” se pregunta, con razón, “¿por qué debo sufrir yo por los males de otros, cuando se trata de males que yo no he (directamente) causado?” Las razones que apoyan a estas quejas de “terceros” no asisten, sin embargo, al Gobierno en su postura; ni dan fundamento obvio a la necesidad de regular legislativamente la protesta. Quisiera, por tanto, agregar unas breves reflexiones relacionadas con la discusión que se diera en el Congreso sobre el tema, y lo que ella nos dice acerca de cómo es que hoy se piensa la protesta.

En relación con la actitud del Gobierno frente a la cuestión, quisiera señalar varios puntos. En primer lugar, el “debate” sobre la regulación de la protesta, que el oficialismo habilitó recientemente en Diputados, fue enormemente revelador sobre los modos de su acercamiento al tema. Un hecho, en particular, resultó saliente. Apenas comenzada la discusión, la representante del Gobierno y presidenta de la comisión –fuera de sí- privó de la palabra a un diputado de izquierda, luego de que éste, con modales suaves, comenzara a fundamentar su postura hablando del conflicto en la autopartista Lear. Más allá del maltrato a quienes disienten (así el Gobierno define su identidad), y más allá de la ilegalidad de privar a un diputado de su palabra sólo por pensar distinto, la actitud oficial dejó en claro un dato relevante: el kirchnerismo consideró una afrenta que un legislador mencionara siquiera una protesta real en un debate sobre la protesta (curioso, por lo demás, en un Gobierno que suele burlarse de la oposición señalando que ella “le tiene miedo al conflicto”).

En segundo lugar, en reiteradas oportunidades el oficialismo ofreció como contraprestación o “moneda de cambio” para que se aceptara su postura una amnistía para los más de 500 activistas que hoy están procesados por su participación en protestas sociales. Se trata de un modo inadmisible –pero habitual- de pensar en los derechos de los más débiles.

Los derechos se garantizan, no se negocian (“les reconozco sus derechos en la medida que …”), ni son prenda de cambio. Mucho menos deben convertirse en dependientes de los ocasionales favores del poderoso de turno (con la misma lógica, el Gobierno insiste en que debemos agradecerle su actitud de “no reprimir las protestas”, como si fuera cierto lo que es falso –ya que causó una veintena de muertos en diez años; o como si fuera merecedor de una deferencia especial por no abrir fuego sobre sus opositores).

En tercer lugar, y al calor de estos debates, el secretario de Seguridad insistió con una postura aún más estricta, señalando que no debía dárseles cabida a los intereses de los protestantes, porque habitualmente ellos “sólo quieren llamar la atención”.

Con su bravata, el secretario sólo mostró la dimensión del oficial desatino: en efecto, hoy vuelve a ser necesario producir “escándalo” para “llamar la atención” del Gobierno sobre violaciones de derechos que él causa y que de otro modo siquiera advierte. Y lo mejor que ofrece el Gobierno, frente al conflicto, son estrategias para moderar el impacto de las quejas.

La situación es muy reveladora del drama implicado en la regulación de la protesta -drama que involucra al Estado, a agentes privados, miles de derechos violados y “terceros afectados.” Ella puede entenderse bien con un ejemplo: imaginemos que en una estación de policía se aprovechase, cada noche, para golpear a los que están presos; que los vecinos se quejaran, con razón, de los gritos que cada madrugada escuchan; y que el Gobierno nos convocara a discutir de qué modo terminar con el fastidioso griterío.

¿Los llevamos a gritar más lejos? ¿Colocamos vidrios más gruesos en las ventanas? ¿Les tapamos directamente la boca a los que “sólo quieren llamar la atención”? El ejemplo nos ayuda a reconocer la razón de los vecinos: ellos no son responsables de los gritos; y no tienen por qué verse afectados por problemas que no han causado. Sin embargo, la invitación del Gobierno es de una inmoralidad crasa.

Ante la inmensidad de las violaciones de derechos de la que es directo responsable -por abuso de poder, falta de controles, o negocios indebidos- la solución no puede ser nunca la de abocarse a contener o silenciar los gritos de quienes se quejan. Lo que está en juego -lo primero que realmente importa, lo que es justo e imperativo atender, de modo inmediato- son los derechos violados.

No es aceptable que, en lugar de discutir cómo reparar esos derechos, se nos convoque a pensar cómo regular las quejas de los que sufren esos derechos violados.

(*) Profesor de Derecho Constitucional (UBA, UTDT )