En los medios

Clarín
4/02/24

Las exigencias sociales de la Constitución

Roberto Gargarella, profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal, escribió sobre la centralidad que ocupa la Constitución Nacional a la hora de tomar medidas en el país.

Por Roberto Gargarella


Mariano Vior


A fines del siglo XVII, el liberal John Locke escribió su Tratado sobre el Gobierno, y en él incluyó sus célebres páginas en defensa del derecho a la propiedad. Es probable que, dados sus vínculos con la elite británica, Locke quisiera, antes que nada, justificar la apropiación privada de tierras “libres” que llevaban adelante sus amigos.

Sin embargo, no pudo hacerlo: reconoció que su tarea justificativa le requería, antes que nada, expresarse en el lenguaje de la igualdad. Habló entonces de un derecho (universal, de todos y cada uno) a la propiedad, y defendió la apropiación de tierras sólo si se trataba de tierras “libres” (de propiedad de “nadie”, y que uno trabajaba), y en la medida en que se dejara “tanto y tan bueno para los demás”. De otro modo -debió admitirlo- la apropiación de tierras no se justificaba.

A fines del siglo XVIII, James Madison, junto con un grupo de lúcidos dirigentes, en su mayoría propietarios de esclavos, escribieron la todavía vigente Constitución de los Estados Unidos. Posiblemente, en ese momento, nada les interesó más, desde la posición aventajada que ocupaban, que resguardar la propiedad de esclavos, y así dar respaldo jurídico a sus propios privilegios.

Sin embargo, no pudieron hacerlo: un documento así no sería aprobado por nadie. Hablaron, entonces de la igualdad ante la ley, de los derechos de petición y asamblea (desde la Primera Enmienda), y no dijeron una sola palabra en apoyo de la esclavitud.

A mediados del siglo XIX, cuando Juan Bautista Alberdi concibió a nuestra Constitución, lo hizo a partir de ideas informadas por el pensamiento de autores libertarios. Sin embargo, el texto final de la Constitución Argentina quedó definido por normas de otro contenido: cláusulas igualitarias, que consagraron el fin de los privilegios y prerrogativas de sangre; abolieron la esclavitud y de los títulos de nobleza; establecieron a la igualdad como “base del impuesto y de las cargas públicas;” y reconocieron los mismos derechos e inmunidades para todos los habitantes del país.

Mucho más que eso, la Constitución permitió las protestas; afirmó el derecho de asamblea, el de peticionar a las autoridades y el de criticarlas sin censuras de ningún tipo. Más todavía: la Constitución se comprometió con un “garantismo” radical; exigió cárceles “sanas y limpias”; prohibió los tormentos, e hizo responsables a los jueces por cualquier medida capaz de “mortificar” a los detenidos. Los constituyentes advirtieron que una Constitución de otro tipo no iba a ser aceptada.

Las ilustraciones anteriores nos ayudan a reconocer una realidad -llamémosla, la “belleza del derecho”- que nos dice que, una sociedad democrática, el derecho sólo puede hablar un idioma: el idioma de la igualdad.

El derecho no puede hablar un lenguaje distinto del de la igualdad, si es que pretende -como necesita hacerlo, imperiosamente- ganar legitimidad, ser reconocido y aceptado por todos. (Alguno exclamará: “Qué hipocresía!” Pero habrá que responderle con la máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”. El derecho no tiene otra salida).

Por lo dicho, hay una mala noticia para quienes hoy quieren comprometer al derecho con desigualdades y privilegios que el derecho rechaza; o quieren ponerlo al servicio de una concentración de poder que el derecho niega. Lo que “dice” o “exige” una Constitución no depende de las intenciones de quienes la idearon o escribieron.

Nosotros, como ciudadanos, no estamos obligados por “lo que quería Madison” o “lo que deseaba Alberdi”: nuestros derechos y deberes dependen de lo que está escrito en la Constitución, y no de las intenciones o deseos íntimos de sus autores.

Hay una noticia todavía peor, para quienes hoy quieren imponer reformas drásticas por decreto; o idean programas “de ajuste” que afectan, sobre todo, a los más débiles. Y es que la Constitución hoy vigente ya no puede considerarse, siquiera, la Constitución que Alberdi soñara: la nuestra es una Constitución que (como todas las latinoamericanas) fue reformada hasta adquirir un perfil social y democrático mucho más exigente que el que insinuaba hace dos siglos.

Ahora, nuestra Constitución se muestra comprometida con la democracia; rechaza inequívocamente la concentración de poderes en el Ejecutivo (podría decirse que la Constitución del 94 fue escrita “contra” el Ejecutivo que legisla); define exigentes derechos sociales y económicos; toma enfático partido por los derechos de los trabajadores (“participación en las ganancias”; “control en la producción”; “colaboración en la dirección”); y garantiza la adopción de “acciones positivas” en favor de las mujeres.

Allí se advierte, entonces, la mala noticia: no hablamos de fantasías ni de aspiraciones utópicas, sino del derecho vigente y exigible, hoy, en nuestro país. Por lo tanto, ningún programa económico resulta válido, si no se ajusta a las exigencias sociales de la Constitución. Ninguna reforma fiscal resulta permisible, si requiere violaciones de derechos hoy, en nombre de un paraíso que llegará mañana, o en quince años.