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14/11/16

Una agenda jacksoniana

Para el profesor de la Di Tella, la administración Trump irá "en dirección a una política pragmática, cercana a la de su antecesor Obama, y alejada del nacionalismo agresivo y xenofóbico de la campaña electoral"

Por Francisco Corigliano
Resulta difícil pronosticar qué política exterior adoptará Donald Trump. Si nos atenemos a las promesas y dichos de campaña, Trump formularía e implementaría una agenda de política internacional acorde a cuatro parámetros centrales de los nacionalistas agresivos o asertivos o de lo que Walter Russell Mead llama la escuela jacksoniana de política exterior. Uno, el escepticismo respecto de los compromisos de los Estados Unidos con las alianzas estratégicas internacionales al estilo OTAN que limitan la libertad de acción -freedom of action- norteamericana, organismos multilaterales como la ONU, o los acuerdos de libre comercio con otros países como el NAFTA o los más recientes TPP (Trans Pacific Partnership) y TTIP (Trans Atlantic Investment Partnership), acordados durante la segunda gestión de Barack Obama. Dos, el énfasis en mecanismos que incrementen las capacidades militares defensivas de los Estados Unidos  -como el incremento del presupuesto militar, la modernización tecnológica del armamento de punta, y la continuación de la puesta en marcha de un escudo antimisiles que proteja a los Estados Unidos de eventuales ataques misilísticos procedentes de Rusia, China o Corea del Norte. Tres, el escepticismo nacionalista asertivo o jacksoniano respecto del rol de los Estados Unidos como cruzado promotor de la democracia en el exterior -la democracy promotion-. Y cuatro, la renuncia a toda intervención estadounidense en el exterior excepto en los casos en los cuales la misma se justifique por un evidente perjuicio al bienestar físico y material de los ciudadanos del país. 

Siguiendo con este razonamiento, Trump podría adoptar una política exterior muy similar a la de la administración de George W. Bush entre su asunción presidencial en enero de 2001 y los ataques terroristas del 11 de septiembre a las Torres Gemelas y el Pentágono. Un rápido repaso de ese período inicial de Bush hijo evidencia la sintonía de muchas de las decisiones adoptadas por la administración republicana con los nacionalistas duros o jacksonianos. Por razones de espacio, tomemos tan sólo cinco ejemplos como ilustración de esta tendencia. Uno, el repudio de Bush al Tratado de misiles antibalísticos (ABM Treaty) firmado con Rusia en 1972 -cuando todavía era la Unión Soviética-, en tanto el ABM impedía la posibilidad de crear un escudo antimisiles, que el entonces presidente quería llevar adelante como continuación de la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE o SDI, por sus siglas en inglés, más conocida por su nombre “Guerra de las Galaxias”), lanzada en 1983 por el entonces presidente republicano Ronald Reagan. Dos, el anuncio presidencial del fin del Protocolo de Kyoto sobre cambio climático global el 11 de junio de 2001, aplaudido por los sectores empresarios norteamericanos que no desean gastar dinero en reconvertir sus industrias contaminantes a no contaminantes, pero que tuvo un muy negativo impacto en los países de la Unión Europea (UE), en tanto dicho Protocolo había sido el fruto de pacientes y laboriosas negociaciones entre las autoridades de Washington y Bruselas durante la década de 1990.  Tres, la crisis diplomática desatada entre Estados Unidos y China comunista en abril de 2001 por el aterrizaje de emergencia de la aeronave LP-3E de vigilancia electrónica de la marina de los EEUU en en la isla Hainan, frente a la costa de China, sin pedir autorización a las autoridades de Beijing, crisis agravada por la decisión del gobierno de Bush de aprobar el mayor paquete de venta de armas a Taiwán en casi 10 años, por un valor de 4000 millones de dólares, gesto enormemente irritativo para las autoridades chinas comunistas, que no reconocen a las taiwanesas. Cuatro, la desconfianza de la administración Bush hijo hacia el funcionamiento de la ONU y de las alianzas tradicionales como la OTAN y su reemplazo por las coaliciones de los bien dispuestos (coalition of willing) a aceptar las políticas de los Estados Unidos sin condicionar su libertad de acción. Y quinto, el súbito pasaje del desinterés respecto de la amenaza que representaba la red terrorista Al-Qaeda para la seguridad de los Estados Unidos -que sintonizaba con la tendencia aislacionista propia de los jacksonianos y contrastaba con la importancia que a esta cuestión le había otorgado la segunda administración del demócrata Bill Clinton- a la intervención militar en Afganistán, cuyo régimen talibán daba asilo a Bin Laden y su red Al-Qaeda. 

De modo paralelo, un repaso de algunas de las declaraciones de campaña de Trump sintonizan notoriamente con las medidas adoptadas por Bush hijo entre su asunción, los ataques del 11-S y el inicio de la campaña en Afganistán. Probablemente Trump tenga una política menos intervencionista que la que hubiese tenido Hillary Clinton, más ligada a la escuela wilsoniana de promoción de la democracia -en este sentido, cabe advertir al lector las diferencias entre la postura de Hillary como secretaria de Estado, partidaria de apoyar a los disidentes en la Primavera Árabe; y la del presidente Obama, inclinado a mantener el statu quo en las autocracias de Medio Oriente en nombre de la estabilidad y el equilibrio de poder, en sintonía con la visión realista de las relaciones internacionales y la escuela jeffersoniana de política exterior norteamericana-. Menos intervencionista si lo que está en juego es la promoción democrática, pero no necesariamente menos agresiva si lo que está en juego son los intereses comerciales o de seguridad de los Estados Unidos en el exterior. Dada la empatía de Trump con el halcón del Likud (Partido Conservador) israelí Benjamín Netanyahu, no sería descabellado esperar un refuerzo de  la alianza estratégica entre Estados Unidos e Israel e incluso un aval norteamericano a las políticas de fuerza israelíes en los territorios árabes ocupados -tendencia que estuvo presente en los años de gestión de Bush hijo-. 

Dada la sintonía personal de Trump con el ruso Vladimir Putin, probablemente las relaciones con Rusia experimenten cambios en los temas de la agenda más sensibles para las autoridades de Moscú. Uno de esos cambios podría ser un freno del proceso de ampliación de la OTAN, impulsado por la administración de Bill Clinton en la década de 1990 y continuado por la de Obama. Proceso que, al estimular los contactos entre la alianza atlántica y la parte de Ucrania que quiere  alejarse de Rusia y acercarse económica y militarmente a la UE, provocó la reacción militar de Rusia y la anexión de Crimea como paso destinado a evitar la diáspora de Ucrania -dividida geográfica, étnica y económicamente entre una parte pro-occidental y otra pro-rusa- de la esfera de influencia de Moscú. En la campaña electoral, Trump calificó a la OTAN de obsoleta -una calificación notoriamente similar a la que Bush hijo tenía sobre la misma organización- y cuestionó el dinero que Washington gasta en ella, un cuestionamiento acorde con el nacionalismo escéptico de las organizaciones internacionales que tenían los nacionalistas asertivos en tiempos del gobierno de Bush hijo y que siguen teniendo hoy día. Otro posible cambio en la agenda bilateral norteamericano-rusa en la era Trump, podría ser un aval a la injerencia rusa sobre Ucrania y sobre Medio Oriente. Dicho aval colocaría al gobierno de Trump en una posición acorde con la de una gestión que tiene que resolver muchos temas económicos internos pendientes  Una posición que, además, estaría en las antípodas de la posición de realismo pragmático de Obama de contener y a la vez atraer a Rusia como socio estratégico en la administración de crisis regionales, y también de la política de tono más claramente intervencionista de Hillary de contener a Putin a través del estímulo al cambio de régimen en Rusia y en otros espacios de la ex Unión Soviética y del resto del mundo. Política esta última en clara sintonía con los partidarios de la promoción democrática al estilo wilsoniano en el espectro político norteamericano, los cuales incluyen a muchos neoconservadores que estuvieron con Bush hijo, se alejaron de él por el escaso respaldo de Bush a la promoción democrática en las guerras de Afganistán e Irak, apoyaron a Hillary Clinton y están en guerra con la postura nacionalista agresiva y a la vez escéptica de la promoción democrática en el exterior que exhibió Trump en su campaña electoral. 

En cuanto a la amenaza más reciente del Estado Islámico, ISIS o Daesh en Siria e Irak -que Obama buscó enfrentar al estilo del realismo, liderando desde atrás y construyendo alianzas amplias que incluyeron aliados tradicionales como los de Europa Occidental y Turquía y aliados nuevos como Irán y los kurdos-, Trump dijo simplemente que “eliminará de la tierra” al ISIS, sin aclarar cómo.  

En el capítulo de la política exterior correspondiente a las relaciones con los países de América Latina, el gobierno de Trump no se alejará de la estructural indiferencia de Washington hacia su patio trasero, parcialmente revertida en el último término de la gestión de Obama con su acercamiento pragmático hacia Cuba y la Argentina, que expresaba la preocupación estratégica norteamericana por el avance de la presencia de Rusia y de China en una región históricamente monopolizada por la influencia norteamericana. En cuanto a las relaciones entre los Estados Unidos y la Argentina, la recomposición de las relaciones bilaterales iniciada en 2016 y facilitada por la empatía personal entre los presidentes Barack Obama y Mauricio Macri podría sufrir una desaceleración en su ritmo, aunque no necesariamente una parálisis o estancamiento. Que esta última opción no ocurra depende de un conjunto de circunstancias externas e internas, entre ellas del grado de capacidad que demuestre el gobierno argentino para recalcular de su inicial apuesta al triunfo de Hillary, barajar de nuevo y tender puentes de  diálogo con un nuevo gobierno norteamericano que tiene prioridades urgentes de política interna -la inclusión de sectores sociales postergados por la despareja recuperación económica obtenida por Obama, la competencia de los inmigrantes con los obreros estadounidenses en el mercado de trabajo norteamericano- e intereses vitales de política exterior que están mayoritariamente ubicados en Rusia, China y países de Medio Oriente y de la región del Asia-Pacífico. En este mapamundi de la política exterior trumpista sólo caben algunos países puntuales del continente americano -México, Canadá, Venezuela, Cuba-, ligados a temas como comercio y migración. La Argentina no tiene o tiene poco espacio en este big picture norteamericano de prioridades, justo en un momento en donde el país necesita el aporte de capital e inversiones del resto del mundo para llevar a cabo el programa de modernización desarrollista que pretende el gobierno de Macri. Pero este espacio, aunque marginal, puede incrementarse. Ello dependerá de la capacidad de las autoridades de la Casa Rosada y del Palacio San Martín de atraer inversiones extranjeras   y de capitalizar en su favor una política exterior que busca ser “desideologizada” y dialogar y jugar con todos los actores del sistema internacional para ganar en libertad de maniobra, tal como lo ha definido la propia canciller del gobierno de Macri, Susana Malcorra.  

Pero esta impresión inicial acerca de la política exterior del gobierno de Trump no tiene por qué ser necesariamente la que se plasme en la práctica. Trump, como Bush hijo en su momento, son líderes políticos no atados por la ideología, sino por el oportunismo y la apuesta a jugar fuerte. Muy probablemente, como la mayoría de los anteriores ocupantes de la Casa Blanca, el nuevo presidente norteamericano modere su retórica y sus acciones políticas con el transcurrir de su gestión presidencial, a fin de responder satisfactoriamente a los distintos desafíos externos -el de colocar un punto final a la campaña contra el ISIS, el de tender puentes de diálogo con Rusia y China como interlocutores claves para lograr un mínimo de gobernabilidad global (global governance)- e internos -el de lograr que el desparejo “efecto derrame” de la recuperación económica interna, con pocos beneficiados y ejércitos de perjudicados, sea menos desparejo, y el de lidiar con un cuadro político de fragmentación del poder interno: Trump ganó el asiento presidencial, y la política exterior es el área de las políticas públicas donde el presidente tiene mayor grado de autonomía relativa para actuar, pero Trump es a la vez representante del Partido Republicano y un outsider absoluto sin lazos orgánicos con los referentes clave del Partido, que le han dado la espalda durante la campaña electoral pero que controlan las dos Cámaras del Congreso. Asimismo, como puede apreciarse en las noticias más recientes, Trump es el primer presidente norteamericano resistido por una parte de la población de su país ya antes de asumir, y no durante su gestión, lo cual, sumado a los datos anteriormente citados, arroja dudas e incertidumbres sobre el margen real del magnate devenido en presidente para tomar decisiones en política interna y exterior e implementar efectivamente dichas decisiones tomadas.  

Para bienestar de los Estados Unidos y del resto del mundo, es de esperarse que esta incertidumbre inicial sobre los pasos que dará Trump en política exterior se despejen lo más rápido posible y en dirección a una política pragmática, cercana a la de su antecesor Obama, y alejada del nacionalismo agresivo y xenofóbico de la campaña electoral. La historia reciente demuestra que este cambio es posible. Reagan pasó de considerar a la Unión Soviética el “Imperio del Mal” a ser el presidente que más cumbres de reducción de armamentos nucleares celebró con su par soviético Gorbachov, aunque de tanto en tanto diese rienda suelta a una retórica belicista para mantener entusiasmada al ala conservadora del Partido Republicano. E hizo este giro sin provocar guerras de alta intensidad. Bush hijo también pasó del unilateralismo agresivo posterior a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 a una política exterior más pragmática maquillada con una retórica wilsoniana de agresiva promoción democrática en Medio Oriente y otras partes del mundo. Pero hizo este cambio después de atravesar la altamente costosa -en términos económicos, militares y humanos- experiencia de la guerra en Irak y la tenaz resistencia de la guerrilla iraquí a la presencia norteamericana de posguerra. Es de esperar que Trump se parezca en su futura gestión de gobierno más a la experiencia de Reagan que a la de Bush hijo y haga la necesaria transición hacia una política exterior pragmática en el menor tiempo posible. 

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(Fuente: QS World University Rankings 2023)


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