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2/02/17

¿El inicio de una nueva era?

El profesor de Estudios Internacionales de la UTDT aborda en este artículo la naturaleza y las posibles consecuencias del cambio de administración en Estados Unidos a través de tres interrogantes: ¿Por qué ganó Donald Trump?, ¿qué cambios puede traer el nuevo presidente al mundo? y ¿cómo estos cambios nos afectarán a los latinoamericanos en general y a los argentinos en particular?

Por Francisco de Santibañes

Cuando el 8 de noviembre llegaba a su fin, comenzó a quedar en claro que el empresario mediático Donald Trump sería el próximo presidente de Estados Unidos. Efectivamente, este outsider de setenta años se convertirá en el primer mandatario estadounidense que nunca ocupó un cargo público o sirvió en las fuerzas armadas de su país.

El mensaje que Trump transmitió durante la campaña electoral marcó un fuerte quiebre con el statu quo. No sólo se enfrentó abiertamente con al establishment, sino que denunció algunas de las políticas que han definido el relacionamiento de Estados Unidos con el exterior luego de la Segunda Guerra Mundial. Prometió, por ejemplo, la deportación masiva de inmigrantes ilegales, dar marcha atrás con la firma de tratados comerciales y cuestionó el involucramiento activo de su país, mediante la formación de alianzas y la presencia de tropas, en otras regiones del mundo. Junto con la victoria de Trump, el Partido Republicano mantuvo el control de ambas cámaras en el Congreso y la Corte Suprema, debido al nombramiento de nuevos jueces, virará hacia posiciones más conservadoras. Nos enfrentamos, en definitiva, a un cambio de época.

¿POR QUÉ GANÓ?

El principal motivo que explica la victoria de Trump fue su capacidad para entender e interpretar el malestar y las ansiedades que un sector importante de la población estadounidense –blanca, cristiana y sin formación universitaria– siente debido a los cambios que están ocurriendo en su país.

Durante los últimos años, y especialmente luego de la crisis financiera del 2008, los ingresos medios de los estadounidenses se estancaron. Asimismo, el traslado de trabajos hacia China y México, debido a la globalización y el surgimiento de nuevas tecnologías –especialmente aquellas ligadas a la robótica y a la digitalización– aumentaron la desigualdad. Esto hizo que los emprendedores y las clases profesionales que forman parte de esta nueva economía se beneficien enormemente, pero ha perjudicado a los trabajadores industriales y rurales. Este fenómeno se tradujo en ciudades dinámicas y pueblos en decadencia.

En el plano cultural, la sociedad estadounidense vio como algunas de las normas que habían prevalecido durante generaciones eran reemplazadas por una visión más progresista y multicultural. El matrimonio gay, recientemente aceptado por la Corte Suprema, la inmigración –legal e ilegal– y los atentados terroristas, asociados por algunos políticos al Islam radical, despertaron descontento en una parte importante del electorado y, particularmente, entre los evangélicos y los católicos conservadores.

Ambos sectores –cuyos miembros muchas veces, pero no siempre, son los mismos– culpan de sus males a un establishment que ven alejado de sus problemas y realidades.

Trump entendió que el malestar con la clase dirigente era tan grande que cuanto más atacara –y lo atacaran a él– a sus principales instituciones –el New York Times, los intelectuales, las celebridades de Hollywood, etcétera– mejor le iba a ir. En efecto, estos enfrentamientos le sirvieron para demostrarle a su potencial electorado que él, a diferencia de los candidatos tradicionales del Partido Republicano, no formaba parte de las elites y que, por lo tanto, estaba dispuesto a enfrentarlas. El candidato republicano también hizo un uso activo de las redes sociales que le permitió, al saltearse a los medios tradicionales, comunicarse directamente con el electorado.

De esta manera, Trump puso fin a varias de las creencias que hasta entonces se tenían sobre cómo debe hacerse para ganar una campaña electoral (la importancia que tiene recibir el apoyo de los medios, contar con un fuerte aparato partidario, recaudar más fondos que los rivales, etcétera).

El armado político de Trump también fue sumamente eficiente. Debemos recordar que durante las primarias alcanzó un acuerdo con los evangélicos, quizás el sector más importante de la alianza republicana en términos de votos. Esta alianza quedaría sellada con la elección de Mike Pence, un evangélico conservador que pertenece al establishment republicano, como compañero de fórmula. El ex gobernador de Indiana le permitió a Trump, junto con la promesa de nombrar jueces conservadores en la Corte Suprema, solidificar el apoyo del conservadurismo y del partido de cara a su nominación.

Trump también comprendió la importancia que el Medio Oeste iba a tener en la elección general. Sabiendo que esta región es una de las que más sufrió el proceso de desindustrialización, decidió transmitir allí su oposición al libre comercio y a China. De este modo, pudo ampliar la base de votantes republicanos y llevarse los electores de Estados –como Ohio, Michigan y Pennsylvania– que le permitieron ganarle a Hillary Clinton a pesar de perder el voto popular.

Por el contario, el Partido Demócrata cometió numerosos errores. Quizás el principal haya sido apostar fuertemente por Clinton, quien si no hubiese contado con el apoyo de las elites demócratas seguramente habría perdido la interna con el socialista Bernie Sanders o, si se hubiese presentado, con el vicepresidente Joe Biden. La falta de entusiasmo que la candidata despertó tanto en las bases del partido como en el electorado se explica porque, a pesar de su inteligencia y experiencia, Clinton representa a un establishment y a una manera de hacer política que es rechazada por una gran parte de su país.

Una mención especial merece el rol que jugaron los medios de comunicación. Lo novedoso de Trump no fue solamente que optó por saltearse a las señales de televisión y a los periódicos, sino que decidió atacarlos. Esta estrategia no solamente le permitió fortalecer el apoyo de sus seguidores, cansados de las supuestas tendencias progresistas de los medios, sino que también los obligó a enfrentarlo directamente. Esto último les hizo perder la legitimidad que en otros tiempos les había dado el mantenerse como observadores imparciales de la contienda electoral.

Pero la pérdida de relevancia de los medios tradicionales presenta riesgos. Un fenómeno que se observó tanto en la campaña electoral en Estados Unidos como en el referéndum británico por el Brexit, es que falsear datos o mentir ya no representa un gran costo para las campañas. Podemos suponer que esto se debe a que ya no tenemos, por falta de recursos o legitimidad, intermediarios capaces de filtrar y analizar las declaraciones de los políticos. Cabe preguntarse entonces si no estamos entrando a una era en la que la verdad y los hechos carecen de la importancia que alguna vez tuvieron.

¿HACIA UN NUEVO MUNDO?

La victoria de Trump genera gran incertidumbre respecto a las políticas que el presidente electo finalmente adoptará. Efectivamente, sus promesas de campaña han sido tan explosivas que muchos dudan que tenga la intención –o la capacidad– de cumplirlas.

Sus planes para estimular el crecimiento económico quizás sean los que menos incertidumbre generan, ya que en gran medida están basados en las políticas que Ronald Reagan, héroe de los conservadores, implementó a principios de los años ochenta. Trump buscará entonces impulsar el crecimiento mediante diversos estímulos. Una de las medidas consistiría en incrementar las inversiones en infraestructura, un tipo de inversión que también tenía previsto realizar Hillary y que justifica debido al estado de abandono en el que se encuentran los puentes, rutas y aeropuertos de Estados Unidos.

Otro de los pilares de su política de estímulo fiscal serán la desregulación de numerosas industrias –la energética y la financiera en particular– y la baja de impuestos a los individuos y a las empresas. Es posible que Trump también brinde facilidades para que las multinacionales de origen estadounidense repatrien parte de los dos trillones de dó- lares que tienen actualmente en el exterior para no pagar impuestos.

Con respecto a su relación con el resto del mundo, Trump prometió una política exterior menos intervencionista de la que llevaron adelante los gobiernos anteriores. Es posible que entremos en una etapa en la que la principal potencia del planeta ya no esté dispuesta a asumir algunos de los costos que le significa mantener un orden global que difícilmente pueda ser provisto por otras naciones.

¿Qué implicancias tendría esto? En primer lugar, es de esperar que Estados Unidos ya no intente intervenir activamente en los asuntos internos de otras naciones, ni que promueva el ascenso de la democracia liberal en el mundo. Washington podría optar por no asegurar la libre circulación en las vías de comunicación marítimas –que, a través de la navegación de los buques, permite el libre comercio– o no cumplir con la función de prestamista de última instancia cuando una economía está en crisis. Por otro lado, el presidente electo ya anunció que le pedirá a sus aliados que destinen mayores recursos a su propia defensa. Se reinstalará de esta manera una política que décadas atrás impulsó Richard Nixon y que Obama, de manera tímida y sin éxito, propuso durante su mandato.

No debemos olvidarnos que el gasto militar de Estados Unidos supera al de las diez naciones que lo siguen, y que mientras que una vez finalizada la Guerra Fría este país intentó preservar el poder de sus fuerzas armadas, sus socios de la OTAN lo redujeron fuertemente. Comprensiblemente, esto despierta malestar en una parte importante de la población y de la dirigencia estadounidense.

Uno de los primeros efectos que tendrá la nueva política exterior de Estados Unidos es la disminución del grado de conflictividad que se observa en Europa Oriental. Es de esperar que Trump, a diferencia de lo que ocurrió con otros presidentes estadounidenses, no intente expandir a la OTAN cada vez más cerca de la frontera rusa. A su vez, y dado que Putin se siente más cómodo con el nuevo ocupante de la Casa Blanca, podemos asumir que Rusia tampoco intentará testear la voluntad de la potencia occidental.

Con respecto a lo que puede ocurrir en Europa Occidental, recordemos que luego de la caída de la Unión Soviética y el traslado de poder económico de Occidente hacia Asia, el viejo continente ha perdido importancia estratégica para Estados Unidos. Es de esperar, por lo tanto, que su presencia política y militar disminuya.

Un panorama como éste resulta particularmente preocupante para Gran Bretaña, ya que la disminución de su gasto militar –que ya había causado el enojo de Obama– dificultará las relaciones con Trump. Asimismo, y dado que el presidente electo prometió disminuir el déficit comercial que su país mantiene con sus socios (como sucede con Gran Bretaña), la negociación de un tratado de libre comercio será difícil. Finalmente, luego de su salida de la Unión Europea, Londres ya no podrá aprovechar la influencia que hasta ahora le dio ser el interlocutor natural entre Estados Unidos y Europa.

Las mayores dudas tienen que ver con cuáles serán sus posturas con respecto a Asia y a Medio Oriente.

A diferencia de lo que ocurre con Rusia, que al tener una economía relativamente peque- ña y poco diversificada no representa una amenaza real al liderazgo estadounidense, el crecimiento chino amenaza con poner fin al dominio global de Estados Unidos. Esto ha llevado a que muchos analistas y funcionarios llamen a evitar que China asuma el liderazgo asiático. De ocurrir esto, sostienen, la hegemonía estadounidense, que actualmente se basa en ser el único Estado que domina su propia región del mundo, llegaría a su fin.

Durante su tiempo en la Casa Blanca, el presidente Obama buscó trasladar la influencia económica y el poder militar de Estados Unidos hacia Asia para contener a la potencia emergente. Esta estrategia, que es compartida por gran parte del establishment estadounidense, lo llevó a fortalecer las alianzas con las naciones asiáticas que también se sienten amenazadas por el poder chino. Obama decidió entonces trasladar el sesenta por ciento del poder naval de Estados Unidos hacia Asia y firmar un tratado comercial multilateral –el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica– que involucra a prácticamente la totalidad de las economías de la región, con excepción de China.

La posición de Trump respecto de China es poco clara. En el plano comercial, la ha responsabilizado por la destrucción de millones de puestos de trabajo y ha amenazado con incrementar las tarifas que sus exportadores deben pagar para ingresar sus productos a Estados Unidos. Por otro lado, el nuevo presidente no parece ser partidario de mantener una gran presencia militar en Asia. De hecho, ya anticipó que le iba a pedir a los gobiernos de Corea del Sur y Japón que incrementen sus inversiones en defensa para, de esta manera, no depender tanto de su principal aliado.

El gran beneficiado de la posible salida de Estados Unidos de Asia es, sin lugar a dudas, la propia China. No es casual que luego de la elección de Trump, su líder Xi Jinping declarará que a diferencia de otros países China no se iba a cerrar. El vacío que dejaría Estados Unidos en Asia –y en el mundo emergente en general– sería entonces ocupado por una dirigencia china que se muestra ansiosa por liderar el proceso de globalización. En este sentido, recordemos que China tiene su propia propuesta de un tratado de libre comercio asiático. Un primer llamado de atención para Estados Unidos es que Filipinas ya ha dado claras señales de que quiere abandonar su alianza con Washington y acercarse a Pekín.

Independientemente de quien sea presidente, parecen existir fuertes incentivos para que Estados Unidos se retire, de manera gradual y ordenada, de Medio Oriente. Luego de descubrir y desarrollar tecnologías que le permiten extraer petróleo y gas no convencionales en su propio territorio, Washington ya no depende de los hidrocarburos que pueda importar de una de las áreas más conflictivas del planeta. Es más, luego de las dificultades que le significaron ocupar Irak, la presencia activa de sus fuerzas armadas en la región parece poco probable.

Pero si bien esta lógica es compatible con las promesas que hizo Trump con respecto a un menor grado de intervención en el exterior, también prometió mayor apoyo a Israel. ¿En qué se traducirá este tipo de colaboración? ¿Poniendo un fin al pacto nuclear con Irán?, ¿reconocerá Trump los asentamientos israelitas en Cisjordania? Más importante aún en el corto plazo, ¿qué postura adoptará la nueva administración en Siria?, ¿se aliará con Rusia para eliminar la amenaza terrorista que representa el Estado Islámico? y ¿su denuncia del Islam radical derivará en algún tipo de intervención militar?

Otro de los temas que despierta dudas es cuál será la política comercial de Estados Unidos. ¿Realmente denunciará Trump los tratados comerciales? Por lo pronto ya ha anunciado que Estados Unidos saldrá del Acuerdo Transpacífico, lo cual, como ya señalamos, tiene importantes implicancias estratégicas.

En mi opinión, el escenario más probable es que a partir de ahora Trump acepte negociar nuevos acuerdos bilaterales bajo condiciones poco favorables para los posibles socios, lo cual disminuirá la posibilidad de que estos se firmen. Por otra parte, a su gobierno le será muy difícil dar marcha atrás con los pactos ya existentes. A lo sumo, podrá renegociar algunas de sus condiciones para favorecer a ciertas industrias. La dificultad para cambiar el esquema actual se debe a una serie de motivos.

En primer lugar, la evidencia académica parece demostrar que la destrucción de empleos que sufrió Estados Unidos debido a la fuga de trabajos hacia países con menores costos laborales, como China o México, llegó a su fin. De hecho, luego de décadas en que el comercio crecía más que la economía mundial, el intercambio de bienes y servicios parece haberse estabilizado. El gran desafío ahora consiste en lidiar con la automatización, proceso por el cual la tecnología, y los robots y la digitalización en particular, reemplaza a los trabajadores que realizan tareas repetitivas. Por lo tanto, frenar el libre comercio no incrementaría el número de trabajos o el ingreso de los asalariados.

En Estados Unidos tampoco existe consenso con respecto a la necesidad de revertir el proceso de globalización. La mayoría de los ciudadanos sigue mostrándose en contra del proteccionismo y el Partido Republicano –que controla ambas cámaras del Congreso– defiende la libre circulación de bienes, servicios y capitales. Por más que quisiese, Trump tendría que enfrentar enormes dificultades si decide dar marcha atrás con el libre comercio.

Un capítulo aparte merece la discusión sobre qué políticas implementará Trump sobre el cambio climático. Durante su campa- ña prometió que iba a poner fin al tratado de París –mediante el cual la comunidad internacional se comprometió a reducir la emisión de gases de efecto invernadero– e inclusive dijo que el calentamiento global era un invento de los chinos para dañar la competitividad de las manufacturas estadounidenses. Como mínimo, es de esperar que el nuevo presidente desregule la industria energética y permita así la exploración en tierras federales y brinde facilidades para explotar el carbón. Es posible asimismo que los fondos que destina el Estado para investigar nuevas fuentes de energía disminuyan.

Pero quizás el mayor cambio que representa Trump se da en el plano cultural e identitario. Su rechazo al multiculturalismo y al orden liberal debe entenderse dentro de un movimiento conservador popular que viene ganando impulso en el mundo.

La búsqueda de una sociedad más homogénea y la reivindicación de un orden moral perdido quizás lo tengan a Vladimir Putin como su mayor exponente contemporáneo. Recordemos que durante su primer mandato Putin lideró reformas de tipo liberal, pero que a partir del 2003 comenzó a adoptar posturas cada vez más conservadoras, ligadas principalmente a la tradición eslava y cristiana ortodoxa. Luego, este movimiento también tomó fuerza en Europa Oriental, como lo demuestran los gobiernos de Polonia y Hungría.

Por otra parte, en los últimos años el nacionalismo Han se convirtió en la principal fuente de legitimidad de un gobierno chino que hace años dejó de privilegiar la retórica comunista. El presidente de Turquía, Racep Tayyip Erdogan, dio impulso a un tipo de nacionalismo islámico que está transformando muchas de las instituciones seculares que Mustafa Kermal Ataturk había establecido décadas atrás. Finalmente, con la llegada al poder del primer ministro Narendra Modi, el nacionalismo hindú ha ganado mayor visibilidad e influencia en India. La victoria del Brexit parece haber iniciado un proceso similar en Europa Occidental.

Al igual que ocurrió en Estados Unidos, las encuestas muestran que la gran preocupación de los votantes que favorecieron el quiebre con el statu quo es la llegada de inmigrantes al país. En los próximos meses es posible que Marine Le Pen gane las elecciones presidenciales en Francia y que los derechistas Nobert Hober y Greet Wilders se impongan en Austria y Holanda respectivamente.

El triunfo de Trump quizás represente el hito más importante en este proceso, ya que al haber tenido lugar en la principal potencia del mundo, le brinda legitimidad y cobertura a un discurso nacionalista que pone en duda el orden liberal que Estados Unidos lideró durante generaciones.

Quizás la principal consecuencia que tendrá el modelo de sociedad que propone Trump será la imposición de nuevas barreras –legales y físicas– a la entrada de nuevos inmigrantes a Estados Unidos. De esta manera, Trump cumplirá con una de sus promesas y buscará, junto con el plan de infraestructura, incrementar los ingresos de los asalariados sin títulos universitarios. Con una Corte Suprema más conservadora, también podemos esperar que tomen fuerza una serie de debates –como son el aborto, el derecho a la portación de armas y el cambio climático– que tienden a polarizar a la sociedad estadounidense.

En el plano internacional, el nacionalismo que propone Trump puede poner en riesgo el entramado institucional que se creó luego de la Segunda Guerra Mundial. Las instituciones multilaterales que lo componen, como las Naciones Unidas, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, han venido promoviendo principios liberales como el internacionalismo, el multiculturalismo y el libre movimiento de bienes, servicios y personas. Es posible entonces que el liberalismo, que ya tiene en jaque a la Unión Europea, comience también a cuestionar la utilidad de estas organizaciones.

¿CÓMO NOS AFECTA LA VICTORIA DE TRUMP?

Sin lugar a dudas, Estados Unidos ejerce una enorme influencia sobre América Latina. Esto no solamente se debe a que es el primer socio comercial e inversor en la región –especialmente para México, América Central y el norte de Sudamérica, ya que en el cono sur China ha ganado igual o mayor importancia– sino a que Washington tiene la capacidad de imponer, si así lo desea, su hegemonía militar en el hemisferio occidental. Dada su importancia, cabe preguntarnos cómo nos afectará a los latinoamericanos y a los argentinos en particular el cambio de gobierno.

Uno de los puntos de la agenda que mayor preocupación genera es Cuba, ya que el reciente acercamiento de Estados Unidos con la isla había permitido disminuir las tensiones que se arrastraban desde la presidencia de George W. Bush.

Pero el apoyo que obtuvo Trump de la comunidad cubana anti-castrista fue clave para que éste ganara el Estado de Florida y, dada la importancia electoral, la elección general. Además de estar en deuda con sus miembros, Trump los necesitará una vez más cuando se presente a la reelección. Es posible que les brinde influencia en la formulación de la política estadounidense hacia América Latina, lo cual podría incrementar los niveles de incertidumbre y desconfianza. Esto sucedería especialmente si los convenios firmados con La Habana son rechazados.

Pero también es cierto que el mapa político de la región está cambiando. Los gobiernos de izquierda están dejando lugar a administraciones de centroderecha que seguramente serán más favorables a Trump que las anteriores. Esto ya ha ocurrido en la Argentina, y en Chile se espera que el ex presidente Sebastían Piñera gane las elecciones presidenciales de 2017 y que la centroderecha brasileña haga lo mismo en 2018.

Un repaso por las relaciones que Estados Unidos mantiene con los países latinoamericanos nos permite ver que el caso más preocupante es el de México. Inclusive si Trump decidiera no renegociar el NAFTA –lo cual tendría un efecto muy negativo para una economía que envía el ochenta por ciento de sus exportaciones a su socio del norte– seguramente sí se inclinará por imponer restricciones a la entrada de inmigrantes mexicanos. Esto lo dejará al país azteca sin un mecanismo que, además de impulsar la entrada de remesas, le permite disminuir los niveles de desempleo mediante la migración.

Por otra parte, y contrariamente a lo que su cede en Sudamérica, el candidato mejor posicionado para ganar las elecciones presidenciales es el izquierdista Andrés Manuel López Obrador. Su elección podría dificultar aún más las relaciones con Trump. Por el lado positivo, una relación más conflictiva con Estados Unidos seguramente lo llevará a México a prestarle mayor atención a Amé- rica Latina. Esto podría derivar en una postura más activa respecto de la necesidad de acercar a la Alianza del Pacífico con el Mercosur.

Más allá de quien gobierne en Estados Unidos, Colombia se encuentra en una situación particular, ya que de prosperar el pacto de paz entre el gobierno y las FARC, y más aún si el tráfico de droga disminuye, perderá importancia estratégica para Washington.

Quedan entonces como posibles interlocutores de Estados Unidos en América Latina, dada su relevancia económica y política, la Argentina y Brasil. Recordemos que junto con México estas dos naciones tienen las mayores economías de la región y son las únicas que la representan en el G20.

La inestabilidad del sistema político brasilero, envuelto en una profunda crisis debido a escándalos de corrupción que involucran a gran parte de su clase dirigente, dificulta la posibilidad de que Michel Temer se convierta en el interlocutor de Trump. El suyo es, a fin de cuentas, un gobierno de transición.

Dado este panorama, la Argentina tiene la oportunidad de posicionarse como un socio importante para Estados Unidos en la región, papel que de hecho ya había comenzado a jugar con Obama. Pero más allá de estos aspectos estructurales, la elección Trump complica la situación económica de la Argentina.

En parte esto se debe a que el incremento del déficit público que tendrá lugar en Estados Unidos, si Trump decide implementar su programa de infraestructura y bajar los impuestos, aumentará su necesidad de endeudarse. Esto hará que, al tener que competir con esta economía por deuda, la Argentina deba pagar mayores tasas de interés, lo cual dificultará la política de endeudamiento que lleva adelante el gobierno.

Si bien un mayor proteccionismo de Estados Unidos no afectará fuertemente a la economía argentina en el corto plazo, ya que tan sólo el cinco por ciento de sus exportaciones se dirigen a este mercado, las consecuencias a más largo plazo son preocupantes. Efectivamente, la elección de Trump dificultará la firma de acuerdos comerciales con Estados Unidos. Más grave aún, como los países de la Alianza del Pacífico ya han firmado este tipo de acuerdos, podrán seguir disfrutando de las ventajas que estos les brindan mientras que los socios del Mercosur tendrán dificultades para acceder al mayor mercado del mundo.

Las oportunidades de inversiones que se generarán en Estados Unidos por la política fiscal expansiva de Trump, sumado a la incertidumbre que enfrentarán las grandes multinacionales hasta que sus nuevas políticas estén en marcha, posiblemente retrasen la llegada de inversiones a la Argentina.

Una de las ventajas que tendrá para la Argentina el cambio de gobierno en Estados Unidos es que ahora podemos esperar un menor grado de conflictividad entre este país y naciones como China y Rusia. Esto le permitirá a Buenos Aires mantener relaciones positivas con un gran número de Estados –pudiendo así comerciar y atraer mayores inversiones. Por el contrario, es posible que Hillary Clinton hubiese incrementado las tensiones en Europa Oriental y Asia, lo cual, posiblemente, nos habría obligado a distanciarnos de algunos Estados.

Cuando pensamos el tipo de relación que la Argentina tendrá con Estados Unidos, no debemos olvidar que los motivos por los cuales al país le conviene mantener buenas relaciones continúan existiendo más allá de quién sea el nuevo presidente. Esta potencia no es sólo un socio natural en la lucha contra el narcotráfico sino que también puede potenciar –a través de inversiones y conocimiento– el crecimiento de industrias como la energética –en especial por Vaca Muerta, ya que este país domina la tecnología y posee el ecosistema de empresas necesario para su explotación– y del software.

Por otra parte, debido a su poder político, militar y económico, Estados Unidos tiene una gran capacidad para dañar a un país emergente, especialmente si se encuentra ubicado en el hemisferio occidental.

¿Cuáles son entonces los factores que la Argentina debería tener en cuenta para sacar provecho de la presidencia de Trump? Un primer objetivo debe ser tender puentes con el presidente electo y su equipo. También debemos ser conscientes de que el principal contrapeso de Trump posiblemente no sean los demócratas, sino los propios republicanos que controlan el Congreso y que ocuparán gran parte de los cargos del Ejecutivo.

De hecho, muchos dirigentes republicanos se oponen a algunas de las propuestas que Trump presentó durante la campaña. Estos tienden a favorecer el libre comercio, se muestran favorables a la inmigración y quieren que Estados Unidos mantenga una importante presencia militar en el exterior. Por lo tanto, además de entender la idiosincrasia de Trump también tenemos que comprender a los republicanos, cuyas posiciones y formas son distintas a las de los demócratas con los cuales el gobierno argentino se acostumbró a interactuar.

Lejos de ser un fenómeno transitorio, el ascenso de los republicanos puede consolidarse aún más debido a una serie de tendencias. Por un lado, la generación de los baby boomers comienza a retirarse, lo cual representa una gran oportunidad para los republicanos ya que estos ciudadanos –de respetarse la tendencia que relaciona a la población de mayor edad con visiones más conservadoras– adoptarán posiciones más cercanas a las del Partido Republicano que al Demócrata.

Asimismo, los latinos pueden dejar de sentirse una minoría para así incorporarse a la mayoría. Procesos como ese ya ocurrieron en Estados Unidos, como sucedió cuando los irlandeses cambiaron su patrón de voto. Es probable inclusive que este proceso ya esté teniendo lugar, lo cual explicaría por qué Trump obtuvo, para sorpresa de los analistas, una tercera parte del voto latino.

Finalmente, el control que ejercen los republicanos sobre la mayoría de las legislaturas estatales les permitirá regular los sistemas electorales de una manera que favorezca sus intereses. Por último, sería recomendable que tanto la clase dirigente como la sociedad argentina en general comprendan mejor a una sociedad estadounidense que es más diversa y compleja de lo que muchas veces se piensa. Si bien el contacto que los argentinos tienen con Estados Unidos se da en sus grandes ciudades, cosmopolitas y progresistas, en esta nueva etapa, los que controlarán el gobierno serán los representantes del país más profundo, rural y conservador.

Es posible que futuras generaciones consideren el triunfo de Trump como el evento que más claramente marcó el inicio de una nueva era. Pero más allá de si esto sucede o no, lo que sí queda en claro es que su victoria abre una etapa de gran incertidumbre para el mundo y para nuestro país en particular. En estas páginas he tratado de brindar algunas respuestas pero, ante todo, he buscado incentivar una reflexión conjunta sobre un fenómeno que puede ser aceptado o rechazado, pero nunca ignorado.