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1/02/17

La Argentina y Trump

El Profesor plenario del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la UTDT analiza la política de “reinserción al mundo” proclamada por el gobierno de Mauricio Macri durante su primer año de gestión y señala la necesidad de, tras el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, disponer de un diagnóstico riguroso de las tendencias globales y de las alternativas de inserción del país

Por Juan Gabriel Tokatlian
El gobierno del presidente Mauricio Macri se inició el 10 de diciembre de 2015 con una meta explícita en política exterior: “reinsertar” a la Argentina en el mundo. Ese propósito no era muy novedoso, pues desde el advenimiento de la democracia en 1983 los mandatarios han invocado una herencia previa negativa, tanto interna como internacional, para anunciar un giro imprescindible y decisivo: tal fue el caso de Raúl Alfonsín respecto de la dictadura militar; de Carlos Menem respecto al gobierno de Alfonsín; del corto interinato de Eduardo Duhalde y del mandato de Néstor Kirchner respecto del incompleto gobierno de Fernando de la Rúa. Macri repetía, en otro contexto, algo convencional: “relanzar” y “normalizar” las relaciones exteriores del país. No es este el sitio para analizar en detalle las razones y los alcances de los postulados iniciales de la nueva “reinserción” de la Argentina de acuerdo al gobierno de Cambiemos. Lo que sí es clave es detenerse brevemente a comprender el “mundo” que pareció concebir el presidente y su círculo más estrecho de colaboradores. Todo parece indicar que, en esencia, predominó una concepción cándida de la situación mundial y sus tendencias de corto plazo; algo muy peculiar y que diferencia a Macri de Alfonsín, de Menem y de Kirchner. Primero, una aparente certeza de que la sola llegada de un gobierno de una orientación ideológica diferente al de la administración precedente sería no sólo un imán para atraer la atención y el respaldo de influyentes mandatarios de Occidente, sino también un atractivo para la llegada de importantes inversiones productivas extranjeras, principalmente occidentales. Segundo, una inusitada confianza en el estado de la globalización; en especial del comercio internacional y de las oportunidades que tendrían por delante los productores y exportadores argentinos que ya no tendrían la carga de las retenciones del pasado en unos casos, y verían el renacer de las economías regionales, en otros. Tercero, una expectativa indisimulada de que el ciclo “populista” en la región estaba terminado y que la gestión con mandatarios más afines y la ausencia de “hombres fuertes” al estilo Lula y Chávez, entre otros, le podrían abrir un espacio de “liderazgo” a la Argentina. El seguimiento en los medios de comunicación de las visitas, viajes, discursos, anuncios y aseveraciones en materia internacional durante el primer semestre de 2016 permite comprobar, con nitidez, el optimismo reinante en el gobierno de Cambiemos. Pero casi nada en el mundo ni en la región indicaba que la realidad se tornaba tan promisoria como el gobierno anhelaba y pronosticaba.

Muy poco de lo que iba sucediendo en el campo económico y político a nivel mundial pareció obligar a una readecuación de la retórica, de las expectativas y de las prácticas. Algunos ejemplos reflejan lo anterior. En enero de 2016 el presidente asistió al Foro de Davos y tuvo diversas citas con CEOs de multinacionales, quienes, según el mandatario, estaban “muy entusiasmados con el cambio” en la Argentina. Sin embargo, al pasar los meses se hizo evidente que la llamada “lluvia de inversiones” no se produciría. Meses después se llevó a cabo el voto del Brexit y aún así en su visita a Ángela Merkel en Alemania y a las autoridades de la Unión Europea (UE) en Bruselas el presidente Macri destacó la voluntad a favor de un acuerdo de libre comercio UE-Mercosur; tema sobre el que nadie parecía muy interesado en comprometerse en Europa. Algo semejante ocurrió en relación a la elección presidencial en Estados Unidos: los pronunciamientos oficiales más importantes se manifestaron a favor de Hillary Clinton, quizás con la expectativa de que su eventual triunfo confirmaría que la globalización hoy existente es un fenómeno que debe ahondarse. Triunfó Donald Trump.

En síntesis, y anticipando la conclusión, este texto apunta a subrayar que es hora de que el gobierno se aboque más sistemática y seriamente a un buen diagnóstico de los asuntos internacionales. La victoria de Trump debiera ser una nueva llamada de alerta para dejar atrás posturas ingenuas, voluntaristas, auto-gratificantes, de corto plazo y dogmáticas.

EL CONTEXTO DE LA ELECCIÓN PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS
Un rasgo fundamental del sistema global al momento de la contienda por la presidencia en Estados Unidos era (y es) su condición de sistema recargado; esto es, que en distintos tableros crecen y se entrecruzan, de manera intensa y simultánea, contradicciones, retos, peligros y dilemas. El tablero internacional remite a las relaciones específicamente interestatales. Ahí, el dato fundamental es la acelerada redistribución de poder, riqueza e influencia de Occidente y del Norte en la dirección de Oriente y el Sur. Como lo muestra la historia de las relaciones entre Estados, todo reacomodo sustantivo de poderío genera tensiones y puede conducir a conflictos mayúsculos. Ahora bien, dos notas parecen acompañar el actual power shift: una, elocuente; la otra, conjetural. La nota elocuente es la creciente resistencia de Occidente a perder, en parte, privilegios, autoridad e incidencia a favor de la multiplicidad de países intermedios, poderes emergentes y potencias reemergentes, que antes eran de la periferia. La nota conjetural genera un interrogante: ¿es la decadencia occidental una condición estructural? Hay signos —en lo demográfico y económico, por ejemplo— que tienden a confirmar ese rasgo profundo y prolongado. Así, resulta esperable una mayor conflictividad en el ámbito internacional.

El tablero mundial toma en cuenta no solo los convencionales actores estatales, sino también a los actores no gubernamentales, desde grandes corporaciones multinacionales y calificadoras de riesgo estadounidenses hasta ONG y grupos criminales transnacionales. En ese marco, la globalización ha sido el proceso fundamental que ha marcado la política mundial en las últimas décadas. La diferencia esencial es que, si hasta los noventa la globalización se percibía como sinónimo de prosperidad por varios de sus logros y muchas de sus promesas, en el siglo XXI —y con más fuerza en el último lustro— la globalización se relaciona con la inseguridad por el desempleo y la desindustrialización generados y por la reducción de sus beneficiarios (básicamente, el capital financiero). En el corazón de esa sensación de inseguridad está el auge de la desigualdad confirmada por numerosos informes y estudios. No debe sorprender entonces el incremento de las protestas sociales , así como el aumento de la polarización interna en países del viejo Centro y de la nueva Periferia, por igual. No se trata de un malestar subjetivo, sino que hay razones objetivas para la crispación y el antagonismo.

El tablero institucional hace referencia a las organizaciones de distinto tipo y al conjunto de regímenes que han predominado desde la Guerra Fría. La falta de reformas en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el descrédito del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, el debilitamiento de la Unión Europea y la recurrente tentación de la OTAN de convertirse en un gendarme global, el estancamiento de la negociaciones comerciales multilaterales, así como la inoperancia del G-7, del G-20 y otras tantas G que se idealizan (por ejemplo, el presunto duopolio entre Washington y Beijing), han llevado a una arquitectura institucional, básicamente occidental, cada vez menos creíble y más ilegítima. 
 
El fracaso del régimen internacional antidrogas, la frustración extendida frente al principio de la (R2P), el persistente doble estándar frente a la no proliferación nuclear, la parálisis global respecto de los compromisos efectivos en torno a la cuestión ambiental y el gradual desinterés de las potencias establecidas hacia los asuntos del desarrollo, sólo refuerzan las percepciones y creencias de quienes están saturados con la duplicidad de Occidente en un amplio abanico de temas. En esa dirección, cabe subrayar el verdadero desgaste y el potencial descalabro de instituciones y regímenes establecidos. Hecho inquietante, pues los organismos, foros y acuerdos internacionales son importantes, entre otras cuestiones, para limitar la arbitrariedad de los poderosos y para crear mecanismos de coordinación y consenso. Instituciones fallidas y regímenes malogrados son las precondiciones del unilateralismo agresivo y el multilateralismo oportunista.

El último tablero es el interno. Y en ese terreno, el elemento más perturbador es el estado de la democracia. Desde hace años avanza, en distintas naciones, un manifiesto desencanto por la democracia liberal. Además, crecen los ensayos de democracia mayoritaria y participativa, con todos los pro y contras que manifiestan. Aumentan las plutocracias y cleptocracias en democracias más o menos instaladas que terminan bajo dominio de los ricos, de los pícaros, o de ambos. Las autocracias y regímenes autoritarios abundan. Las de liberalización se anuncian por doquier, pero colapsan de modo vertiginoso. Ya sea en virtud de presuntos requerimientos de mayor seguridad o de indispensables concesiones a favor del mercado, la democracia, ya sea formal o sustantiva, es la que termina cediendo. No es inusual entonces que conflictos de clase, étnicos y religiosos sigan elevándose en intensidad y alcance. Si los noventa prometían una nueva ola democratizadora, la última década muestra frenos y regresiones en el campo de la democracia.

Asistimos, en breve, a un sistema global sobrecargado, ¿qué esperar de tal situación sistémica? Quizá la forma más sencilla de explicación resulte la siguiente: el lector o la lectora de esta nota tiene, muy seguramente, un ordenador personal. Cualquiera que sea la marca del mismo en algún momento emite una señal de alarma consistente en indicar que el “sistema” está “sobrecargado”. Ello significa la existencia de un exceso y la imposibilidad de continuar adelante; lo cual demanda, por tanto, un ajuste. La opción disponible es reducir o eliminar algunos programas y archivos, con lo que se recupera el funcionamiento temporal. Tomando este símil como un equivalente funcional, la cuestión es: ¿qué es lo que se debe eliminar o reducir en un sistema global sobrecargado? La fórmula de ajuste puesta en práctica en los años setenta, y que marcó el rumbo de las fuerzas y fenómenos que hoy conocemos, fue limitar gradualmente la democracia interna, la institucionalidad internacional y la legalidad mundial para preservar una globalización que resultó cada vez más inequitativa, un poder que se concentró en menos manos, un Occidente que mantuvo su centralidad pero tornándose esclerótico y un Leviatán estadounidense híper-militarizado.

SOBRE TRUMP
Hay dos planos en los que se puede localizar el fenómeno Trump: el de su proyecto político interno y el de su preferencia estratégica en relación al mundo. Sin duda, es aventurado e inconducente pronosticar el rumbo de su gestión. Sin embargo, la larga campaña electoral estadounidense y el proceso de transición hasta llegar a la Casa Blanca han revelado aspectos importantes en términos de su visión, su énfasis y su estilo.

Varios observadores, dentro y fuera de Estados Unidos han señalado que Trump encabeza un proyecto conservador, un tanto , pero conservador al fin y al cabo y de allí su afinidad con el partido Republicano. Los conservadores propician cambios muy incrementales en el marco de la afirmación de una estructura política, social y económica establecida y con una mirada cautelosa de la razón humana y el futuro: nada de eso parece definir a Trump, su retórica discursiva y su ambición de cambio. Otros analistas han aseverado que Trump es un tí- pico populista de los que han resurgido en Occidente en los últimos años y que expresan la versión derechista del nuevo populismo. Sea en el marco del antiguo populismo o del neopopulismo lo esencial es que los populistas rechazan y hostigan a todo tipo de élite, política, social y económica. No hay dudas de que Trump ha fortalecido su imagen mediante fuertes críticas al establecimiento político pero no ha cuestionado al establecimiento económico ni al establecimiento militar. Una cosa es ser anti-Washington pero ello no ha significado que Trump sea anti-Wall Street o anti-Pentágono. Sus principales nombramientos de gabinete a diciembre de 2016 han sido CEOs, militares y políticos amigos de las finanzas y de las fuerzas armadas. La promesa de campaña de reducir los impuestos y de apalancar el crecimiento con una monumental inversión en infraestructura que beneficiará a grandes constructoras nacionales, así como el apoyo que la banca le ha venido dando después de la elección del 8 de noviembre, el papel del financiero y energético en los grupos que manejan la transición al 20 de enero de 2017 y el decidido respaldo de la industria armamentista indican que no se debe confundir el alcance del anti-elitismo “populista” de Trump. Él expresa, más bien, un proyecto reaccionario; esto es, un intento por restaurar una arcadia regresiva o edad de oro en la que Estados Unidos gozaba de un esplendor material, tenía una sociedad comparativamente más homogénea y detentaba la capacidad de adoptar decisiones más autárquicas en el plano económico. Hubo algo que se “perdió” y que Trump busca recuperar: en el camino habrá que ver qué democracia pervive en Estados Unidos.

En cuanto a la gran estrategia a ser desplegada por Trump en la presidencia algunos han sugerido que su victoria pre-anuncia una política exterior aislacionista. Discrepo de esta aproximación por cuatro razones. Primero, si nos atenemos a la definición, el aislacionismo se concibió, esencialmente, como una estrategia que evita alianzas y compromisos firmes con otros países y que alienta un muy bajo perfil en los asuntos mundiales. Segundo, el aislacionismo estadounidense se ha sustentado en distintas fuentes históricas, tuvo cierto arraigo entre conservadores y progresistas por igual, especialmente durante el período entre finales del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial, y se expresó en la neutralidad frente a conflictos en Europa y Asia. Tercero, el aislamiento de Washington fue un ideal, una disposición y un impulso más que una práctica universal, una conducta impasible y una modalidad de ensimismamiento. En el caso de América Latina, y en aquel período, las intervenciones e invasiones de Estados Unidos en México, América Central y el Caribe fueron recurrentes y la expansión de sus intereses econó- micos en Latinoamérica fue decisiva. Cuarto, en los debates políticos y académicos durante la Guerra Fría y la inmediata Posguerra Fría el aislacionismo fue re-conceptualizado de acuerdo con las nuevas realidades: se lo entendió como minimalista en lo militar (en términos de gastos y uso del instrumento bélico), moderadamente activo en materia de valores (promoción de derechos humanos como reflejo de una democracia pujante hacia adentro) y muy intenso en cuanto a una diplomacia económica constructiva (como parte del robustecimiento de las capacidades materiales domésticas).

Muy poco de las actitudes y manifestaciones específicas de Trump durante y después de la campaña remiten al aislacionismo histórico o al remozado. Exigió que los socios de la OTAN y países de Asia como Japón y Corea del Sur inviertan más en defensa, pero no señaló que rompería esas y otras alianzas militares. Se expresó en reiteradas oportunidades sobre Rusia, Medio Oriente, China y México, entre otros, y sobre asuntos como el Islam, el terrorismo, el medio ambiente, las migraciones y el comercio; lo que es lo contrario a una política de retraimiento. Amenazó con retaliaciones comerciales y tarifarias contra China, con ataques contundentes contra el Estado Islámico, con políticas fronterizas bravuconas contra México y con renegociar (sin consultar con los otros cinco firmantes) el acuerdo nuclear con Irán de 2015: nada de esto es indicio de inacción o repliegue frente a las cuestiones mundiales. Fue crítico con los foros multilaterales como la ONU y prometió acciones de diverso tipo contra distintos países, con lo que se puede augurar un tipo de unilateralismo más prepotente que el exhibido en los dos mandatos de George W. Bush. Nada indica que despliegue una actitud constructiva en el frente de las relaciones económicas internacionales salvo que ello beneficie, casi exclusivamente a Estados Unidos, lo que reforzará el activismo de Washington.

Clamó por un mayor presupuesto en materia de defensa, en un país que tiene, por lejos, el más grande gasto de defensa del mundo. Ese pronunciamiento, más el hecho que en los ocho años de la presidencia de Barack Obama, Estados Unidos aprobó ventas de armamentos por más de 278 mil millones de dólares explica el alza de las cotizaciones en la bolsa de compañías como Lockheed Martin, Northrop Grunman, General Dynamics, entre varias, a las 24 horas de la victoria de Trump. Un incremento notable del presupuesto interno de defensa y el intento de mantener a Estados Unidos como el primer exportador mundial de armas anticipan que Washington no se desacoplará del mundo. Lo cual, a su turno, podría dar lugar a una peligrosa carrera armamentista.

Finalmente, las afirmaciones de Trump en la contienda electoral presagian una escasa valoración de los derechos humanos. Adentro parece crecer el temor por una regresión democrática. Afuera, su discurso es percibido como promisorio por muchos gobiernos autoritarios, por los “hombres fuertes” de varios países y por los partidos de extrema-derecha. Este dato no es insignificante en momentos en que la democracia aparece en retroceso a nivel internacional.

En breve, difícilmente Trump parece ser el epítome del aislacionismo; parece la reafirmación de una gran estrategia de primacía. Este tipo de apunta a que Estados Unidos no tolera ni tolerará la existencia de un poder equivalente de igual talla, sea una nueva gran potencia (China), un poder resurgente (Rusia) o un tradicional aliado (Unión Europea). En ese sentido, George W. Bush expresó el despliegue de una primacía agresiva: ataques preventivos, unilateralismo activo, coaliciones de voluntarios para misiones establecidas por Washington, desbalance entre músculo militar y tacto diplomático a favor del primero, etcétera.

Por su parte, Barack Obama optó por una primacía calibrada: multilateralismo selectivo, más espacio relativo para la consulta diplomática en algunos casos específicos, menos envío de grandes contingentes de soldados a frentes de batalla y mayor recurso a la llamada “guerra de los drones”, etcétera.

Con Trump quizás prevalezca una primacía ofuscada. Él no pretende derrumbar el orden internacional liberal que Estados Unidos supo propiciar después de la Segunda Guerra Mundial, sino que apunta a que sus mayores beneficios sean, ahora, prioritariamente para Estados Unidos. Se trata de una tentativa de reconstruir una hegemonía plena ya perdida. El de su campaña fue “” (América, en primer lugar). Y para ello concibe una combinación de unilateralismo, ultimátum y nacionalismo: actuar preferentemente de manera solitaria para satisfacer, básicamente, intereses propios. Más que demandar aliados ese tipo de política necesita súbditos. Un interrogante natural es que la idea tácita de concebirse como un Leviatán mundial indispensable puede conducir a que Estados Unidos se convierta en un global fastidioso; es decir, el abuso de poder podría convertir a Washington en un gran generador de desorden en el que injusticia, la arbitrariedad y la violencia tiendan a predominar.

AMÉRICA LATINA EN LA ELECCIÓN ESTADOUNIDENSE
Con base en los dichos de campaña por parte de Donald Trump y sus principales asesores, así como de acuerdo a nombramientos realizados es posible observar lo siguiente:

En primer lugar, la hostilidad hacia México fue elocuente. Ningún otro país de la región desde la época de la Revolución Cubana había sido objeto de tanta referencia ofensiva en una contienda presidencial estadounidense. A la prolongación del muro —iniciada en su momento por el presidente William Clinton– a lo largo de toda la línea que separa los dos países y como medio para cerrar definitivamente la frontera, se agregó el anuncio de deportaciones masivas de mexicanos que ya han batido récords en el tramo final de la administración Obama. Además Trump añadió acusaciones, sin evidencia empírica, sobre los mexicanos que viven en Estados Unidos en tanto principales criminales y violadores. Asimismo, dijo que renegociaría el NAFTA. En resumen, una retórica electoral anti-mexicana que sugiere el eventual ejercicio de una diplomacia coercitiva frente a un país que ha sido un buen vecino y que no amenaza a Estados Unidos.

En segundo lugar, respecto a Cuba, y como candidato presidencial, Trump afirmó que “mantendremos (Guantánamo) abierto”, y que desharía el acuerdo alcanzado por Barack Obama con Raúl Castro e impondría un acuerdo “más fuerte”, sin especificar lo que eso significa. Según la posición de la Plataforma del Partido Republicano de julio de 2016, el acuerdo alcanzado por Obama con Cuba “fue una manera de plegarse vergonzosamente a las demandas de los tiranos”. La normalización, lenta y gradual, de las relaciones entre Washington y la Habana durante la administración demócrata no solo podría verse bloqueada, sino incluso podría ser revertida próximamente. Si la innecesaria Guerra Fría en el continente se prolonga, será por la irresponsabilidad de Estados Unidos.

En tercer lugar, fue significativa la centralidad otorgada al tema del terrorismo. A pesar de que desde el 11 de septiembre de 2001 América Latina fue la única región del mundo que no sufrió ningún ataque letal por parte de algún grupo fundamentalista, el terrorismo ocupará un lugar trascendental en agenda del mandatario electo con el área. El general retirado Michael Flynn, ex director de la Agencia de Inteligencia de la Defensa, designado Asesor de Seguridad Nacional por parte de Donald Trump, y quien es conocido por su fóbica retórica anti-islam, ha venido reforzando la idea de la existencia de un vínculo entre el terrorismo y América Latina al afirmar, sin proporcionar más detalles, que los países que apoyan el terrorismo islámico han “cerrado tratos” con cárteles mexicanos para conseguir entrar en los Estados Unidos. Adicionalmente, dos diná- micas convergentes pero diferentes podrían incidir en las relaciones interamericanas en asuntos de seguridad al comienzo del gobierno Trump. Por un lado, una baja en materia de recursos y un reposicionamiento en materia de actores militares. En efecto, la asistencia militar y policial de Estados Unidos a América Latina descendió de 1.304 millones de dólares en 2010 a 568 millones en 2016 y el número de oficiales de la región entrenados en Estados Unidos cayó de 14.600 en 2014 a 1.289 en 2015, al tiempo que el Comando Sur ha ido perdiendo alguna centralidad ante la importancia adquirida por el que, a través de sus , ha multiplicado por tres los entrenamientos de soldados latinoamericanos entre 2007 y 2014. Por otro lado, parece incrementarse la solicitud de que fuerzas regionales se sumen a misiones de paz; en particular en África, aunque es cada vez más evidente que, de hecho, se trataría de participar en guerras que, en su mayoría, están atravesadas por violentos conflictos religiosos.

En cuarto lugar, en el asunto de las drogas, Donald Trump ha cambiado su postura con los años. En los noventa se manifestó a favor de la legalización, durante la campaña presidencial se mostró convencionalmente a favor de la “guerra contra las drogas”. Estuvo específicamente en contra de la legalización del uso recreativo de la marihuana, y defendió políticas más duras en la frontera y de persecución punitiva en relación a Mé- xico, en el exterior, y en las llamadas “ciudades santuario”, en Estados Unidos. Sin duda, la situación interna en materia de drogas —con el aumento del consumo de heroína y el uso de meta-anfetaminas— será una guía clave para examinar la política de Trump hacia países como Colombia. En el más reciente informe de la DEA sobre la amenaza de las drogas para Estados Unidos, son Colombia y México los países del mundo más mencionados —131 y 116 veces, respectivamente.

En quinto lugar, Venezuela no apareció en un sitio prominente en los discursos nacionales del candidato Trump, pero sí mencionó a ese país en el marco de su campaña en el estado de Florida y como parte de la búsqueda del voto anti-chavista de venezolanos-americanos y del voto anti-castrista de los cubano-americanos. El triunfo de Trump en Florida supone una deuda con sus electores en cuestiones internas e internacionales. Ahora bien, ya desde el gobierno y ante una eventual decisión de la administración Trump de impulsar una mayor exploración y producción doméstica de hidrocarburos reduciendo los requisitos ambientales, podría producirse alguna baja del precio del petró- leo; fenómeno que afectará a Venezuela, independiente de una salida a la actual crisis que vive el país: quien sea gobierno en Venezuela en el próximo bienio deberá lidiar con esa posibilidad.

TRUMP Y LA ARGENTINA
Bajo este marco general, la Argentina no será un referente principal de la “agenda negativa” de Trump y no estar en el radar de Estados Unidos es mucho mejor que estarlo. Sin embargo, una propuesta que suele ser atractiva a los cálculos de algunos es que cuando llega a la Casa Blanca un mandatario de derecha es oportuno aparecer como “país puente” entre Washington y la región. Con Nixon lo intentó Brasil, creyendo que sería el “país llave”, pero el “milagro brasileño” duró poco y sus problemas internos limitaron su capacidad de acción externa. Con Reagan lo intentó la dictadura argentina creyendo que haciendo la “tarea sucia” en Centroamérica, Washington iba a respaldar al país en otros objetivos estratégicos: Malvinas mostró el error de ese razonamiento. Con Bush (padre) lo intentó Menem: la crisis del 2001-02 nos recuerda que al momento de rescatar al país Washington miró al costado. Con Bush (hijo) lo intentó México que, con el NAFTA en marcha se auto-proclamó el nexo entre Estados Unidos y Latinoamérica para rubricar el ALCA: los principales países sudamericanos no le dio esa dispensa a México.

En la Argentina, la tentación por sobreactuar parece pasar por la fantasía de sumarse a la “lucha contra el terrorismo” a la espera de negocios. Pero por esa vía no llegarán más inversiones ni mejorará el comercio. Hay, además, una dimensión interna que es relevante al analizar la relación con Washington. Los datos de las encuestas del , del Latinobarómetro y de han mostrado que la opinión desfavorable respecto de Estados Unidos es la más alta de la región. No parece razonable que Macri abrace a Trump a menos que esté dispuesto a pagar un precio en la elección de 2017.

Las dificultades económicas que se pueden avecinar por situaciones tales como el aumento de la tasa de interés en Estados Unidos y la absorción de inversiones para cumplir con el plan de infraestructura de Trump deben anticiparse con un mejor y más serio diagnóstico de la realidad internacional en su conjunto.

En ese contexto, será importante una labor constructiva respecto de varios temas y países mediante un perfil discreto. El activismo orientado a ser el “mejor alumno” sería una torpeza, pero una diplomacia dirigida a ser un “buen ciudadano” que aporta a la justicia y la estabilidad global y regional sería oportuna. Por último, la elección de Trump es una magnífica ocasión para repensar el valor del regionalismo. La Cancillería ha dicho que concibe círculos concéntricos que van desde el Cono Sur a Sudamérica y de Sudamérica a América Latina, en cada uno de ellos podría impulsar un debate ponderado sobre Mercosur, Unasur y Celac.

La victoria de Trump refuerza la necesidad de diseñar una política más cuidadosa y asertiva de diversificación. En el hipotético mundo de Trump la Argentina no estará mejor por lo que es imperativo disponer de un diagnóstico riguroso de las tendencias globales y de las alternativas de inserción del país. Sin un mapa de ruta hoy la Argentina terminará en un laberinto del que no se librará y que será disfuncional a los intereses vitales del país.