En los medios

Diario Perfil
29/01/18

Debates intratables. Trampas y artimañas de la discusión pública

En su reciente libro "Malversados", el profesor de la Escuela de Derecho Ezequiel Spector, a través de ejemplos concretos en los medios y en campañas, pone en evidencia de modo práctico y lúcido algunas de las falacias más habituales en las discusiones públicas y presenta una guía útil para sortearlas y volver a debatir limpiamente.

En Malversados, el abogado Ezequiel Spector, a través de ejemplos concretos en los medios y en campañas, pone en evidencia de modo práctico y lúcido algunas de las falacias más habituales en las discusiones públicas y presenta una guía útil para sortearlas y volver a debatir lógica, llana y –sobre todo– limpiamente. Hace un análisis de cómo temas e ideas son útiles a la hora de construir un discurso y que, muchas veces, no se sostienen en el tiempo. 

☛ Título Malversados
☛ Autor Ezequiel Spector 
☛ Editorial Sudamericana
☛ Género Investigación
☛ Primera edición Febrero de 2018
☛ Páginas 240

◆ Ezequiel Spector es abogado por la Universidad Torcuato Di Tella y doctor en Derecho, especializado en Filosofía del Derecho, por la Universidad de Buenos Aires.
◆ Actualmente se desempeña como profesor investigador en la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) y como director de la carrera.
◆ Ha publicado artículos sobre filosofía del derecho y filosofía política en medios nacionales e internacionales.

Cada uno tiene su opinión, y todas son igualmente válidas”.
Probablemente, todos hayamos oído alguna vez esta expresión.
Es, por ejemplo, muy usada por algunos padres y madres cuando quieren dar por terminada una discusión entre sus hijos menores: declaran un empate, una solución intermedia, para que ninguna parte sienta que perdió.
A veces, quienes se quedan sin argumentos y tienen que desviar el tema para no darle la razón al interlocutor apelan a una estrategia parecida. Es un recurso que sirve para finalizar o suspender un debate sin hacer concesiones, sugiriendo que todas las opiniones expresadas son igualmente válidas e insinuando que el oponente es intolerante, soberbio o inflexible si se rehúsa a concordar con esta declaración.
Esta artimaña puede tener diferentes formas de presentación. Algunas variantes comunes son “tenés que respetar mi opinión”, “tengo derecho a pensar como quiero”, “aceptá que hay gente que puede opinar distinto” o “no podés obligarme a pensar como vos”.
Lo que subyace en todas estas modalidades es el mensaje de que no merece la pena seguir debatiendo, dado que todas las opiniones valen igual; y de que si el oponente no lo reconoce es, como mínimo, una persona poco receptiva a visiones diferentes a la suya.
¿Es cierto que todas las opiniones tienen la misma validez? En un sentido, sí. Pero en otro, no. Esto depende de cómo definamos la palabra “validez”.
La trampa argumentativa en cuestión explota esta complejidad.
Queda revelada, por lo tanto, una vez que analizamos el significado de ese término. Si “opinión válida” significa que está bien respaldada por evidencia, entonces no es cierto que todas las opiniones sean válidas. Algunas opiniones son disparatadas, otras son razonables y otras están tan bien respaldadas por evidencia y argumentos que probablemente sean acertadas.
Cualquier persona que se embarque en un debate está implícitamente aceptando esto, dado que el objetivo de discutir es, precisamente, defender la posición que se considera correcta tratando de refutar la posición contraria.
Quien se ofrece a debatir sobre un tema asume que hay opiniones acertadas y desacertadas sobre esa cuestión, y que existe un espacio para la argumentación racional y el progreso. Eso es precisamente lo que ocurre en la ciencia. Por eso la gente discute sobre física, biología, psicología o economía, pero no sobre qué color es más bello o qué deporte es más divertido, por mencionar algunas cuestiones que, como veremos después, sí son puramente subjetivas.
En cambio, si “opinión válida” significa que tenemos derecho a expresarla, entonces es cierto que todas son igualmente válidas: afortunadamente, en las democracias modernas tenemos la libertad de dar opiniones de todo tipo, ya sean acertadas, desacertadas o incluso absurdas. Tal como señaló el célebre filósofo inglés John Stuart Mill, el debate público necesita de todo tipo de ideas para que el conocimiento avance, no importa si son acertadas o desacertadas. Las correctas nos permiten progresar, pero mantienen su brillo y no se convierten en dogmas muertos gracias a que las podemos contrastar con aquellas que, al menos hasta el momento, han resultado ser incorrectas. Es en la confrontación entre ideas muy diferentes donde surge el conocimiento.
Ahora bien, cuando ambos sentidos de la palabra “válida” se confunden, nace la falacia relativista: terminamos cometiendo el error de pensar que, como tenemos derecho a expresar una opinión, esta merece ser seriamente considerada, sin importar si hay buenos argumentos para defenderla o si es absurda. Posiblemente esta confusión se deba, en buena parte, a que hay asuntos que sí son puramente subjetivos y donde todo es “opinable”. Si, por ejemplo, estamos discutiendo sobre qué sabor de helado es más rico, decir “cada uno tiene su gusto” sí es pertinente. Por más increíble que nos parezcan las preferencias de otros, no podemos darles argumentos racionales para mostrarles que están equivocados.
El proverbio “sobre gustos no hay nada escrito” busca transmitir este mensaje. No hay forma de que pueda establecerse legítimamente una verdad objetiva sobre eso. Este es tan solo un ejemplo de aquellas cuestiones a las que en general llamamos “subjetivas”.
Pero muy diferente es la situación en el otro extremo, allí donde se encuentran las discusiones sobre hechos duros y nada es “opinable”. Por ejemplo, a menos que adoptemos una definición ridícula de “pobreza”, no podemos decir que hay solo un 5% de pobreza en la Argentina y pretender que esa opinión sea considerada seriamente. En general, en el campo de las diferentes ciencias existe un buen espacio para la argumentación racional y el avance del conocimiento. Por eso la gente invierte tanto tiempo en su estudio, y por eso las ciencias en sus diversos tipos han sido claves para el progreso de la humanidad.
La trampa de la libertad de expresión En las discusiones políticas, la falacia relativista habitualmente es usada para responder a críticas del oponente.
Consiste en suponer que apelar al derecho que tenemos a dar opiniones es una buena respuesta a las objeciones que nos hacen, cuando en realidad es completamente irrelevante. Es una respuesta irrelevante porque nuestro oponente no dijo que no tenemos derecho a opinar; solo dio un argumento para criticar nuestra opinión. Invocar el derecho a dar opiniones es una forma de desviar el tema hacia una discusión sobre la libertad de expresión.
Ello contribuye al debate tanto como decir “en México la gente come la comida muy picante” o “tengo fiebre”. Es decir, la contribución es nula.
Un caso muy claro tuvo lugar hace algunos años, cuando un senador del oficialismo asistió a un programa de televisión para ser entrevistado por un conocido periodista sobre la situación económica y política del país. En todas sus apariciones públicas, el objetivo del funcionario era cuidar la imagen del gobierno nacional, y para eso tenía que dar una visión de la realidad un tanto optimista, que difícilmente se correspondía con lo que estaba sucediendo.
El periodista cuestionó alguna de sus afirmaciones y, más de una vez, la respuesta del senador fue “yo te hablo desde mi verdad relativa, vos podés tener la tuya”. De esta forma, muy hábilmente, el funcionario lograba escapar de las críticas ante un entrevistador que hizo un valioso intento, pero que no pudo lidiar con esta trampa argumentativa.
Básicamente, la falacia radicaba en un error similar al que estamos revelando aquí: es un hecho obvio que, en una discusión política, cada uno tiene su verdad relativa, si “verdad relativa” significa una opinión sobre qué problemas tiene el país y cómo solucionarlos. Después de todo, si hay una discusión es porque hay dos o más personas que piensan diferente.
Resaltar este hecho no agrega nada importante. La pregunta relevante, en todo caso, es qué opinión se encuentra mejor respaldada por evidencia y argumentos. Ese es el camino que el senador, muy inteligentemente, trató de evitar.
Como suele suceder con la mayoría de las trampas argumentativas, una vez revelada, es obvia. Es parecido a cuando un mago nos hace un truco de magia y nosotros descubrimos el secreto: el truco pierde efectividad. En el caso que aquí nos interesa, una forma simple de explicar la trampa es la siguiente: decir que tenemos derecho a dar una opinión no dice absolutamente nada acerca de si esta es acertada o no.
La libertad de expresión, por suerte, es amplia; también hay un derecho a decir tonterías. Invocar este derecho no agrega nada nuevo a la discusión original. No contribuye a mostrar que la opinión sostenida es correcta. Es embarrar la cancha. Muchas veces funciona. Y es sorprendente cuántas personas cultas apelan a esta estrategia.
Sucede que es muy tentadora: nos da la posibilidad de salir ilesos, quedar ante la audiencia como personas comprometidas con la libertad de expresión y, además, hacer pasar a nuestro oponente por alguien cerrado e intolerante que no acepta opiniones ajenas.
No es difícil revelar por qué esta estrategia es falaz. Si, por ejemplo, Aníbal y Pedro están discutiendo sobre la pobreza en nuestro país, y Aníbal tiene derecho a tener su opinión, entonces Pedro también tiene derecho a tener la suya. El problema es que sus opiniones son diferentes y, de hecho, contradictorias.
Partiendo de la misma definición de “pobreza”, Aníbal dice que es solo del 5%, y Pedro dice que es del 30%. Si el derecho a tener una opinión hiciera, mágicamente, que la opinión fuera correcta, entonces sería verdad que hay un 30% de pobreza, y también sería verdad que hay solamente un 5% de pobreza. Pero asumiendo que parten de la misma definición de “pobreza”, no pueden ser correctas las dos opiniones al mismo tiempo. Al menos uno de los dos tiene que estar equivocado.
Es cierto que la libertad de expresión es un derecho importantísimo. Ni hay que decirlo. Pero tampoco hay que darle propiedades milagrosas. Sería un caso de publicidad engañosa del derecho a la libertad de expresión, dado que este derecho no puede transformar lo falso en verdadero, ni lo verdadero en falso.
La única verdad es la realidad Actualmente, lo que podríamos llamar “la relativización de las cuestiones políticas” es sumamente común, y también muy perjudicial. Básicamente, la estrategia consiste en despojar al debate político de datos duros y lograr, de este modo, que todo se vuelva “opinable”.
Es una estrategia que les viene como anillo al dedo a los políticos de turno. Si no hay hechos, y todo depende de la “verdad relativa” de cada persona, tampoco existen problemas objetivos que solucionar: ya no hay pobreza, desempleo ni inflación. Si todo es subjetivo, el gobierno no puede ser responsable de ningún hecho objetivo.
Queda absuelto de culpa y cargo en la oscuridad de un debate político que tiene cada vez más conceptos abstractos y menos datos concretos.
Un caso particularmente interesante se dio respecto de un programa político que estuvo al aire varios años en el canal de televisión público. La premisa del programa era defender la gestión del gobierno nacional, bajo casi cualquier circunstancia y sin hacer prácticamente ninguna crítica. En una de las varias entrevistas que dieron los participantes, uno de ellos afirmó que, cuando hacían el programa, defendían una verdad relativa, su verdad, pero que sabían que podía haber otras verdades igual de respetables. No obstante, el programa no era sobre cuestiones puramente subjetivas, sino que se pronunciaba sobre hechos duros. Entre otras cosas, cuestiones relacionadas con la pobreza, la inflación y el desempleo. Eran asuntos sobre los cuales es posible debatir racionalmente, detectar trampas en la argumentación ajena e incluso cambiar de opinión si nos muestran que estamos equivocados. De ahí que declaraciones como las que el participante dio en esa entrevista resulten tramposas. Sirven para convalidar todo tipo de tergiversaciones de la realidad, con el discurso de que hay muchas verdades y de que todas las opiniones son igualmente “válidas”.
Por otra parte, respecto de la confusión entre tener derecho a esgrimir una opinión y que esa opinión sea correcta, muchas instituciones educativas tienen una asignatura pendiente.
Las escuelas y universidades suelen dar a los estudiantes libertad para criticar, pero son pocas las que les enseñan cómo hacerlo. En el afán de concederles libertad de expresión, estas instituciones no les proporcionan las herramientas teóricas necesarias para construir buenos argumentos y reconocer los malos. Asimismo, con la noble intención de promover la tolerancia, muchas veces transmiten la idea de que no hay opiniones acertadas o desacertadas, sino que todas valen igual. Dar a los estudiantes libertad de expresión es saludable. No obstante, enseñarles que todas las opiniones son igualmente válidas, y que no hay buenos y malos argumentos, es perjudicial. Los estudiantes deberían tener libertad de expresión en las instituciones educativas, pero también deberían aprender que hay errores lógicos que todos podemos cometer cuando argumentamos, y que las opiniones pueden, en muchos contextos, ser acertadas o estar equivocadas. Es crucial que comprendan que la libertad de expresión también incluye el derecho a expresar malos argumentos, pero que eso no implica que estos deban ser aceptados. No hay por qué asustarse. No estamos diciendo que los educadores deban bajar línea y decirles qué ideología apoyar. Hay una diferencia entre decirles a los estudiantes qué pensar y enseñarles a pensar. Si un argumento es falaz, lo será independientemente de la ideología política que pretenda defender.
Consideraciones finales: la falacia más celebrada ¿Por qué esta trampa argumentativa suele surtir efecto? ¿Acaso no es obvio que tener un derecho a expresar una opinión no implica que esa opinión sea correcta? Podemos encontrar dos razones principales, aunque probablemente haya más. En primer lugar, la libertad de expresión en las sociedades latinoamericanas es un tema que sensibiliza mucho a la gente, seguramente por las numerosas violaciones de este derecho que, en mayor o menor medida, los gobiernos han cometido. Sugerir que el interlocutor es intolerante o que no acepta opiniones diferentes hace sonar la “alarma democrática” de la audiencia. Al ser una cuestión tan sensible, suele ser útil para desviar el tema original de la conversación. Es, como ya advertimos, un razonamiento errado. Rechazar opiniones diferentes implica ser intolerante solo cuando significa censurar al otro. Cuando solo significa argumentar en contra de lo que piensa el otro, “rechazar” es simplemente mostrar un desacuerdo y fundamentarlo. No puede haber nada malo en eso.
La idea de que no hay opiniones acertadas o desacertadas resulta atractiva porque parece promover la tolerancia hacia quien opina distinto.
Después de todo, si no hay una verdad, entonces tenemos que admitir que lo que pensamos nosotros tiene el mismo estatus que lo que piensa el otro. Este es también un error sobre el cual varios filósofos han advertido, entre ellos el autor americano Mark Timmons.
Básicamente, quien piense que no hay opiniones acertadas o desacertadas no puede estar seriamente comprometido con el valor de la tolerancia.
En efecto, partiendo de este supuesto, tendríamos que concluir que tanto la tolerancia como la intolerancia son igualmente valiosas, dado que ambos valores pueden ser defendidos por diferentes opiniones que, por hipótesis, valen lo mismo.
La segunda razón por la que esta trampa argumentativa resulta tan efectiva es, posiblemente, que la mayoría de las sociedades modernas premia la humildad y castiga la soberbia.
Por eso, la gente suele simpatizar con quien muy modestamente dice que todas las opiniones son válidas, y no con quien pretende tener la razón y señala errores en los razonamientos del otro. Lo primero es considerado una muestra de humildad. Lo segundo es visto como una forma de soberbia. Podemos, obviamente, definir la soberbia de forma tan amplia que incluya a quienes dan argumentos para defender sus opiniones e intentan revelar errores en los razonamientos del otro.
No obstante, si tomamos esta decisión, tenemos que concluir que la gran mayoría de nosotros fue soberbio más de una vez. El interrogante que tendremos que contestar es si, entonces, todas las formas de soberbia resultan ser tan malas.
Por desgracia, es fácil caer en esta trampa, y probablemente muchos seguirán cayendo. Eso ya está fuera de nuestro control.