Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales

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29/11/16

Cuba sin Fidel: pensar el futuro

Para el profesor del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales, "revalorizar la democracia, blindar las libertades y terminar con la pobreza debe ser un mandato" en esta nueva etapa para la izquierda latinoamericana

Por Carlos Pérez Llana
Antes de partir, Fidel Castro legitimó tres jugadas estratégicas de la conducción que lidera su hermano Raúl. Se trató del último intento de otorgarle sustento a un modelo que se mantuvo, transformando futuro en pasado, en base a un mito fundador de altísimo contenido simbólico: “el castrismo es el camino de la independencia para América Latina”.

La primera jugada fue posible porque coincidieron B. Obama y los Castro. Los EE.UU necesitaban cambiar su imagen en la región: Goliat alimentó históricamente al David antiimperialista. Para el régimen, la “normalización” de las relaciones con Washington otorgaba viabilidad a la apertura económica homeopática, sin libertades y sin democracia, de Raúl Castro, que debía garantizar la sucesión post- Fidel. La segunda jugada consistió en salvar al subproducto histórico de exportación cubana: una guerrilla tropical, que adhiere al castrismo, que combate al “poder establecido instalado en Bogotá”, las FARC. El endoso fue claro, las negociaciones de paz se desarrollaron bajo la tutela directa de La Habana. Finalmente, activando todas sus redes diplomáticas y de inteligencia, que no son pocas, los Castro le prolongaron la vida a un chavismo exhausto.

En efecto, cuando en Caracas se acercaba la hora de la verdad, el inevitable llamado a una consulta popular sobre le destino del autócrata Maduro, se abrió una instancia diplomática impulsada por El Vaticano y la UNASUR, que salvó al régimen. Mientras negociaban se vencieron los plazos, que habilitan la consulta revocatoria, y se fracturó la oposición donde conviven halcones y palomas. Demás está decir que para el castrismo comprar tiempo resultó providencial. Cuba depende del petróleo venezolano y de las remesas en divisas en pago por los servicios que brindan sus “asesores”. Este dato no es menor, en las complejas pulseadas internas post-Maduro, La Habana está terciando en favor de sus preferidos. Estos no son pocos y se encuentran sólidamente instalados en el bloque de poder que gobierna desde la muerte de Chávez. Post-castrismo en estado puro: promesas de reformas políticas en cuotas, administración de la pobreza y una represión garantizada por el poder militar.

Desde esta perspectiva es posible entender mejor el fenómeno castrista. La clave histórica del modelo fue el relato, en este caso escrito en forma permanente por su fundador. El núcleo central fue la dignidad nacional, expresada en la ruptura de los vínculos con la potencia imperial. Todo lo demás fue super-estructural, al servicio de esa causa. Obviamente, desde “una isla ubicada a millas del mal”, poco se podía hacer sin estar en el mundo. Y en esa empresa Fidel Castro fue virtuoso. Sedujo al poder cultural externo, particularmente al europeo y al latinoamericano, mientras internamente persiguió a los intelectuales.

Se alió con la Unión Soviética, hasta transformarse en un socio indispensable para algunas aventuras moscovitas, por ejemplo las de N. Kruschev, en los ‘60, y más tarde las de L. Breznev, que soñó conquistar el África en los ‘80 utilizando ejércitos cubanos. En esa estrategia global, el castrismo era la vanguardia del nuevo Imperio, mientras recibía a cambio el financiamiento que le otorgaba sustentabilidad a una Isla económicamente inviable. La preferencia por las armas, la aceptación del liderazgo soviético y el involucramiento en la guerra fría, constituyen, sin duda, uno de los aspectos centrales que explican los “malos servicios” del castrismo a las ideas progresistas en América Latina.

El castrismo fue, básicamente, un fenómeno donde se sumaron la ambición de un grupo de jóvenes idealistas, dotado de un liderazgo mesiánico, y una realidad nacional donde las injusticias remitían a la dictadura de Batista que administra una relación objetivamente neo-colonial. El modelo castrista opuso reforma a revolución.

Con la irrupción de estas ideas, la izquierda democrática latinoamericana objetivamente se debilitó. Nada podía discutirse, las Revoluciones son así. En nombre de la independencia nacional fue posible anular los contenidos plurales del cambio, y en nombre de la “solidaridad socialista” se endosó el Gulag soviético, la represión de Budapest, la de Praga y la invasión a Afganistán. Para el futuro político de las ideas progresistas en América Latina el ciclo que se inicia en Cuba merece ser observado atentamente, sin pasiones y sin velos ideológicos. En paralelo lo que ocurre en Venezuela también es clave. Primero porque en Caracas la democracia ya no existe; segundo porque sin el petróleo chavista, Cuba tiene por delante un futuro de miserias económicas que no se superarán legalizando pequeños emprendimientos económicos.

La nueva izquierda latinoamericana, que va a surgir luego del colapso del populismo chavista, debe repensar las consecuencias del “pasado de esta utopía”. En ese sentido revalorizar la democracia, blindar las libertades y terminar con la pobreza debe ser un mandato. Seguramente no hará falta emular lo que ocurra en La Habana. Es probable que por un largo tiempo allí sólo se debata la auto-preservación de los intereses del Parque Jurásico castrista.

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