En los medios

Clarín
8/10/17

Coaliciones gobernantes y gobernadas

El profesor emérito UTDT analiza aquí la cuestión de si es posible mantener viva la legitimidad de un régimen democrático sin una regla de sucesión que garantice a los dirigentes alternar en el ejercicio del gobierno. "Si no hay sucesores, la política se concentra en una persona y se consume cuando ésta abandona la escena", manifiesta.

Por Natalio R. Botana

En la entrevista que publicó El País de Madrid el pasado 28 de septiembre, Cristina Kirchner sostuvo que los “dirigentes políticos no tienen sucesores. No se pueden transferir los votos. Uno de los problemas por los cuales soy candidata a senadora es porque soy la dirigente que reúne más votos en la provincia de Buenos Aires. No hay sucesores. Eso es un concepto monárquico. La sociedad ha visto que soy la que puede hacer la oposición más firme al Gobierno de Macri. No es arrogancia, es leer el resultado electoral”.

Habría que ver entonces si es posible mantener viva la legitimidad de un régimen democrático sin una regla de sucesión que garantice a los dirigentes alternar en el ejercicio del gobierno. Si no hay sucesores, la política se concentra en una persona y se consume cuando ésta abandona la escena.

Es un asunto crucial que no hemos podido desatar. A la muerte de Perón, la sucesión matrimonial de Isabel sucumbió presa del golpe de 1976. Siete años después la fórmula que encabezó Italo Luder fue derrotada por Raúl Alfonsín, hasta que la elección interna de 1988 en el peronismo consagró el triunfo de Carlos Menem sobre Antonio Cafiero; fue su primer paso hacia la presidencia un año después, luego de que Alfonsín que no pudiese concluir su mandato.

De esta experiencia inicial deriva una regla: cuando se trata de reelecciones dentro del peronismo las cosas funcionan (ocurrió con Menem y con el matrimonio Kirchner); cuando en cambio se trata de alternar desde un partido o una coalición hacia otra de carácter opositor, la escena se oscurece.

De Alfonsín a Menem; de éste a De la Rúa con un trámite posterior que duró apenas dos años; de Duhalde (elegido por el Congreso) a una diáspora proveniente tanto del radicalismo como del peronismo; en fin, de Cristina Kirchner a Macri sin entrega de los símbolos del mando; este enlace de episodios subraya una antigua lección de Thomas Hobbes: “un régimen que no ha resuelto el problema de la sucesión es un régimen a medio hacer”.

Para colmar esos vacíos, las democracias recurren al personalismo. Si no hay reglas compartidas, las sociedades se aferran a personalidades sobresalientes —carismáticas dice el concepto consagrado— que representan amores y odios, anhelos y frustraciones. Estos personajes expresan su vocación y las incógnitas acerca de lo que vendrá después de ese excluyente protagonismo. El carisma pretende pues unir a un pueblo disperso, pero también divide y, si no está incorporado a una legitimidad tradicional duradera, clausura el futuro.

En esta campaña electoral, el papel de Cristina Kirchner es el de un carisma que se atribuye a sí mismo y apuesta a la victoria para recorrer, luego del 22 de octubre, un camino que la restituya a la presidencia en 2019. Desde esa cumbre, podría acaso repetir lo que hizo su marido a partir de 2003, recrear una jefatura y encolumnar tras ella al peronismo.

La presidencia surge de este modo como un gran elector capaz de reproducir el poder electoral. En esta aventura, según declara, no hay sucesor posible ni tampoco transferencia de votos como, por ejemplo, hizo Perón en 1954 con su candidato a Vicepresidente Alberto Teisaire (observé in situ los carteles: “vote a Perón, votando a su candidato”).

Frente a este “carisma de la palabra” según Max Weber, que rehace el pasado a su medida, se alza la coalición de Cambiemos y los otros peronismos que pretenden avanzar con otro estilo. En este juego intervienen tanto lo que pasó como las novedades que trae el gobierno de Macri. A partir de 1983, el éxito del peronismo consistió en retener los resortes del gobierno y en condicionar severamente al oficialismo desde la oposición. El control de la provincia de Buenos Aires junto con la acción de sindicatos, legisladores y gobernadores respaldaron ese comportamiento.

Este compacto opositor produjo una paradoja: si bien había partidos y coaliciones en la presidencia, estas era gobernadas desde la oposición por el peronismo. Después de la derrota en los comicios parciales de 1987, los días de la presidencia fundadora de Alfonsín no levantaron cabeza; después de los comicios parciales de 1999, la caída de De la Rúa fue fulminante.

Cuando asumió la coalición de Cambiemos, este pasado estuvo presente en los actores que afrontaron un bienio conflictivo. Se sabía que hubo coaliciones electorales capaces de derrotar al peronismo sin la virtud suficiente para convertirse en una coalición gobernante efectiva. Para ello, la coalición de Cambiemos debía impedir que fuese gobernada por el peronismo desde la oposición.

Se sumaron, desde luego, factores nuevos: el emergente poder de la calle, los movimientos sociales, las redes sociales y los procesos de corrupción. En ese trance, las PASO de agosto mostraron que, por ahora, la coalición gobernante se mantiene en pie, que no era sencillo gobernarla desde la oposición y que la economía se recuperaba.

Así, para Cambiemos los signos son positivos y para el peronismo contradictorios en una carrera de pruebas electorales sucesivas (hoy se vota en Corrientes para Gobernador) que plantea, a su vez, la cuestión de la unidad o desunión de las coaliciones en pugna. ¿Cuál es el precio de la unidad peronista: la sujeción a un carisma dominante, o la sucesión interna de su dirigencia con vistas a consolidar un régimen capaz de pactar reformas de fondo? O, desde la vereda de enfrente: ¿cuál es el precio de la unidad de Cambiemos: el reconocimiento mutuo de las tres partes que lo componen (el PRO, la U.C.R. y la Coalición Cívica), o la recaída en la cortedad de miras, la mezquindad y la arrogancia?

Hasta el momento, sobre roces y chispazos, ha predominado en Cambiemos la racionalidad, pero el arraigo del faccionalismo nos advierte que nada está adquirido de antemano. Por su parte, en el peronismo al carisma lo apuntala la victoria. El carisma no puede caer y si lo hace se derrumba. Por eso, la provincia de Buenos Aires es el territorio decisivo donde chocarán estas dos fuerzas.

Doctor en Ciencias Políticas. Profesor emérito de la Universidad T. Di Tella